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Cine
Kim Ki-duk y sus puñaladas de amor
Además de hacernos saber una y otra vez la pronunciación de ‘hijo de puta’ en coreano (que, de hecho, se traduce literalmente como ‘hijo de perra’), las películas de Kim Ki-duk son una lección a la vez brutal y sensible de cine.
El estilo de sus largometrajes no aspira a ser ni hollywoodense ni europeo, aunque quiera mantener su singularidad autoral y su condición de cine-arte en primer plano. El coreano hace zoom en su propio ser y asegura que sus películas son una forma de investigarse a sí mismo, de tratar de entender sus propios malentendidos, de conjurar las preguntas existenciales que ningún filósofo y ningún científico ha resuelto: ¿Cuál es el sentido de lo que vivimos?, ¿qué es el sentido?, ¿cabe hacerse estas preguntas?, etc.
Este director autodidacta se presenta siempre orgulloso de su cualidad marginal, del estatus de outsider que lo aleja voluntariamente de sus contemporáneos de Corea del Sur nacidos entre los cincuenta y sesenta, sobre todo de los cineastas Hong Sang-soo y Lee Chang-dong. A ellos, a sus compañeros de generación, los considera demasiado intelectuales, quizá petulantes o engorrosamente líricos, alejados del cine como posibilidad sensorial y emotiva. Sus filmes, por otra parte, buscan erizar los sentidos, descolocar las emociones, desechar las creencias preestablecidas.
Ki-duk produce cintas que juegan con las fronteras de las emociones. Películas que, con el arresto del asesino o el desenfreno del amante, fracturan el dolor o fracturan la felicidad sin caer en ejercicios de conmiseración o en la trampa del melodrama; aquella insidiosa forma narrativa que busca convencernos de que, a pesar de todas las insuficiencias y sinrazones, al final la vida es o debe ser justa.
En estas películas no es sorpresivo encontrarse con personajes protagónicos que no pronuncian una sola palabra en la totalidad del largometraje (En Bad Guy, 3-Iron, El arco y Aliento, por ejemplo, los diálogos de personajes importantes se han reducido al mínimo). Es un verdadero mérito cinematográfico el que, de todas formas y a pesar del silencio, comprendamos sus motivaciones y nos conmovamos ante sus gestos y movimientos. Su mutismo nos permite percibir su dolor e intuir alguna herida provocada en el pasado. Así, el espectador es el encargado de imaginar lo que los personajes dirían en momentos cruciales del filme. De este modo, el director hace de la audiencia una presencia activa. Si la imposibilidad de comunicarse y transmitir es uno de los temas centrales del arte contemporáneo, es un logro de Kim Ki-duk que consiga emocionarnos o perturbarnos ante esa incomunicación sin quedarse en el mero aspaviento conceptualoide o en la fácil prédica de que, finalmente, la expresión es algo imposible.
Tampoco es excepcional —así como tampoco es arbitraria— la abundancia de violaciones o, asimismo, de mutilaciones dentro de sus filmes: en La isla (2000), un forajido se destroza la garganta con anzuelos de pescar, más adelante la coprotagonista usa esos mismos anzuelos para lastimarse la entrepierna y, así, con su dolor y necesidad de atención, evitar que el forajido la abandone en medio de un lago solitario y aislado en el cual ella se encarga de atender a pescadores itinerantes. Ya en la segunda película de este cineasta, Wild Animals (1997), un pescado congelado termina convirtiéndose en un improvisado pero efectivo puñal. Ojo a la metáfora y a la paradoja: el símbolo del alimento al mismo tiempo posibilita la ofensa criminal.
Las películas de Kim Ki-duk estrangulan las nociones de lo que solemos considerar el bien y el mal. La crítica se ha escandalizado frente a este tipo de temas excéntricos y polémicos. De hecho, la pedrada que lo califica de ‘¡misógino!’ es la que más ha tenido que esquivar el coreano. Y sin embargo, sus filmes son elogiados en todo el mundo por su técnica y audacia narrativa. Sin ser el director más popular de Corea del Sur, es uno de los más respetados e influyentes (1).
Sí, es un hecho que el realizador embarca a sus personajes femeninos en situaciones tremendamente duras. En Samaritan Girl (2004), por ejemplo, 2 adolescentes se involucran secretamente en el mundo de la prostitución y, en medio de una acometida policial, la protagonista —quien ejerce el papel de proxeneta— ve morir a su amiga que se encontraba atendiendo a un cliente antes de lanzarse de un edificio. Por si fuera poco, ella se encontraba enamorada de la chica que se mata y con la cual había venido reuniendo dinero para viajar a Europa. En una especie de acto de purificación, decide acostarse con todos los hombres mayores a quienes ha atendido su amiga y devolverles el dinero que habían pagado: con su amiga muerta ya no hay viaje posible, los billetes que ha guardado cuidadosamente en su cajón ya no le interesan. La coda la protagoniza su padre, un detective policial, quien se entera de las andanzas de la joven y, sin decirle una sola palabra al respecto, decide vengarse brutalmente de todos los hombres con quienes su hija se ha acostado.
Sería un error leer sus filmes como actos de misoginia encubiertos o promovidos por la estética audiovisual. Todo este aparente exceso de horror encarnado en los cuerpos femeninos se debe, por el contrario, a la necesidad de hacernos entender el sufrimiento de estas mujeres ficticias, de provocarnos y sacudirnos fuera de la pasividad del consumidor cultural. No se trata de una forma de condescendencia hacia la explotación de la mujer sino de una poética en la cual el amor equivale a dolor e incluso a autodestrucción. Una apuesta estética desencantada pero beligerante. “Hay gente que cree que solo los momentos felices son bonitos —dice Ki-duk al comentar su realización de La isla— pero yo creo que el verdadero destino de la vida es la mezcla de lo destructivo y la pasión junto con su naturaleza psicosomática. Con esto quiero decir que la película es preciosa”. Como vemos, su pesimismo más que desgarrador resulta vivificante pues sirve como impulso para hallar el sentido, o mejor, los sentidos de la existencia, incluso en medio del dolor. Como dice Charles Chaplin, o su personaje, en una de sus películas sonoras, aquellas en las que al fin oímos su voz: “La vida no es un sentido sino un deseo”.
La aleación de violencia y ternura hace que los filmes de Kim Ki-duk ejerzan una magia extraña, un hechizo sombrío nos hace presa de la excentricidad de sus historias. Pero este efecto que nos envuelve no tiene que ver con la apacibilidad estereotípica que Occidente le atribuye a Oriente (para de paso inventar, desde una mirada hegemónica, un Oriente a su antojo y volverlo un producto exótico). La mirada de Kim Ki-duk no trata de envolver desde la mirada exotizante a su país o a la cultura asiática. Quizá haya una excepción que, por lo demás, a la larga se justifica pues le permitió seguir haciendo películas a su manera y ser apreciado afuera. En 2003, por única vez hizo lo que el mundo (o, mejor dicho, Occidente) suele pedirle a un director de cine asiático: actitud contemplativa, fábula budista, paisajes de paz monástica. En Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera Kim, no obstante y en el fondo, no se aleja de su mirada dura y que emparenta la plenitud con el dolor, esta vez espiritual. Aun dentro de las constricciones del mercado fílmico internacional, se las arregla para asombrar y a la vez golpearnos.
En efecto, la hipnosis que nos produce Ki-duk es una cuestión cinematográfica, una cuestión de sabiduría y talento fílmico. Al ver su obra, compuesta de 19 largometrajes, lo podemos hacer partícipe del concepto de cine puro —si es que algo así efectivamente puede existir en un arte como el suyo, híbrido,— que comparten, en sus respectivas épocas y disímiles contextos, maestros del arte cinematográfico como Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick y Peter Greenaway.
Ellos dirían que el cine es un arte que se vuelve aún mejor cuando hace fluir la sangre de sus historias a través de venas visuales, cuando busca nuevas formas de proyectar historias y recuperar o superar aquella audacia de las imágenes en movimiento que por poco se pierde, a partir de fines de los años veinte, cuando dejó de ser silente. Según ellos, el cine corrió el riesgo de volverse un arte audiovisual demasiado acomodado en la transmisión de información por medio de diálogos y parlamentos en lugar de seguir experimentando con la composición y el dinamismo visuales.
De entre todo su arsenal, podemos destacar 3 armas decisivas del cine de Ki-duk: economía visual, narración idiosincrática —por no decir excéntrica o controversial— y actuaciones inquietantes. Este director no piensa en términos de etiquetas como las de bajo o alto presupuesto. Tampoco se preocupa de que sus intérpretes sean o no estrellas del cine o ídolos de la pantalla de televisión, busca que estos se fundan en la película como seres vivos. Lo que de verdad le interesa es el concepto del filme, la idea o tema germinal, su encarnación en personajes agrupados de forma conflictiva y su desarrollo riguroso en esas escenas que lo han llevado a mantener una relación problemática con la crítica coreana. Una buena parte de los analistas locales encuentran sus películas demasiado masoquistas y extremas. El propio cineasta protagonizó una polémica televisada en 2006 cuando, en medio de un debate en el cual cuestionó el sistema de distribución de su país y la consecuente aserción del gusto por los blockbusters coreanos, calificó en un gesto irónico a su propio cine como “basura”.
En su mundo de prostitutas, artistas frustrados, jóvenes victimizadas y criminales callejeros, una puñalada puede equivaler a un beso. El exmilitar y exbohemio parisino —pues fue estudiante de arte antes de volver a Corea y ganar un premio de escritura de guión— emplea constantemente la presencia del agua en sus películas (Corea es una península y sus costas son un enjambre de historias), parece sostener una obsesión por la prostitución y casi siempre una fotografía o un retrato se convierten en ejes de una conflictividad desgarradora pero finalmente piadosa (como en la sutil y fatal Birdcage Inn o en Dirección desconocida que comprimen en un par de horas buena parte de la trágica historia de Corea y los 50 años de intervención militar estadounidense en el país).
No es accidental que una de sus películas más recientes se titule, justamente, Pieta (2012), igual que la célebre escultura renacentista de Miguel Ángel. La película muestra el día a día de un solitario cobrador de deudas, que consiste en hacer visitas, extorsionar y torturar sin misericordia a obreros necesitados de dinero. Sin embargo, su vida da un vuelco inesperado cuando aparece su madre, a quien nunca pudo conocer pues lo abandonó cuando era apenas un bebé. Si bien la mayoría de las películas de Kim puede resultar perturbadora, este filme prefiere el fastidio, la claustrofobia y la atmósfera gris a lo chocante. El villano empieza a sentir arrepentimiento pero, de todas formas, se encuentra atrapado: la culpa puede ser más atroz que el más avezado acto de violencia.
El cineasta escribió este filme después de realizar Sueño (2008), una película que lo condujo a una crisis personal pues la actriz principal estuvo cerca de morir ahorcada debido a un accidente en el rodaje de la cinta. Como consecuencia, realizó el documental Arirang (2012). Se trata de una especie de autorretrato en video que juega con lo real y la invención. La tristeza se vuelve palpable: es posible entender las aspiraciones de todos los personajes pero la posibilidad del éxito es nula. Esta idea fatalista es retomada más tarde, de una manera simbólica, por el título y la imagen de portada de Pieta: la virgen María carga el agonizante cuerpo de Jesús. La imagen resulta particularmente impactante cuando recordamos que, antes de que se genere un lazo afectivo entre la madre reaparecida y el hijo, este intenta violentarla sexualmente.
Este tipo de actos no resulta descabellado ni escandaloso para un artista audiovisual cuya idea de un final feliz puede ser la de una pareja de esposos que cantan una triste canción de invierno justo después de que la mujer ha acabado de hacer el amor con su exnovio, un presidiario condenado a muerte al que, además, ha intentado sofocar con un beso. Esta visión cruda de la vida —la escena mencionada pertenece a la pavorosa e inspiradora Aliento (2007)— ha sido entendida como una proyección de la propia existencia de Kim Ki-duk.
El futuro cineasta nació en un pueblo montañoso y a los 9 años se mudó a Seúl con su familia. Luego de que su hermano mayor fue expulsado de la escuela, él se vio obligado a dejarla y se matriculó en un instituto de agricultura. A los 17 años empezó a trabajar en fábricas y a los 20 ingresó a la marina, la fuerza militar más rigurosa y demandante del país, allí permaneció 5 años. En 1990 viajó a Francia para estudiar artes plásticas, ya que desde niño se había dedicado a la pintura, y se ganó la vida vendiendo sus obras en la calle. Esta etapa de su vida la retomaría, añadiéndole detalles ficticios —y, como era de esperarse, sangre— al filmar Real Fiction (2000). Un experimento en el cual rodó toda la película en tiempo real durante 3 horas con la intervención de 12 cámaras. El argumento, cargado de violencia asesina, es una suerte de exorcismo sanguinario en el cual un retratista callejero se venga de todos quienes lo han maltratado: novias, extorsionadores y autoridades. Con esta película, el intento es el de hacer una obra semiabstracta, es decir, que no solo presenta la realidad sino que también materializa pensamientos y sentimientos. Ki-duk vuelve a Corea del Sur en 1993 y, a pesar de no contar con educación formal, empieza a tener éxito en varios concursos de guión. Esto le permitió, aunque ni siquiera había trabajado como asistente de dirección, ponerse detrás de una cámara y empezar a dirigir. Aprendió a hacer películas por sí mismo y logró experimentar con el medio mientras adquiría conocimientos. Así, fue afinando ese singular universo que funde poesía y violencia. Amor y golpes.
Cocodrilo (1996) fue su ópera prima. Al igual que su siguiente cinta, Wild Animals, opera como un rabioso retrato de jóvenes alienados. Birdcage Inn (1998) le permitió añadir toques líricos a su visión nada optimista de la realidad e introducir el tema recurrente de la prostitución en su filmografía. Al año siguiente, La isla se convirtió en la película que cambiaría su vida pues le abrió las puertas de festivales y fue su primer largometraje exhibido en Estados Unidos. Esta historia de una prostituta muda contrasta la belleza de un pasaje lacustre con imágenes que revuelven el estómago, se trata de un drama que coquetea con el terror y con el gore sin tropezar en la truculencia. Luego vendría Real Fiction y Dirección Desconocida, que le permitió, como lo haría más tarde The Coast Guard, servirse de su experiencia militar para presentar la guerra como una forma de violencia sin sentido, quizá la más absurda de las que proyecta en su ya de por sí violenta lista de películas.
Tal vez su filme más controversial es Bad Guy (2001), en el cual un malhechor mudo secuestra a una inocente universitaria y la convierte en una prostituta. El metraje, que le permitió a la crítica bautizar a Kim Ki-duk como “el chico malo del cine coreano” y del cual le propusieron hacer un remake en Hollywood (Kim dijo que le gustaría que el protagonista sea Brad Pitt), presenta esa extraña mezcla de lo tierno y lo execrable. La chica, luego de un trajinar extenuante y terrible, se da cuenta de que nadie la ama más que su inexpresivo secuestrador. ¿Un triunfo de la imposición violenta o un agridulce embate del amor? Como la protagonista de Birdcage Inn, la muchacha secuestrada es particularmente sensible, muestra un gran aprecio por el arte de Egon Schiele(2) y su tiempo libre lo dedica a dibujar. ¿El arte como una aspiración imposible o como un exorcismo en el dolor?
El amor en su cine es tan doloroso como placentero. Sus personajes viven dándose golpes y cachetadas, jugando sucio y, aunque no parezca a primera vista, amándose. Claro, se aman de manera desajustada y excéntrica, atados tanto a la pasión como al miedo. En definitiva, y aunque parezca improbable, una extraña necesidad de coexistencia los une. (3-Iron ofrece una estupenda fábula de la convivencia en la marginalidad clandestina pues su pareja protagónica habita las casas que otros han abandonado mientras viajan o turistean fuera de la ciudad; itinerantes fantasmas de la urbe). En Tiempo (2006), una mujer se opera y se cambia el rostro para que su novio no se aburra de ella. No obstante, desarrolla unos celos enfermizos hacia sí misma, hacia la idea que de ella y su pasado compartido tiene su novio.
En el cine de Kim Ki-duk el amor es, por lo menos, y en su momento más plácido — es decir, cuando no hay puñaladas— un golpe o una cachetada. Una apuesta destinada al fracaso cuyos dados, sin embargo, nadie dejará de lanzar. Es la violencia del amor. En sus desgarradoras películas, las parejas siempre disparejas son incapaces de reencontrarse en la felicidad. Su coexistencia, sin embargo, es inevitable.
De ahí, la ternura de estas historias. De ahí que este cine sombrío sea, en realidad, un arte del claroscuro.
Notas:
1. En su país consideran que sus historias son muy coreanas, pero que emplea nociones artísticas y culturales de Occidente para envolverlas. Además, la crueldad y oscuridad de su cine hace que el público y la crítica coreana se sientan incómodos con el hecho de que alguien tan cercano proyecte en la tela ese orden de temas tan cruentos. Además, en Occidente —sobre todo en Francia e Inglaterra— llama la atención que se refiera a temas que tienen que ver con el capitalismo en Oriente y que lo haga de una forma tan coreana y, al mismo tiempo, tan personal.
2. Cabe recordar que Schiele murió a los 28 años. Su arte, a primera vista, parece vulgar u obsceno —opina el director coreano— pero visto detenidamente resulta muy honesto y presenta a sujetos que son presa del deseo.