El Telégrafo
Ecuador / Jueves, 04 de Septiembre de 2025

Confieso que esculpo para seguir vivo… Algo de esos primeros recuerdos de la infancia está embadurnado por las tardes en que un niño veía muchos documentales de temas varios, entre ellos, los dinosaurios, aguardando a que llegara el sábado en la noche. Entonces, después de un tal Soul Train, el televisor se convertía en un aparato para mi exclusivo uso (los primos mayores salían a divertirse). Empezaba la hora de National Geographic. Lo primero que me impactó fueron esos seres gigantescos que hacían temblar la tierra y, talvez tomando alguna masa informe de plastilina que tuve que traer de la escuela, comencé a amasar con insistencia hasta que dicha masa empezaba a cobrar vida. Me decían que el parecido era asombroso. Yo no paraba de preguntar mil porqués. Creo que nací con el amor a la sabiduría, y esa fue mi pulsión que me ponía a hacer diplodocus, pterosaurios o pterodáctilos y demás; creaba mi Parque Jurásico personal hasta ganar algo más, esto es, conseguir mis propios juguetes, aquellos con los que llenaría mis horas y mis días.

Esta vitalidad a la que me refiero, en ese preciso momento de trabajar, está condicionada al propio perfil del personaje que me hallo modelando, esculpiendo. Podría decirse que no me interesa tanto la escultura como una prolongación de lo considerado estéticamente ‘bello’, sino más bien como un hundirme en el laberinto psicológico del personaje que capta mi deseo de descubrirlo a través de las formas.

Devine en alguien que construía sus versiones de vaqueros, de indios, de soldados. Fabricaba, en sí, mis muñecos con el andamiaje de vísceras de toda clase (para luego practicarles sendas autopsias). Me intrigaba el funcionamiento intrincadísimo de sus engranajes. Con el tiempo dominé la figura anatómica; trataba de retratar a mi familia, a constatar el parecido y a apreciar el asombro de ellos ante los resultados. Me atrapó la sensación de crear; era algo indescriptible y como tuve una infancia dura, modelar fue convirtiéndose en mi fórmula de escape.

Luego hubo algo más: esculpir comenzó a llenarme de una gracia, algo así como una epifanía, un aura de paz y gozo. Recordando la imagen cristiana que me inocularon, la de Adán creado del barro, pensé que Dios había sido escultor. Intuía en mí una misión, algo que hacer, más allá de mí, un don quizá. Comenzó a llamar mi atención el rostro en todas sus facetas; su forma de hablar solo con la mirada; quería captar ese no sé qué psicológico que le envolvía.

He hecho varios bustos de personajes. A eso le llamo escultura alimenticia y siento que en el solo hecho de esculpir ese encargo tengo que estudiar al personaje. Quiero saber quién es, su vida entera, trato de entenderlo, captar su ego. Creo que el carácter de la persona está en sus rictus reflejados en las aristas y detalles. Si frunces mucho el ceño, se reflejará en tu rostro, decía mi madre (pero había razones para estar disgustado con el mundo). Con el tiempo, he descubierto que es verdad: el rostro siempre reflejará la trayectoria de un ser humano. Desde mi perspectiva, la personalidad se proyecta a través del rostro.

Siempre me interesó el ser humano en su extensión universal, en sus cuestionamientos.

Creo que por ello la Psicología fue mi primera carrera, aunque la abandoné por la escultura (al ser muy celosa, pidió todo mi tiempo). En este oficio, las primeras obras que me llenaron fueron las esculturas de Rodin. Sus Puertas al Infierno con su Dante, sus Burgueses de Calais, etc. Me extasiaba su gran carga psíquica, así que me dije eso es lo que deseo hacer, y desde ahí exploro, con ojo de profeta, las irregularidades del rostro, su tesitura, ese cuerpo en movimiento que es un signo de lenguaje arcaico, la fuerza de sus movimientos, las formas (entre lo inacabado y lo residual) que se metamorfosean en líneas perfectas, equilibradas. También está la musculatura, el escorzo, esa luz que golpea los cuerpos y talvez refleja el ánima, ese aliento, hálito que le insufla vida. El leitmotiv de mis obras es el ser humano.

El camino emprendido ha sido muy dilatado. Esa búsqueda de un lenguaje propio, del yo escultórico, todavía está en proceso de construcción. Continuamente he pensado que el artista debe tener algo qué decir: nosotros somos filtros de esta realidad y, por eso mismo, nos convertimos en el constructo más complejo de esta creación. Somos los seres que pueden pensarse y, al mismo tiempo, recrearse e invitar a los demás a verse en cada una de nuestras composiciones, que pueden parecer a veces extrañas, a veces evocadoras. Para mí el hecho de modelar representa una catarsis, terapia, el exorcizarme de mis demonios y trascender el sentimiento con tanta intensidad, que el personaje se convierta en un símbolo, siempre buscando expresar los sentimientos internos a través de la tensión muscular.

A veces me pregunto (los estudiosos suelen hacerlo inquisitivamente) por el peso de mi obra. Me respondo, en parte, que las exposiciones son algo lejano a mi trabajo, y me he limitado a la exposición de un busto o de una escultura de tamaño natural. Me digo que exponer es, en cierta medida, exponerse, revelar la intimidad de un instante. A partir de eso, me digo que hay un ingrediente impúdico en el arte que no sé si estoy dispuesto a aceptar. Y la lectura colectiva (la que deviene en mirada ajena) de las obras se ve distante de ese momento íntimo en que las obras fueron modeladas, del momento en que surgió su génesis.

Suelen preguntarme mis amigos las razones de no exponer, que ya es hora me dicen, pero yo lo veo como algo muy íntimo. Este mundo, donde la facha es lo que lo gobierna todo, y no lo que tienes adentro, lo obliga a uno a sentir vergüenza de exponerse en todo aquello que se ha hecho.

Entro, entonces, en evidente contradicción con lo que me dicen. Lo que suelo hacer es destruir esas esculturas o no pasarlas a un material definitivo. Lentamente, terminan torciéndose, deformándose, hasta ser otra cosa, porque no sé si me gustan o no, incluso no sé si las quiero mostrar al mundo.

Y el acto (con participación de esta voluntad que acomete), o el hecho (sin ella) comienza, una vez más, cuando trato de develar un tema que está martillando, desde dentro, mis sienes. Suelo recordar a Nietzsche (por supuesto que él se refería a la música) cuando me digo que la existencia de un ser humano, sin el arte, sería un error.