Se ame o no, siempre es terrible. Marguerite Yourcenar   Uno: de cuando el amor es un banquete Un estómago, no un corazón. O un corazón que bombea gracias al estómago. Las mariposas no hacen cosquillas en el corazón, solo en el estómago. El amor está en las vísceras. Esta es la idea que subyace a la película mexicana Como agua para chocolate (1992), basada en la novela homónima escrita por Laura Esquivel. La película crea un mundo que destila realismo mágico con toques melodramáticos. Mamá Elena ha marcado el fatal destino de su hija menor, Tita, desde que esta salió de su vientre. Por ser la menor, Tita jamás se casará ni tendrá hijos, será eternamente la sirvienta de su madre. Tita crece en la cocina, bajo las faldas de Nacha, su bondadosa criada. Entre olores y texturas de alimentos, Tita encuentra un refugio. Dentro de la casa, llena de la crueldad de su madre, la cocina se convierte en el único espacio de resistencia para ella. Siguiendo el esquema de los cuentos de hadas, cuando Tita se convierte en mujer, conoce a Pedro, y ambos quedan flechados. Sin embargo, su amor no puede consumarse porque su severa madre no solo que lo impide, sino que propone a Pedro la mano de Rosaura, la hermana mayor de Tita. Para su desgracia, Pedro accede, alegando que es la única manera de estar cerca de ella. Un amor imposible, cuya imposibilidad, a la manera de Romeo y Julieta, no radica en que una de las partes no ame con la misma fuerza a la otra, sino en los factores externos que impiden a los amantes consumar. Esto lo vuelve aún más melodramático. La madre es el principal antagonista. Según la psicología freudiana, la madre es el primer vínculo hacia el alimento, hacia el amor. Pero en el caso de Tita, la figura materna está dividida: por un lado está su madre biológica que representa la ley, la prohibición, el encierro... De hecho, parecería un personaje basado en el arquetipo de la bruja. Por otro lado está Nacha, la otra madre, que representa el amor y la abundancia, y su gran símbolo es la cocina. Todos los elementos argumentales recuerdan a los cuentos de hadas, que su vez han servido como fuente de inspiración para las novelas mexicanas. Parecería que el toque melodramático va de la mano con el realismo mágico, al menos en este caso. El uso de metáforas gráficas como el fuego cuando Gertrudis se baña, el llanto que luego se convierte en quintales de sal en el nacimiento de Tita, o la escena memorable del vómito grupal en el río, dan cuenta de la influencia del realismo mágico. Quizá el gran conflicto de Como agua para chocolate no sea el de la historia de amor, sino el de la historia del destete. Tita no es un individuo, es la sombra de su madre, su esclava. No por azar, solo una vez que ella decide cortar el cordón umbilical, su madre puede morir. Pero la metáfora va más allá: el fantasma de la madre perversa opera aún después de muerta, demostrando que el vínculo es doble, y quizá más fuerte del lado de Tita, quien tampoco puede dejarla. El personaje de Tita parecería basarse en el arquetipo de la princesa. Una mujer que cumple con los requisitos para entrar en el statu quo. Empezando por su habilidad para la cocina, la cual tiene relación directa con la seducción de Pedro. «A los hombres por el estómago se les conquista», dice el refrán popular. Mientras su hermana Rosaura es carishina, y luego hasta deviene en flatulenta, Tita huele bien, cocina bien, y sobre todo, es sencilla y amable: aguanta todo. Es una especie de cenicienta mexicana a la que en algún momento la vida recompensará por sus sacrificios. Pero hay una particularidad en ella. Si Tita es tímida y sumisa, sus platos expresan sus verdaderos deseos: pasteles que recuerdan la melancolía del primer amor, banquetes que erotizan al punto de hacer perder la cabeza. Y esta es la gran metáfora de la película: la cocina como símbolo del amor. Esta asociación interesante ha estado presente en varias culturas e historias. La sabiduría china aconseja cuidar lo que entra y sale por la boca: besos, palabras, comida. Somos sedentarios a partir de la cocina. Solo cuando a alguien se le ocurrió cocer un alimento se pudo concebir la idea de establecerse en un lugar fijo y ya no moverse de un lugar a otro en busca de alimento, en busca de amor. El hogar existe a partir de la cocina. La evolución existe a partir de la cocina. Es a la panza a donde llegan los alimentos, donde se sienten las puñaladas de amor, donde crecen los bebés. La mesa de comer no es solo comida, son las palabras, las relaciones, la saciedad, es lo que entra y sale por la boca. Y en cierta medida esa es la relación poderosa que propone esta película, la del amor a través del alimento. El amor como un banquete o El Banquete, que a su vez, hace alusión a una comilona tanto como al discurso en torno al amor. Dos: de cuando el amor es hambre Dice Platón que cuando nació Afrodita, diosa de la belleza, los dioses celebraron un banquete al que asistió Poros, el dios de la abundancia. Después de comer, Poros dormía en el jardín de Zeus, embriagado de néctar. Entonces, Penia, diosa de la pobreza, se acostó a su lado y aprovechó para engendrar un hijo suyo: Eros.  Eso explica por qué Eros, dios del amor, tiene algo de Afrodita (por ser concebido en su fiesta). Y también tiene algo de su padre: las ansias de lo bello y de lo bueno, la valentía y la audacia; pero de su madre heredó la naturaleza vagabunda, el andar descalzo, sin casa. El amor también es pobreza, también es hambre. Y es de ese amor que hablaremos ahora. De ese amor que no es alimento ni comida, sino vacío. El amor que es una enfermedad crónica mortal e incurable. El amor que quita el sueño, las uñas y el tiempo. El amor que tiene hambre. Y precisamente hambre era lo que sentía el alter ego de Marguerite Duras en la película El amante (1991), dirigida por Jean-Jacques Annaud y basada en el libro El amante de la china del norte, de la escritora francesa. La protagonista, que tiene 14 años y en la ficción no tiene nombre, está siempre en el borde: es medio niña y medio mujer, es medio mala y medio buena, es dulce y a la vez tan, tan cruel. Esta especie de Lolita encuentra a un hombre mayor que ella, chino, quien apenas la mira, la ama. Su sombrero de hombre, sus labios prominentes, la crueldad de sus ojos verdes son todo lo que necesita para amarla. ¿Y ella? Ella disfruta, por primera vez, de sentirse deseada. Ama el deseo de su amante. Lo que le atrae es la distancia, su raza, su edad, su situación económica, todo tan diferente a su realidad. Él es todo lo que ella no es. Ella no lo ama a él, ama la historia. Ama huir del pensionado de mujeres con un hombre mayor que ella, ama tener un amante, ama desnudarse ante un desconocido. Ama verse a sí misma como otra, investigar su vida como si se tratara de un material de estudio, porque ella es, ante todo, escritora. «Te vas a acordar siempre de este cuarto, aunque olvides mi rostro», le dice su sabio amante en su habitación de soltero, lugar en el que ellos se aman mientras afuera la gente sigue un ajetreado curso. Y es la verdad: lo que ella ama no es su amante, es su deseo, es la historia. Y es también, cómo él la hace sentir. Poderosa. Porque en él descubre, también por primera vez, su poder. Y claro, abusa de él. Es una nínfula que quiere ver hasta dónde es capaz de quemar el fuego. Ama caminar por el borde. Ama el deseo. La escena en la que el amante invita a comer a la familia de la niña es memorable. Esta cena no es un banquete. En esta cena no se habla del amor. En esta cena el alimento no es amor, es necesidad. Mientras él intenta acercarse a ellos con palabras, ellos, incluida la niña, no hacen más que engullir. Él no come, habla. El no come, ama. Y es que ya sabemos la historia: no se puede amar con el estómago vacío. El que ama y no es amado pierde el hambre. Él está condenado. Si accede a casarse por conveniencia, como manda su tradición familiar, la perderá para siempre, pero si no se casa, perderá su herencia y dejará de ser el hombre rico que ella ama, y así, la perderá también. El que ama pierde. Porque este amor, el amor del hambre, no privilegia el calor de hogar, lo duradero, sino el instante, la fugacidad. Este amor, más que al sujeto, ama a la historia. Y dicen por ahí que no hay amor sin literatura. Una vez con la historia en la piel, ella se va. Solo cuando el barco está en altamar y escucha el piano, llora. Al fin puede llorar. Llora por él. Llora por ella. Llora por no poder amarlo, llora porque ya nunca será la persona que es, porque algo de ella se ha quedado al otro lado del océano para siempre. Porque ha crecido.