El salvajismo en Posorja no es la enfermedad, es apenas el síntoma. Detrás de estas señales de agresividad social desbordada está una sociedad sin personas. La turba que atacó el retén policial, que hirió a los agentes de Policía, que secuestró a los delincuentes, que los entregó a la masa para su lapidación y que cometió esta barbarie obró apandillada.
Esto es el producto de la lobotomía del individuo, envenenado durante décadas por el fanatismo colectivista. En Posorja murieron asesinadas tres personas acusadas por el robo de minucias, pero también murieron centenares de personas en su ser más íntimo. Murió la compasión y la humanidad en aquellos que estrellaron esas pesadas rocas en el cráneo de sus víctimas y que gozaron con el derrame de su sangre. Esa perversidad, azuzada por la turba, convertida en un ritual macabro de venganza, desnudó a una sociedad sin personas, sometida por hordas deshumanizadas.
Es la misma sociedad sin personas en donde sus políticos, apiñados en mafias delincuenciales, se llenan la boca con fragmentos bíblicos y que al mismo tiempo les roban el salario a sus colaboradores; en donde algunos de sus militares tuercen sus armadas en contra del pueblo que juraron defender y que trafican sus municiones a los ejércitos paramilitares del narcotráfico; en donde muchos jueces y fiscales liberan sin ninguna razón a los ladrones que desfalcaron las arcas públicas. La sociedad empezó a podrirse desde que se infectó con la perversa idea de que las personas libres estorban en las revoluciones. Murió la persona pensante, libre, digna y nació el tumulto inhumano que se impuso por la fuerza. Nació ese pueblo inventado para los discursos electorales, ese concepto impreciso y ese significante vacío que los tramposos llenan de palabrejas melosas para conseguir su atención. Nació la masa alimentada por el resentimiento, el odio y la violencia que nuestros mesías cosechan en forma de votos y en un poder que se perpetúa derogando la libertad personal. (O)