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Danza

Danza butoh: o el arte de moverse entre la oscuridad y el silencio (Galería)

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UNO

"El cuerpo es un cadáver que intenta desesperadamente tenerse en pie a riesgo de su vida”, decía el maestro japonés Tatsumi Hijikata (1928-1986), uno de los padres de la danza butoh, cuyo origen se remonta a finales de los años cincuenta, tras el horror de la Segunda Guerra Mundial y los estragos de la bomba atómica lanzada en Hiroshima y Nagasaki, entre miles de cuerpos mutilados y una sociedad abocada al vacío.

La frase —que a muchos parecerá fatalista— no solo resulta certera sino que encierra el sentido primario de la danza butoh; una danza que, a lo largo del tiempo, ha sabido mantenerse fuera de todo esquema y toda lógica; haciendo de la piel —como plantea Paul Valéry— lo más profundo; como si al bailar —pasos lentos, músculos contraídos, piernas arqueadas— la mirada del bailarín, inevitablemente, fuese siempre hacia adentro.


DOS

Quizá el cambio de una conciencia estética sea una de las características más representativas de la danza butoh. Encarnada en cuerpos semidesnudos pintados completamente de blanco, rostros con expresiones grotescas o movimientos casi imperceptibles, el butoh representa la dualidad de todo ser humano (sus temores, sus raíces, sus deseos, sus contradicciones), pero, sobre todo, se enmarca en una belleza que ha logrado romper —drásticamente— con todo lo convencional.


TRES

No en vano, en 1959, Tatsumi Hijikata y Kazuo Ohno (otro de los padres de la danza butoh, mucho más proclive a la improvisación), escandalizaron al público con su nueva propuesta. Realizaron una breve coreografía basada en la novela del japonés Yukio Mishima, Kinjiki (Colores prohibidos), mostrando la relación homosexual entre un hombre mayor y uno más joven.

Según los registros de la época, Hijikata bailaba con los ojos desorbitados, una falda rosada y un pene metálico de grandes proporciones atado a su pubis, presentando, además, como ‘guinda’ de la obra, la asfixia de una gallina. Como era de esperarse, el público la rechazó, tachándola de repugnante. Sin embargo, pese a que la obra fue prohibida, los maestros continuaron su búsqueda; alterando las formas tradicionales de la danza (se inspiraban a menudo en autores como Lautréamont, Jean Genet, Antonin Artaud y el Marqués de Sade) y explorando la transmutación del cuerpo.

Tras el suceso, Hijikata bautizó este tipo de danza como “Ankoku Buto-ah”, en la que el uso generalizado del término butoh deriva de Buyó, que es la forma como se denomina a cualquier danza que no fuera una de las formas tradicionales japonesas. Bu significa “bailar”; to, “dar un paso, pisar”; ah, “grupo, partido” y Ankoku significa “lanzar negro, oscuridad”. De manera que Ankoku Butoh puede entenderse, literalmente, como “Danza de la oscuridad”.


CUATRO

¿Pero qué oscuridad puede existir sin un atisbo de luz? El poeta argentino Antonio Porchia escribió alguna vez: “A veces de noche enciendo la luz para no ver mi propia oscuridad”. Siguiendo esta lógica, podríamos decir que el bailarín de danza butoh opera al revés: apaga las luces para iluminarse por dentro. Algo que, desde luego, el espectador también experimenta.


CINCO

Hace un mes, el público capitalino tuvo la oportunidad de ver, en el teatro de la Asociación Humboldt, a uno de los grandes maestros japoneses de danza butoh: Katsura Kan, quien por primera vez presentó en el país una de sus obras, El mar, el poeta, el laberinto y...; tres piezas en las que participaron, además, dos coterráneos suyos: el bailarín Iori Kinkis y la poeta Chisato Seino, ambos con una propuesta surrealista, soberbia, magistral.

La obra —que mantuvo al público absorto alrededor de una hora— fue interpretada con música en vivo, gracias a la colaboración de Apachi Miyahara, un joven músico e investigador japonés que —junto a Moti Deren y Félix Castañeda— logró crear una atmósfera única, catártica, animal.


SEIS

Apachi Miyahara viaja mucho, pero Japón sigue siendo su base. En Osaka, donde reside, tiene 5 o 6 cuartos llenos de instrumentos, muchos de ellos fabricados por él. Le pregunto por la importancia del silencio en su música y me explica que en África, por ejemplo, los tambores suenan así: ¡¡¡pum-pum-pum-pum-pum-pum-pum-pum!!! Es decir, por largos momentos los músicos no paran, mientras que en Japón, incluso con tambores más grandes, el sonido es estruendoso, pero también hay lapsos de silencio: ¡¡¡pum-pum-pum-pum-pum-pum!!! ( ) ¡¡¡pum-pum-pum-pum-pum-pum!!! ( ), dejando al compás en un segundo plano y otorgando al sentimiento la potestad de alargar o acortar la vibración.


SIETE

Katsura Kan nació en Kyoto, Japón, en 1948. Se formó con Tatsumi Hijikata; Yukihiro Hirota, maestro de la Escuela Kong de teatro Noh; y con Ben Shuharuto, maestro de Danza Tradicional Javanesa en Jokjakarta, Indonesia. Desde 1979 hasta 1981 realizó un sinnúmero de performances y formó parte de la agrupación de butoh ‘Byakkosha’, conocida más por su austeridad e integridad que por el glamour que caracterizaba a otras.

Actualmente, Kan es director y coreógrafo de Katsura Kan & Saltimbanques, pero su labor ha sido continua. Hace 30 años desarrolla lo que él denomina ‘las danzas de las minorías’, involucrando a artistas de todo el mundo y generando, a su vez, proyectos que nunca han dejado a nadie —sin ninguna excepción— indiferente.


OCHO

De Iori Kinkis y Chisato Seino la información en español es casi nula. Todo lo que el buscador registra aparece en japonés o, en el mejor de los casos, unas pocas referencias en inglés. Nada más. Pero lo que ambos ofrecieron esa noche, en Quito, fue excepcional. Lograron generar —por así decirlo— ‘una perturbación divina’, esa sensación de que en un instante, ante nuestros ojos (y no otros, aunque hayan 10, 50 o 1.000 personas más) se ha revelado algo; algo que no logramos descifrar y que tampoco importa, pues el arte ya cumplió su cometido: remover, sacudir, despertar uno a uno los sentidos.


NUEVE

20:00. La sala está llena. En el escenario, sobre las tablas, se improvisan dos filas con cojines. Nadie objeta sentarse sobre el piso (la comodidad es secundaria cuando se sabe de antemano que algo será memorable). Oscuridad. Mi pista, nuevamente, este diario.


PARTE I

Silencio. Entra un cuerpo (¿dios, animal u hombre?). Su luz se proyecta en el suelo, es Ioris. Sus ojos se iluminan. Nos mira fijamente como esos cuadros en que las pupilas lo abarcan todo. Se apoya sobre su lado izquierdo y luego se arrastra, como un caracol hecho de polvo y no de baba, dejando tras de sí un caminito blanco. Su cuerpo —aunque ajeno— tiene un peso universal.


***

Agua, flauta y madera. Un soplido, un espasmo, un impulso. El hombre cae, pero su mirada sigue bailando. Se lame un brazo, un dedo, la pierna. Vuelve a caer (¿búsqueda o huida?). Golpea su vientre. Grito. Liberación. Silencio. Se acurruca en posición fetal y me parece escuchar a Kazuo Ōno diciendo: “El butoh es como recobrar el cuerpo desde el vientre materno” (quizá por eso murió a los 103 años, bailando; renaciendo). La primera gravedad se experimenta al nacer.


PARTE II

La poeta mueve el pincel, la poesía danza sobre el lienzo. El caligrama guarda el secreto de toda lengua extranjera. Un caligrama es una historia hecha pintura. La escritura también danza, se acelera. Quedo rendida ante la belleza y el misterio.



***

No entiendo la poesía de Chisato Seino, pero su voz retumba en mi cabeza, recordándome a las poetas japonesas que alguna vez osé traducir. Una Ono no Komanchi desquiciada, una Izumi Shikibu salvaje. Todas puras. Una línea roja enmarca su mirada, mientras va arrancando, uno a uno, los pétalos de su cabeza (Moti Deren la acompaña con versos de Octavio Paz). Se quita una parte del kimono y queda expuesta en el centro; sola. De su boca salen pétalos de rosas como si expulsara con violencia su propia poesía. Siento su dolor. Ella entera es el poema. (¿Qué intenta traducirnos con el cuerpo?) Sus ojos ya no están en este mundo.


PARTE III

Luz azul. Viento fuerte. Chisato ya no está, pero el escenario guarda su presencia. Katsura Kan ingresa y casi imperceptible se desplaza. Distorsiona su rostro con un gesto (mejillas infladas). Sus manos son escudos, serpientes, puertas. El maestro se arquea y el peso de su cuerpo recae en su cabeza. La música es el único animal que lo acompaña. Katsura Kan mueve sus labios, pero no emite sonidos (¿qué pide? ¿a quién llama?). Parece un Glenn Gould de la danza, bailando sobre la devastación de las rosas. Su cuerpo es un laboratorio en potencia.


DIEZ

La función terminó, las luces se encienden. La gente no deja de aplaudir. Con una reverencia los bailarines agradecen y se marchan. Pasan unos minutos, la sala queda vacía. Me escabullo en el pasillo y logro entrar al camerino. Reconozco al maestro (los espejos lo multiplican). Entonces pregunto: “Señor Katsura, ¿cómo experimenta, usted, el silencio?”. El maestro me mira y —como si honrara esa palabra que todo poeta desea descifrar— medita unos segundos y responde: “El silencio es vital, una de las atmósferas más importantes de la danza butoh para lograr la concentración que, tanto el bailarín como el público, necesita. Pero no olvidemos que para que el silencio exista, también deben existir —necesariamente— los sonidos”.

(Mientras responde, Chisato Seino se cambia de ropa; su cabeza sigue llena de flores. Iori Kinkis, en la esquina, ya no tiene maquillaje; su piel lo vuelve más humano).

Katsura Kan continúa: “Ahora bien, yo no parto de la inspiración, parto desde la escucha de mi cuerpo. Si dejo de pensar, el cuerpo empieza a hablar, y esa es la respuesta”.

Antes de salir —y como quien sabe que se encuentra ante un ser de otro tiempo— lanzo la última pregunta: “¿Y qué observa mientras baila?”.

El maestro cierra los ojos y responde: “Toda danza es una especie de sueño, así que mientras bailo intento unirme al sueño del público. Es una forma de guiarlos en ese viaje onírico; pero, sobre todo, de acompañarlos”.

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