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El presidente de la Real Audiencia era como un rey

El presidente de la Real Audiencia era como un rey
07 de febrero de 2016 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, Historiador

El Camino Real que llegaba a la villa de Hambato desde San José de Chimbo, y la salida hacia el pueblo de Pelileo, desde 2 días antes de la llegada  de  Don  José García León y Pizarro, procedente de Cartagena,  Panamá y Guayaquil, estaba lleno de arcos triunfales fabricados con guirnaldas de flores, amarrados en maderas de chaguarqueros.

Rosas de Castilla, varsobias, cogollos de huicundos rojos, se entremezclaban con ramajes de pumamaquis, retamas, amancayes, ramitas de molle enracimadas de sus frutos menudos.

Los musgos del ‘salvaje’ con claveles rojos y largas guías de guirnaldas de purupuros rojos encendidos, y de las guías de tagsog que caían como campanas, competían, en fin, en tantos arcos hechos para que pasaran sonrientes conjuntamente con su caballo, el nuevo Presidente de la Real Audiencia, quien venía a posesionarse en su cargo.

Los indios eran expertos en fabricación de guirnaldas para adular la vista de sus señores mandones.

Hasta había arcos con mortiños bajados de los páramos con ramas de flores y de pepas de los chaguarqueros que para el mes de noviembre ya estaban maduros.

Un arco especial todavía no estaba decorado, pero en su estructura había muchas papas y guirnaldas hechas con mellocos rojos y amarillos, con mashuas amarillas ensartadas en cordeles.

Los indios decían que en este arco iban a poner el día que llegara el amo Presidente, como cincuenta cuyes asados para llamar a la fecundidad que iba a necesitar el amo.

Más adelante estaba el arco de los tomates con ají mishqui-uchu de los indios de Patate y Pelileo, y en sus ángulos se veían suspendidas las botijas de aguardiente de caña de Castilla.

El arco de los de Quinchicoto tenía ají rocoto redondo, del rojo y del amarillo, con guirnaldas de mellocos. En algunos recodos de los caminos habían puesto algunos altares exhibiendo las sábanas talqueadas y cortinajes tejidos con palillo.

La imagen de San Joseph y de la Magdalena, en bulto, tenían la mirada puesta por la falda del nevado Chimborazo, en espera del arribo de la autoridad enviada por el adorado Monarca. Don Antonio Solano y don Baltasar Carriedo pasaban de un lado a otro montados en sus sendos caballos, inspeccionando que las cosas estuvieran a punto para recibir al personaje. Un conjunto de músicos indios con caracoles, bocinas, hojas de capulí, pífanos, flautas y pingullos tetrafónicos competían con otro conjunto de arpas y guitarras. Ellos ponían la ilusión de la fiesta en el ambiente.

El día del arribo, todos los indios y las indias de los obrajes de Huachi y San Ildefonso, más la gente de todos lados, estaban a los costados del Camino Real en espera de la autoridad, preparados para lanzar sus vivas y aplausos. Debían gritar: “Que Dios Guarde muchos años entre nosotros, señor Presidente”, según les habían instruido los mayordomos.

Las cholas de Guachi y de Santa Rosa tenían suficiente chagrillo hecho con pétalos de flores silvestres, muy perfumadas, para lanzar en la procesión que estaba planificada para el momento de la llegada de don García León y Pizarro…

Ya llega, ya viene, es él, se oía a la gente. Y le lanzaban los pétalos de flores al señor Presidente que venía cabalgando y saludando a todos.

Estaba con un calzón de damasco, negro, con armador de chamelote plateado con su tahalí de picote anteado y guarnecido con puntas negras, y pretina, guarnecido todo con puntas negras.

Este Chamelote que también se decía camelote, estaba puesto, porque era un impermeable que en esa época se hacía con pelo de camello, y después con pelo de cabra mezclado con lana de oveja de Castilla, debido a que repentinamente podía caer un aguacero.

El tahalí o esa tira de cuero lucía como banda de reina, bajaba por el hombro a la cintura y le servía para poner la espada de plata que le habían obsequiado en vez de lo que después cambiaron por entregar la llave de la ciudad.

Solano de la Sala le había prestado su caballo todo enjaezado y lleno de elegancia en los aperos: la silla polaca adornada con rosas en plata labrada, las tarabas de bronce, las espuelas de plata con chispitas de diamante y el freno también de plata con sus riendas de seda.

Las borlas con las insignias reales colgaban de las crines del caballo y hasta de la gurupera pendían grandes borlas de lanas brillantes. El caballo herrado mostraba su garboso paso y el brillo de sus cascos relucientes, en cuyos tobillos también se habían puesto las borlas reales.

El populacho le gritaba sus consignas y le lanzaba flores. Su rostro era el resumen de los esfuerzos y el espejo de los adulos de la gente…

Una carreta engalanada con flores y con frutas tirada por bueyes pasaba a continuación. Los bueyes iban con espejuelos oscuros de vidrios azules que hacían de gafas.

Cuatro señoritas iban sentadas a las esquinas de la carreta. Una era de la familia de don Constantino Velasco; otra del Capitán don Juan Francisco de la Vega que era Justicia mayor del asiento de Tacunga.

También estaba una muchacha hija de don Juan Muñoz Chamorro y una hermana de don Francisco de la Lama. Venían de musas griegas llenas de flores en la cabeza y gasas blancas ceñidas a su busto donde se habían colocado cestos de frutas.

 Y en el centro, de pie,  vestida de sirena, estaba la señorita Mariño con un traje de escamas, notoriamente embarazada, simbolizando a la diosa de la fecundidad de la villa.

La gente aplaudía a la comparsa de músicos con una diablada que pasaba a continuación. Horripilantes máscaras asustaban. Eran los diablos de las octavas de Corpus Cristi que habían llegado disfrazados desde Píllaro y Pelileo. Parecían recién salidos del infierno. (I)

Lo estrambótico de Frígida Santos Nidos del Estoque

En el cortejo de bienvenida resaltaba una mujer de apellido y costumbres raras que había llegado de Quito para avecindarse por Mochapata. Ella y su marido estaban en una carroza engalanada con abundante  paja, huicundos y quishuguares que simbolizaban su hacienda. Parada sobre una piedra iba ella con un inmenso peinado donde había metido nidos de quindes y hasta unos grandes nidos de mirlos y de curiquingues. Su pelo era un promontorio de nubes desigualadas y desigualatadas donde había colocado tanta fabricación de las aves, algunos de ellos con huevos incluidos y con el guano de los polluelos que los habían abandonado. Ella se había vestido de tronco, con su robusto talle y esas dos piernas que representaban a las raíces retorcidas de un centenario árbol de capulí. Por todos lados se habían formado espléndidos horcones como para subirse fácilmente en busca de sus nidos: en las corvas de sus rodillas, entre las partes pudendas, en sus axilas. Se le notaban cáscaras leñosas en su trasero y esas lágrimas gelatinosas que tienen los árboles viejos de capulí, metiéndose en su pubis. Alzaba sus brazos y en sus manos estaban colgadas las guayungas de maíces de todos los colores. La gente se entusiasmó y le gritaba vivas. Era la señora Frígida Santos Nidos del Estoque y su marido Joseph de Torres… ( de mi novela Mazorra). (I)

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