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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

El tiempo de la eternidad ha terminado

07 de julio de 2016

Decía Gabo que durante los días del otoño del patriarca las pezuñas de todas las vacas casquearon las escaleras y las alfombras hasta llegar al balcón de la patria situado en aquel lugar desde el cual Zacarías gobernó como “si se supiera predestinado a no morirse jamás”, quizás porque vivía en el poder que no muere. La imagen literaria del colombiano Gabriel García Márquez describe de manera magistral el espíritu de la oligarquía colombiana, erigida sobre la histórica dominación del campesinado, que rebelde disputó el monopolio de la violencia a lo largo de la vida republicana. Los procesos regionales, los reacomodos políticos económicos y la lucha entre facciones mantuvieron agitada a Colombia a lo largo del siglo XIX. El predominio de los conservadores consolidó las formas de servidumbre, ante lo cual reaccionaron muchos campesinos acechando las propiedades, evadiendo los estancos, refugiándose en el bandidaje y ofreciendo ocasionalmente sus servicios de fuerza al poder de turno. El enfrentamiento entre liberales y conservadores presionó continuamente para que la población engrosara grupos armados y los sujetos tomaran partido por uno u otro grupo; en ese contexto, los individuos acechados aprovechaban la oportunidad para resolver sus problemas de supervivencia y, en determinadas coyunturas, ascender socialmente, o en otro caso, salir de su condición de sujetos fuera de la ley.

A lo largo del siglo XX se consolidó la burguesía del café, el campesinado fue acosado y despojado de sus tierras. Se consagra en Colombia una falsa democracia de tipo civil, que incapaz de resolver las contradicciones sociales y económicas de la sociedad, provocó el desencadenamiento de la violencia y la politización del campesinado identificado con doctrinas comunistas desde 1936, cuyos dirigentes vieron en la revolución armada el único camino. Otro sectores de la sociedad fueron dominados e incorporados al paramilitarismo desarrollado por la oligarquía terrateniente para doblegar a los grupos armados de campesinos libres, entre tanto, el capitalismo ilegal aliado al narcotráfico, teñía la medición de fuerzas.

Desde 1948, el fenómeno guerrillero puso en evidencia el problema de la desigualdad social y la inexistencia de una democracia social. El pacto entre la burguesía industrial antioqueña y la burguesía agraria se expresa históricamente en el teatro de una democracia civil estable y larga, con la alternancia entre conservadores y liberales, que contrariamente generó a su vez uno de los períodos de violencia más largos que se hayan visto en Latinoamérica. Daniel Pécaut (1987) señala que la violencia colombiana se ha producido en el seno de una democracia que se fundamenta en una división de la que ella misma no pueda dar cuenta, y que esa violencia “es un signo de lo no instituible que expresa las fisuras de lo social”.

Según cifras, uno de cada tres colombianos vive en la zona rural de Colombia. La mayoría de los campesinos sufre marginación y desnutrición y en algunos lugares la pobreza extrema alcanza el 29%.  En esta realidad, la paz en Colombia no pasa solo por la firma de acuerdos, sino por la voluntad de las élites colombianas, finalmente limitadas por el contrapoder social, de realizar justicia histórica realizando la redistribución y legalización de tierras, creando oportunidades por medio del mejoramiento de la educación y la salud, y generando igualdad.

El patriarca oligarca en su otoño “se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte… ajeno al gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado” (Gabriel García Márquez, 1978). (O)

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