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Vicente Palomino se perfeccionó en la alfarería, en la parroquia La Victoria

Vicente Palomino se perfeccionó en la  alfarería, en la parroquia La Victoria
29 de diciembre de 2013 - 00:00

Sus ojos marrones brillan cuando relata la primera vez que moldeó un trozo de barro sobre un torno rústico en Guayaquil, su ciudad natal. Lo hizo guiado por el cariño y la paciencia de su padre.

En aquel tiempo, Vicente Milton Palomino era un niño y tuvo que practicar durante un año para dominar, en parte, este oficio. Su primera obra fue un cenicero.

En 1989 llegó a la parroquia rural La Victoria, en el cantón Pujilí, de Cotopaxi. Buscaba materia prima para elaborar artesanías.

Pero se enamoró de la gente y sus tradiciones, y se casó con una pujilense. Solo entonces se estableció y decidió dedicarse de lleno a su pasión: la alfarería.

“Definitivamente es el mejor artesano. La habilidad de sus manos y el manejo del torno son únicas. Es un artista”, comenta su vecina doña Esther. Ella tiene el mismo oficio y añade que Palomino es uno de los mas grandes proveedores de figuras de barro en bruto, es decir, sin hornear ni pintar.

Palomino se ve obligado a vender así sus piezas, pues no tiene tiempo para concluir el proceso, debido al trabajo que debe realizar a diario. Es él quien extrae el barro de una mina situada en la parroquia El Tingo, a 20 minutos del centro de Pujilí.

Con pala en mano llena con el cieno una volqueta fletada por 80 dólares. La carga le permite trabajar de tres a cuatro meses.

Antes de utilizar el fango debe ablandarlo con golpes precisos durante horas para volverlo fino, luego lo cierne para que quede uniforme.

Con sus pies desnudos lo apisona alternando con chorros de agua hasta conseguir una masa homogénea, sin grumos. Solo así estará lista para el torno y convertirse en las más vistosas, llamativas y atractivas formas que salen de su imaginación.

Palomino, de 53 años, es feliz con lo que hace. Ese es verdaderamente su secreto. Juega y se divierte con la alfarería. “El día que me visite la muerte, quisiera que me encuentre trabajando con el barro”, asegura.

Su taller es descomplicado, sin lujos y con las cosas precisas siempre a la mano. Una rústica construcción de ladrillo, con esteras a los costados, techado de teja y piso de tierra forman el habitáculo en el que transcurre la mayor parte de su existencia diaria.

Sus obras se cotizan desde los 20 centavos en adelante, dependiendo del tamaño. Los compradores son quien más beneficios obtienen. Por ejemplo, una bota de barro de 15 centímetros de alto por 20 de ancho se vende en 80 centavos.

Después el intermediario se encargará de hornear la pieza, la pintará y venderá hasta en 4 dólares.

El enorme esfuerzo y los pocos ingresos no le han impedido sacar adelante a sus siete hijos, a pesar de su vida de privaciones económicas y profundas tristezas. La más reciente es la partida de su esposa hace cuatro años. Ella, según explica, no comprendió su pasión por el barro y lo abandonó para buscar una vida mejor.

A cambio se llenó con el cariño inmenso que siente por sus hijas y busca con su talento asegurarles un futuro mejor. “Es muy bueno y cuida de nosotras. A pesar de su pobreza se las ingenia para que nunca nos falte nada”, asegura inundada de un profundo cariño Bianca, una de las dos hijas que aún viven con él.

“Las otras se casaron y espero que mi Dios las guarde siempre”, dice Palomino, para quien ser padre y madre se convirtió en la experiencia más difícil, pero igual de enriquecedora.

Su labor ya se conoce en todo el país, gracias a un programa de televisón en el que participó a principios de 2013. Hace seis meses empezó sus viajes al Coca (Orellana) para dictar talleres de alfarería. Allá le sorprende ver que haya arcilla y barro de la mejor calidad y no se los aproveche adecuadamente.

Le entusiasma profundamente la idea de hacer de sus alumnas unas expertas artesanas que exporten el producto y generen empleo. Es que para Palomino no hay nada más hermoso que trasmitir sus conocimientos y aprender de los demás.

Su mayor sueño es fundar una organización que impulse a los artesanos en una meta común. “Tengo fe en que un día el Ministerio de Cultura me ayude a compartir mi saber con más gente para beneficiarla, sin egoísmos”, asegura.

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