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Un día para renovar el amor por quienes se fueron antes

Un día para renovar el amor por quienes se fueron antes
Foto: Archivo / El Telégrafo
30 de octubre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero

Quizás el único lugar de la Costa ecuatoriana en donde hay más muertos que vivos sea la Ciénega, una comuna polvorienta de Santa Elena, cerca de Progreso, en cuyo cementerio yacen los restos de padres, abuelos y demás antepasados de las pocas personas que allí viven, la mayoría agricultores o cazadores clandestinos de venado.

Consecuentes con esta luctuosa realidad demográfica, desde hace algunas décadas, la mayor fiesta que celebran es la de los Fieles Difuntos, al amanecer del 2 noviembre, cuando decenas de familiares llegan desde todas partes a recordar a sus familiares, pero no con lágrimas ni con lamentos, sino con risas, música y comida, tal como si fuera una fiesta.

Al parecer, creen que, de esta manera, aunque no les conste, los que se fueron se sienten animados, allá donde estén...

El pueblo, usualmente bajo una inalterable somnolencia por la ausencia de gente, recupera sus signos vitales por unas cuantas horas. Todo, gracias a los muertos, a sus muertos.

Sirva de antecedente esta curiosa historia para declarar que, en la Costa ecuatoriana, el Día de los Muertos tiene variadas connotaciones, la mayoría de ellas relacionadas con el credo religioso de las familias, pues esto de evocar a los muertos de tal o cual manera es, sobre todo, una cuestión de fe.

“Los muertos nos ven, nos sienten, saben de nosotros. Por eso es bueno corresponderles con lo que a ellos les gustaba. A mi suegro, don Pascual Reyes, le encantaba el trago, por eso, cuando toca, se le lleva una botella de puro”, comenta Sebastián Yagual, nacido, criado y envejecido en la Ciénega.

Si don Pascual empina el codo no es problema de nadie, sino solo suyo, lo cierto es que se le cumple sin atrasos y queda la conciencia tranquila.

Así como Bolívar, pero en Guayaquil, Lastenia Torres Yépez, de 80 años, no deja de ir hasta la puerta 6 del Cementerio General a visitar a la única hija que tuvo: Margarita López Torres, fallecida a temprana edad, a los 12 años, a causa de una pulmonía.

Lastenia solo tiene una fotografía suya pero la recuerda “como un ángel que llegó a mi casa a llenarla de luz, amor y ternura. Un ángel que volvió al cielo luego de hacerme feliz”. Sobre visitarla, “lo haré hasta que tenga fuerzas”, dice Lastenia, en cuya casa de la 14 y Maldonado nunca faltan velas en un pequeño altar de madera donde se aprecia el rostro de una Margarita de pelo ensortijado un poco difuminado por los rigores del tiempo.

El cementerio del suburbio Ángel María Canals también recibe la visita de los deudos para hacer arreglos   en las tumbas, llevar flores o, simplemente, para recordar. Foto: José Morán/El Telégrafo

Juntos para siempre

Jorge Moreira Véliz nació en Manabí, en la capital. Allá se quedó su infancia y allá se quedó, en una tumba de Portoviejo, su hermano gemelo, fallecido a los 10 años mientras se bañaba en Manta con unos amigos de la escuela.

Hoy, cuando han pasado más de 30 años de aquella pérdida y vive en Guayaquil, a Jorge no le queda otra que volver a su terruño y renovarle su cariño. “Con él aprendí a trepar a los árboles, a jugar índor, a elevar cometas. Se confundían al vernos, pues no sabían quién era quién. Fue necesario que muriera para que supieran que el que había quedado era yo. Claro que mejor hubiera sido morirme yo y no él, tan chévere que era”.

Por eso, por esa nostalgia inevitable que lo derrota cada 2 de noviembre, Moreira se va un día antes a Portoviejo para dedicarle no una, sino varias horas a su hermano. Le lleva flores, contrata a un pintor para darle ‘una manito de gato’ a la lápida —en especial al nombre—, pero sobre todo le habla en silencio.

“Sí, hago como si conversara con él. Le cuento las cosas que han pasado durante su ausencia, cómo están sus sobrinos, cómo anda mi salud, y hasta le cuento cómo va el campeonato con el equipo de sus amores, el Emelec. Lo hago porque sé que, en donde quiera que se encuentre, me está escuchando”.

Moreira afirma que aun cuando esté viejo no dejará de ir hasta donde su hermano porque “siempre, toda la vida, estuvimos juntos”.

Sacándole brillo al bronce

Son las 11 de la mañana, el sol se muestra altivo, pero, ni aun así, una de las lápidas más famosas del Cementerio Patrimonial, la de Víctor Emilio Estrada, tiene el brillo debido.

Por esa razón, sus nietos, Carlos y Ernesto Estrada, le han encargado al escultor Álex Reshuán que la deje con el color natural del bronce. “Al parecer, un familiar mandó a pintar la bóveda para proteger el bronce, pero lo que resultó fue que esta tomó una presentación rara, de hasta 4 colores. Por eso hay que pulirla y dejarla de un solo tono”.

Reshuán dice que la medida de limpiar la tumba, cuyo hemiciclo fue construido por el célebre escultor italiano Enrico Pacciani, no tiene nada que ver con la celebración del Día de los Difuntos. Es solo coincidencia.

A ritmo de tango

A Hugo Herrera le gustaba el tango tanto como el arroz con menestra. Toda su vida se dedicó a dar clases en sectores rurales hasta que se jubiló y falleció a los 94 años, a causa de una complicación cardiaca.

Por desacuerdos familiares, a Herrera, que se jactaba de ser amigo desde la juventud de Carlos Rubira Infante, lo enterraron en Pascuales. Es hasta allá adonde su hijo Ernesto acude todos los 2 de noviembre. Pero no va solo, no: va con una pequeña grabadora en la que, luego del rezo respectivo, pone un casete de Gardel y el resto de la visita termina con ‘Arrabal Amargo’ o ‘Por una cabeza’.

Ernesto afirma que su papá también cantaba, pero solo en casa, en reuniones de amigos o cuando se sentía triste. “Lo menos que puedo hacer es llevar a su cantante preferido”.

Un asunto... ¿morboso?

Al periodista Omar Ospina García, ateo convicto y confeso, celebrar a los muertos le parece un asunto morboso. “Yo creo que la vida se agota aquí en el transcurso del chillido primero y el último suspiro, y a la muerte y a los muertos hay que dejarlos en paz. Pero ese es mi criterio, que no va más allá de una posición individual e intelectual que no significa construcción cultural alguna”.

“Sin embargo —continúa Ospina—, la muerte y su culto forman parte de muchas culturas que proyectan la vida hasta más allá de la muerte, como una suerte de esperanza de la felicidad que piensan imposible de lograr en esta vida de manera total. Esa es una esperanza innecesaria, infundada y, sobre todo, anula o limita la búsqueda en la vida presente de lo que sí es posible: momentos de felicidad que, sumados, construyen un corpus de recuerdos al que podemos llamar, sin vergüenza alguna, felicidad”.

Un día especial

Ella es catequista del Movimiento Católico Juan XXIII y pertenece a la Diócesis de Yaguachi. Se llama Sofía Panamá y tiene una opinión al respecto. “Pienso que la Iglesia católica ha querido darles a los fieles difuntos un día especial, al igual que lo tienen el padre, la madre, etc. En este día también se nos recuerda que no somos eternos y por lo tanto tenemos que estar preparados para cuando llegue el día de nuestra partida”.

Asimismo, cree que “esta fecha es aprovechada por las personas para visitar las tumbas de sus seres queridos y, a la vez, para reunirse en familia y juntos participar de la celebración de la santa misa”.

Es como la Navidad

Para los fieles de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, esta no tiene una postura oficial o definitiva en torno a esa recordación. “La Iglesia no tiene una voz oficial en esto; es como la Navidad, nos unimos a la celebración y creemos que nuestros muertos son parte importante de nuestra salvación. Nosotros no podremos ser salvos sin ellos ni ellos sin nosotros”, opina Diego Lastra, obispo de esa congregación de origen estadounidense. (I)

DATOS

Retocar una lápida no tiene un precio fijo; depende de lo que se quiera hacer. Si se quiere aclarar los nombres y resaltar un grabado solo con pincel, el trabajo puede costar hasta $ 20.

De la misma manera, el costo de las flores varía: pueden llegar desde los $ 5 hasta los $ 30.

La mayor variedad de arreglos florales se la halla en el Mercado de las Flores, frente al Cementerio General. Allí se pueden encontrar flores naturales, pero también artesanales, de tela o plástico.

Un guitarrista deambula por uno de los tantos pasillos del cementerio general de Guayaquil, en espera de que alguien lo contrate para dar una serenata, una de las tradiciones del 2 de noviembre. Foto: José Morán/El Telégrafo

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