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El Telégrafo

Rosa Wila, un patrimonio viviente de Esmeraldas

La cultura de esta mujer esmeraldeña es oral. La música de su pueblo no encuentra representaciones académicas. Es una tradición que se oía.
La cultura de esta mujer esmeraldeña es oral. La música de su pueblo no encuentra representaciones académicas. Es una tradición que se oía.
03 de mayo de 2015 - 00:00 - Jéssica Zambrano

La generación de Rosa Wila aprendió a cantar con el oído, sin representaciones musicales.

Cuando Rosa era una niña la llevaban a las fiestas solo bajo la condición de quedarse encerrada en un cuarto. Desde ahí oía e imitaba en tonos bajos el ritmo de la marimba, los arrullos, el chigualo, alabao que su madre reproducía en casa. Las noches y los días de fiestas en Borbón, una pequeña parroquia en Esmeraldas que dejó cuando tuvo su primer hijo, la hicieron experta en la música de sus antepasados.

“No lo andaban cargando así nomás a uno”, dice esta mujer con la imponencia que le da su etnia. “Como uno era señorita creían que un hombre le iba a pillar el ojo y se lo iba a llevar nomás. A uno lo dejaban en casa durmiendo, si acaso lo llevaban lo dejaban en un cuarto. Allá era que uno oía los rumbamentos, que ellos bailaban, cómo reían, bebían y tomaban cachimba. Así es que era antes”, agrega. Ella lleva el ritmo en la sangre y —aunque suene improbable— solo así se explica que haya aprendido a bailar sin que su madre le diera instrucciones del meneo de cadera; y a cantar, sin tener más que buen oído. A sus 80 años entiende que los jóvenes nacidos décadas después de ella ya no aprenden de la misma forma. Por eso ha decidido escribir todo lo que sabe y lo que ha creado, para que no se pierda.

“Ahora hay que enseñarles escribiendo y cantando para que sepan de qué se trata. Porque antes por lo menos uno veía las fiestas, los nichos, veía la gente cantando hasta el otro día. Ahora como no se ve eso qué pueden aprender”, se cuestiona a sí misma. A esto agrega que ni su hija, que es de su sangre, tiene temple para cantar como ella.

Rosa entiende que los jóvenes no aprenden de la misma forma. Por eso decidió escribir lo que sabe

Lo que ella enseña no necesita de un título

El aprendizaje de Rosa no se comprende en las formas de vida de hoy. Una vez una señora la fue a buscar porque en el colegio en el que trabajaba necesitaban una persona que diera clases de marimba.

Aceptó la propuesta. Cuando había pasado algún tiempo le preguntó a la señora qué había pasado con el trabajo, y esta le respondió que no había podido ingresar su hoja de vida porque no tenía título. “A mí no me enseñaron con título, señora, el que me necesite que me agarre así como soy. Yo no voy a estar buscando título para enseñar lo que yo sé”, dijo en su momento.

Y es que la cultura de esta mujer esmeraldeña es oral. La música de su pueblo no encuentra representaciones académicas. Es una tradición que se oía y se quedaba en la memoria. “Ahorita las canciones son sácalo, mételo, con esta música se le remueve a uno el cuerpo. El que quiere aprender lo que yo sé, bendito, el que no que se quede con lo que le gusta”.

La música que canta, donde se la pidan, tiene tonos siempre altos y emociones variables.

Depende de las tradiciones. Pero en ella es infalible el sonido de las maracas, marimba, un bombo, cununo, guasá, boliche y su voz contralto, el tono más grave que puede tener una mujer.

La percusión es la sangre de la música afro aunque su tonada sea para una fiesta o un velorio.

La voz de Rosa Wila ha tomado fuerza con los años, pero —como dice— solo los que la han oído saben qué tanto ha cambiado.

El arrullo es la música de los santos, es una forma de devoción que aprendieron los afro. Cuando Rosa era niña se hizo devota de la Virgen del Carmen, a la que adornaban con flores en toda la provincia de Esmeraldas. En algunos pueblos de la provincia aún se le rinde honores con los arrullos tradicionales y hasta se realiza una procesión marítima, porque a la santa se la conoce como la Virgen de los pescadores.

Borbón y Esmeraldas han crecido despojándose de este culto como de su música.

“Ahí está María, piripipi, ahí está José piripipi, al niño en el medio lo tienen que lindo se ve. Para darle arrullo lo tienen, qué se lindo ve, ahí está María y José, lo tienen al niño qué lindo se ve (...) Esa es una canción para el niño Dios, en el pesebre ¿qué se hace?, está María, José, en todo eso uno se pone a pensar y de ahí saca el arrullo”.

Los chigualos se cantan a los niños cuando mueren. A diferencia de cuando muere un adulto, la tradición de la generación de esta esmeraldeña es enterrarlos como en una fiesta. Se envuelve al niño en una sábana blanca y se lo viste de blanco.

Rosa es la líder de un grupo de música.

Los chigualos se cantan rodeándolos, hasta el cansancio. “Porque según decían que cuando un niño muere, los angelitos lo están esperando en el cielo”. A los adultos se los entierra en una caja, en una procesión silenciosa con la música más triste de la tradición afroesmeraldeña, los ‘alabaos’. Para cantarlos hay que vestir de negro y el único ruido que puede irrumpir en el encuentro es la música. Del último velorio en el que cantó un alabao han pasado 20 años.

“Si una persona se moría usted tenía que guardarle un gran respeto, no se oía nada de malas palabras porque sino nos decían que el muerto nos caería encima. El muerto como un santo, le cantaban alabao todas la noches, hasta que amanecía”. Para la generación de Rosa en Esmeraldas, los cánticos eran una forma de curar el alma del fallecido. Acude a la iglesia católica todos los domingos. La última vez que cantó un chigualo a viva voz en el lugar, el nuevo cura de la parroquia le pidió que se fuera, porque “esa música es del diablo”.

El sacerdote que estaba antes de él, la llamaba para que cante en la misa. La tradición se pierde hasta en las iglesias. Es la líder de un grupo de música afroesmeraldeña desde los ochenta. Las integrantes han ido muriendo o la voz ya no les da para cantar, aunque el grupo inició sin ella. Lo cierto es que esta mujer sigue cantando, ha sido la voz de Papá Roncón y es un patrimonio de la oralidad afroesmeraldeña. “Esa tradición más tarde se va a terminar porque ya no hay quien la cultive”, dice Rosa.

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