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El 14 de julio

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Hay pocos pueblos tan futboleros como el brasileño. Tal vez porque son los mejores, tal vez porque es verdad que el fútbol es el deporte de los pobres (solo una pelota hace falta, los arcos se hacen con cualquier cosa) y Brasil, más allá de ser el gigante sudamericano, no escapa a las reglas de una Latinoamérica sufrida. Hay fútbol por todos lados, en cualquier época de cualquier año. Sin entrar en el país profundo, lleno de niños con camisetas de Flamengo, de Corinthians, del Barcelona o del Manchester United, basta con asomarse a las playas de Río para ver chicos y grandes jugando al fútbol en la arena seca (o futvoley, su variante más elegida) desde las 10 de la mañana hasta las 11 de la noche, ya con luz artificial y con el mar adivinándose de fondo, allá donde no llegan las luces de Copacabana. Pues bien: tiene que estar muy mal el pueblo brasileño (o parte de él) para encontrarse en pie de guerra contra el Mundial, la máxima fiesta del fútbol que les da revancha 64 años después de la amargura más grande, el ‘Maracanazo’.

La Copa empezó en medio de un caos organizativo esperable, con negociaciones febriles de último momento para evitar protestas, con el aeropuerto de Río de Janeiro paralizado por una huelga, con choques en las calles de Sao Paulo, donde los manifestantes se hicieron visibles tratando de impedir el paso del ómnibus de la selección brasileña hacia el estadio y fueron reprimidos por la temida Policía Militar. Un escenario impensado cuando fue asignada la sede por la FIFA pero previsible si se tiene en cuenta lo que sucedió durante la Copa de las Confederaciones y todo este último tiempo. La realidad es que los indignados brasileños -en algunos casos fogoneados por opositores que se preparan para ganarle a Dilma las elecciones nacionales de octubre- aprovechan estos días en que los ojos del mundo están puestos sobre Brasil para hacer conocer su disconformidad con un gobierno que prometió mucho pero no cumplió tanto. Ellos saben que tal vez no haya otro momento para pedir mejoras en las escuelas -en educación e infraestructura-, en los medios de transporte, en la seguridad, en las condiciones de vida de las superpobladas favelas. Y saben, también, que los monstruosos estadios no les solucionarán el hambre ni el problema de vivienda. El Mundial, ellos también lo entienden así, es una fiesta. Seguramente estarán de acuerdo con el Papa, que llamó a aprovechar esta posibilidad para “unir a los pueblos del mundo”. Coincidirán sin dudas en que es una experiencia inigualable, una licuadora cultural de la que cada uno sale enriquecido. Pero saben perfectamente que es un espectáculo de un mes, y que les queda toda una vida por delante. Ellos, los que protestan, los indignados, están pensando en el 14 de julio. El día después. El primer día del resto de sus vidas.

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