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Adoum y el médico que recetaba poesía

dirigenEduardo Villacís Maythaler fue colega, amigo íntimo y doctor de cabecera del escritor Jorge Enrique Adoum.
dirigenEduardo Villacís Maythaler fue colega, amigo íntimo y doctor de cabecera del escritor Jorge Enrique Adoum.
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Tuve en mis manos el corazón de un poeta. Gocé de ese extraño privilegio hace poco, en el que una vez fuera el consultorio de Eduardo Villacís Maythaler, cardiólogo y escritor quiteño fallecido en mayo de 2013. Santiago, su hijo, fue quien me extendió tan extraordinario privilegio. Aún no oscurecía cuando le revelé, a la luz de un café, que deseaba contar la historia de su padre especialista en el músculo cardiaco y en el alma de sus pacientes. Le pedí que me confiara los detalles de la hermandad de Eduardo con Jorge Enrique Adoum y con otros escritores. Conocía de antemano que en esta historia no estaría ausente el vodka, la bohemia quiteña, los chistes de antaño y las sonrisas ciertas y vibrantes de dos cómplices, de dos amigos. Al finalizar, Santiago apuró su bebida; despejó de su frente unos cabellos; buscó una llave entre sus pertenencias y me llevó al consultorio de su padre. En minutos llegamos al 5° piso del edificio Centro Médico Asociados (CMA), ubicado en el sector de la Mariscal. El polvo ya se había tomado los muebles de la sala de espera; los libros, en cambio, seguían emanando su silente dictadura. Literatura médica y Raymond Carver; libros de anatomía y Fernando Pessoa; poesía de Kavafis y revistas científicas, en absoluta y perfecta vecindad.

En el segundo ambiente del consultorio, entre camillas y aparatos médicos, había más de dos mil electrocardiogramas dispuestos en carpetas. A la izquierda de cada hoja, los datos de los pacientes y el diagnóstico; a la derecha las gráficas sostenidas con cinta adhesiva. Las fichas parecían textos místicos en una biblioteca secreta.

En otro cubil se encontraba toda la historia médica de Jorge Enrique Adoum. Santiago me entregó el dossier con cuidado, me advertía con su mirada que se trataba de algo importante. Acuné las carpetas como si de un colibrí herido se tratara. Las hojee y las conté: 38. La más antigua era del año 83 y resultaba crítica pues describía a un hombre con un corazón sumamente enfermo; la última, databa de 2007, 2 años antes de la muerte del poeta y lo describía con una salud óptima. Estaba escrita con una letra clara, viva y hasta había un “OK” escrito en mayúsculas.

Santiago me reiteró que, efectivamente, el autor de Ciudad sin ángel llegó muy enfermo a la consulta, luego de una seria recaída de salud en Europa. “Mi papá logró mantenerlo 26 años más”, dijo. Antes de salir, me mostró una tarjeta de felicitación por el cumpleaños 76 del doctor; debía leerla: “No sé qué cumpleaños de tu edad celebramos, pero te deseo de todo corazón que vuelvas a cumplir tantos como los que cantamos hoy, un abrazo como siempre de adentro hasta adentro. Jorge Enrique Adoum”.

Entrar en el universo de su padre había despertado algo en el corazón de Santiago y también en el mío. Algo que nos hacía guardar silencio, apagar las luces e irnos. Después de unos 10 minutos caminando sin rumbo por la ciudad, acordamos una nueva cita en otro lugar y con otros recuerdos.

 

La poesía, esa obsesión

En su libro De cerca y de memoria (Archipiélago, 2003), Jorge Enrique Adoum (JEA) evoca a un adolescente Eduardo Villacís, esperando pacientemente en las gradas exteriores de la matriz de la Casa de la Cultura. Su objetivo era ver pasar a los grandes poetas de la época. ¿Cómo reaccionarían el faquir César Dávila Andrade, Jorge Icaza, Jorge Carrera Andrade o Gonzalo Escudero con el joven aprendiz de escritor?, nadie lo sabe.  Adoum, sin embargo, destaca en esa actitud el gesto claro de poeta y la describe en el prólogo de Ajuar de cal (Archipiélago, 2006), antología poética del exmiembro de número de la Academia Nacional de Medicina y expresidente de la Sociedad Ecuatoriana de Medicina: “Quien a esa edad va en busca de esos monumentos a sí mismoy a la literatura ecuatoriana, simplemente para mirarlos, conoce de ellos algo más que el nombre visto en la tapa de algún libro, y emprende, sin advertir, pero queriéndolo, el difícil camino, la ignorada profesión, la manía o condena de la escritura, todos los minutos de todos los años”. En la mencionada antología, se incluye un largo poema llamado ‘Predecesores’ dedicado a JEA. El texto, de tono épico, recrea la relación entre aborígenes y españoles en plena conquista.

El médico cuidaba de JEA con el celo de un ángel guardián. Cuando Adoum anunciaba su visita, Villacís no se desprendía de la ventana de su consultorio, “desde aquí veo lo que llega el turquito”, decía nerviosamente  a sus pacientes. Cabe recordar que Adoum vivió muchos años en un departamento por la avenida Colón, a escasas cinco cuadras del consultorio del cardiólogo.

La hermandad se alimentó de otras acciones en el campo de la literatura, como la denuncia que hizo Villacís cuando apenas tenía 25 años, sobre el plagio cometido por el poeta centroamericano Orlando Fresedo, quien modificó ‘Baraja de la Patria’ (Ecuador Amargo, 1949) para convertirlo en ‘Poema de la Patria en tres instantes’, con el que se hizo acreedor al segundo lugar en los Juegos Florales de la República del Salvador de 1957. Villacís escribió a la revista peruana en la que salió publicado el poema de Fresedo y obligó a una serie de rectificaciones que llevaron a la devolución del premio.

La génesis de la amistad es difícil de determinar, sin embargo se ubica en la juventud temprana de ambos. No se ha archivado correspondencia mientras JEA vivió en Brasil, Chile y en diferentes países de Europa, pero es posible que sí haya existido. Eduardo Villacís, que estudió en México y Ecuador, estaba entregado por completo a la profesión médica. En los años setenta y ochenta consolidó el servicio de Cardiología en el Hospital Carlos Andrade Marín, su especialidad, la hemodinámica.

Como se mencionó en 1983, JEA regresó al país después de una larga trashumancia. Una de sus primeras acciones fue el cuidado de su salud, pues había sufrido un ataque al miocardio en París y la altura de Quito podía complicar su cuadro. Cada consulta, por lo general  a domicilio, se convirtió en una reunión de amigos, en la que el vodka se escanciaba generoso. No importaba el momento o el tiempo de las consultas, estas podían durar dos o tres horas, como ocurría también con otros famosos pacientes-poetas, en especial los miembros del grupo de Umbral, como Walter Franco y el también fallecido Alfonso Barrera Valverde.

Otros escritores y poetas terminaron confiando su salud a Villacís Maythaler, entre ellos Juan Andrade Heymann y Raúl Pérez Torres, también era frecuente ver a dirigentes deportivos en especial de Liga Deportiva Universitaria y a empresarios. Sin embargo, literatura de por medio, la consulta como ya lo sabían los pacientes, se extendía por horas.

Cuenta, desde Francia, la escritora Gabriela Alemán, lo delicioso de la única consulta a la que asistió, pues conversaron varias horas sobre México y sus letras. El librero Edgar Freire publicó la siguiente carta a la muerte de su amigo: “Mientras me auscultaba me recitaba poemas de Vallejo, Elytis, Neruda. Gustaba más de Manuel Machado que de su hermano Antonio. Me daba listas de autores que debía leer. Se enorgullecía de su amistad con Jorge Enrique Adoum y también de que se hubiera reconocido su labor científica con el Premio Eugenio Espejo 2008. Nunca me cobró una consulta. Como en un acuerdo tácito, yo le llevaba libros que le gustaban y que luego comentábamos (…)”.

Recién cerca de las 23:00 o las 24:00, Eduardo Villacís dejaba la consulta, como lo confirma el guardia del edificio CMA. Escribía su poesía al menos tres horas diarias. Ya en casa, Santiago (actor) y Eduardo (pintor), sus hijos, recibían al doctor, lo llevaban a la cocina, lo acompañaban en su frugal merienda, antes de que vuelva a su despacho a seguir escribiendo.

 

Los espacios siguen intactos

Visité hace poco la casa de la familia Villacís Maythaler, su hijo Santiago me presentó a su madre enfermera de profesión y lectora de García Márquez. Había una gata rondando, lo que nos llevó a hablar de otra felina, la mimada de su padre, llamada Cafuriña, bautizada así por el lateral de la selección brasileña. Después de unos minutos de diálogo fuimos hacia el cuarto principal de la casa. Antes de abandonar la sala, Santiago me señaló un mueble reclinable ubicado a un costado. “Alguna vez vino el poeta Jorge Enrique, mal pero muy mal de salud, y mi papá lo acostó aquí y se lo llevó inmediatamente a urgencias”. El doctor ya para entonces tenía complicaciones para seguir desarrollando su trabajo, pues padecía de un grave problema lumbar que lo tenía casi inmovilizado, sin embargo y a pesar del dolor, salvó la vida de su amigo.

Trato de imaginar al poeta en su lecho de dolor y lo único que se me viene a la mente es otra imagen, su rostro amable, su noble delgadez, sus grandes lentes, la silla de ruedas y por supuesto sus manos largas y sabias. Hace unos 7 años lo encontré acompañado de su hija Rosángela mientras iba a sufragar en un colegio electoral del norte de Quito. La emoción de verlo frente a mí me invadió. Lo tomé de la mano y se la besé convencido que así le agradecía por tantos milagrosos poemas, en especial por ‘Tras la pólvora, Manuela’. El río estiró su brazo y me acarició la cabeza.

Sumergí mis cavilaciones y llegué hacia el cuarto principal de la vivienda. Increíblemente, casi un año después del fallecimiento del doctor, todo estaba en su lugar. La familia mantiene las cosas con un orden reverencial. Los periódicos del último domingo y de domingos anteriores intactos sobre la cama; los chocolates para el goloso Eduardo en el velador de siempre, desde donde igual siguen misteriosamente desapareciendo. El maletín con el estetoscopio, el tensiómetro, las pinzas, ubicado frente al espejo de cuerpo entero donde siempre descansó; su recetario, los cigarrillos, las camisas y, por supuesto, más libros, esta vez obras de Saramago, Murakami, Marai, Gelman, Saint John Perse y Jaime Sabines. A un costado del cuadro en gran formato de la Virgen del Rosario, el estudio invadiendo el lugar de los armarios, su pequeña lámpara que aún enciende, cartas, oficios, tarjetas, la foto de su padre en blanco y negro y ese aroma a vida que incendia las pertenencias ya sin uso. Aquí el tiempo viaja para atrás, hasta antes de mayo del año pasado, o incluso más. Parecía como si todos aguardáramos el arribo del dueño de casa. En ese momento dejé inalterado el mundo del médico que prescribía literatura, del guardián de los latidos de Jorge Enrique Adoum, en fin del señor de este laberinto íntimo que se mantiene digno y exacto como su mirada.

 

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