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El cuencano que fue presidente de Perú

Lamar vagó en vida y muerte por varias patrias

Lamar vagó en vida y muerte por varias patrias
05 de marzo de 2016 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, Historiador

Vestida con unos trajes diferentes y multicolores, una señora que hablaba achicando las palabras y parpadeando unos ojos enormes que decían que los trajo del Caribe había llegado a la fiesta del Coronel. Esto ocurrió al día siguiente de la fecha que se tenía prevista.

Cuando llegó a la casona riobambeña, ella encontró que estaban velando en el salón a uno de los cadáveres. Según le dijeron, era de alguien que había concurrido y participado en la celebración.

A ella le daba igual no saber el nombre de los difuntos, pero fue advertida que no averiguara esto por razones del escándalo público. Son muertos y nada más. Sus nombres se han apagado con sus vidas. Pasarán a la posteridad como cadáveres sin importancia, porque fueron de gente común: pobres de solemnidad.

Son cadáveres que caen en estos encuentros de próceres y de libertadores, con la ventaja de que aquí van a tener quien les dé una inmediata y cristiana sepultura. No serán carroña de gallinazos que quedan sin nombre en los campos de batalla, le argumentaron.

La señora también dijo llamarse Otoya y nada más. Tenía labios de poesía  humedecidos por los ríos Damas y Tiribí de su tierra,  y en todos sus movimientos había acentos de diversos mares.

Se había sentado junto al féretro del cadáver desconocido a platicar con el muerto anónimo. Se comportaba como si se tratara de un antiguo confidente y amigo. Bajo la luz asustadiza de una vela que chisporroteaba quemando alas de mariposillas y zancudos, se puso a contarle al cadáver sobre vidas de soldados. Luego sobre sus soledades después de los triunfos, sobre inevitables traiciones y consabidas expatriaciones en aquel tiempo.

Decidí viajar aquí para contarles de mi muerto. No pensé venir a la fiesta para celebrar con quienes quedan con vida después de participar en tantas guerras. He viajado por los mares del Sur cargando mi último amor dentro de un inmortal cadáver. Me han acompañado las olas y los vientos, y un infinito séquito de peces ha resbalado por meses en mi alma, lavando mis angustias solitarias.

Estando en el mar, viajaba diciéndole a mi cadáver, que solo estando en tierra existe el dolor del expatriado. El mar es un territorio en el que no se conoce de patrias, o una sola patria sin territorios.

Y acudían a mi mente ideas de agua, tales como las lágrimas. Infinitos peces en cardúmenes  nos perseguían. Miles de pececillos hechos de lágrimas eran un séquito que nos acompañaba.

Al principio pensé que podían ser copiosos llantos por la muerte de un soldado independizador de un continente, como yo creo que lo fue mi idolatrado muerto. Después se me ocurrió que serían balas y más balas que viajaban con sus odios bajo el agua. ¿Y si son los engendros de la sedición y las traiciones? No puede ser, me autoconsolaba.

¿Y si son cardúmenes de caídos en las guerras europeas que comandó desde cuando tuvo 16 años  mi amado muerto? ¿Serán los ojos de 4 mil soldados que comandó en las guerras contra Francia? El ‘Columna Lamar’ se denominaba.

¿De quiénes mismo son los cardúmenes? ¿Lágrimas de amor o de odio? ¿Y si son los ojos de los soldados peruanos buscando a sus propios cuencos en esa guerra dispersiva practicada entre puertos?

Sentada frente al ataúd y al vaivén de las olas, me sentía viajar con un cofre repleto de recuerdos a los que no se podía dar sepultura. Tal era mi pasión que, debido a los días y noches entre las olas del mar, a veces, hasta oía que me hablaba. Me  hacía ver lo que mis ojos no alcanzaban a otear en el horizonte.

Él me decía que veía cómo volaban dos gaviotas sobre el río Guayas; y también me decía que yo era la tercera que viajaba con su cadáver. Y se ponía a delirar contándome que a veces sus gaviotas volaban sin plumas y sin canto.

Y a veces hasta sin nombre; pero que siempre volaban sin el peso de sus cuerpos. Me repetía: la una vuela para Lima, la otra vuela a Santiago de Cartago en Costa Rica. Vuelan y regresan a estar siempre solas en Guayaquil, acurrucadas bajo la lluvia. Me repetía que las dos hacían el nido por las noches, pero que al amanecer, en vez de huevos encontraban balas.

Y  de nuevo me hablaba muy despacito y al oído: la tercera llora lágrimas de sal.

Me hacía comprender que en esos tiempos, en Guayaquil, las mujeres nacían en unas cajas forradas de largas aristocracias. ¿Sabes de un muerto sin nombre?

La identidad del muerto

Mi muerto se llamaba José Domingo La Mar y Cortázar. Me han dicho que debo ir a recoger para su memoria, un nido de rifles en Cuenca, donde nació un 12 de mayo de 1776 y que tiene ascendencia guayaquileña. Y que también debo preocuparme porque ha dejado un libro de leyes en su palacio de gobernante del Perú.

Te cuento que cuando abrió su maletero de desterrado, en Costa Rica, encontró que estaba lleno de traiciones. Por eso decidió morir de soledad más que de tristeza.

Murió de impotencia más que de rabia el 11 de diciembre de 1830, allá, lejos de nadie. Fue después de haber sido gloria de España, donde tuvo cuatro mil hombres a su mando contra los franceses; y gloria negociada para el Perú.

Al sincerarse conmigo, me dijo que su prima Josefa Rosa Nicolasa de Rocafuerte y Rodríguez de Bejarano, que había nacido en Guayaquil el 2 de septiembre de 1781, debía  ser su primera esposa. Esto acorde a su rango de insigne militar.

De este modo, su primo Vicente Rocafuerte Bejarano sería también su cuñado. Él había llegado a ser  Presidente del Ecuador. Su entrañable amigo el poeta José Joaquín de Olmedo le había visitado en su hacienda de Buijo y le había nombrado Comandante General de Armas de Guayaquil el 14 de enero de 1822.

Un sábado 20 de abril de ese año, dijo, le ascendieron a Gran Mariscal, por gratitud del pueblo peruano y por disposición de Su Excelencia Don José Bernardo de Tagle Portocarrero, encargado del poder. Esto sucedió mientras San Martín se entrevistaba con Bolívar en Guayaquil.

Nunca me contó qué cosas se dirían entre el propio La Mar y Bolívar en Guaranda el 2 de julio de 1822. Colombia no quería que Guayaquil fuera un estado independiente, eso me recalcaba.

Por eso había recogido sus armas y había viajado al Perú. Como él no tenía tiempo para matrimonios, se reía cuando conversaba que le habían ayudado a contraer nupcias mediante un poder firmado un 6 de noviembre de 1822. Entre fiebres y delirios, la esposa habría dormido con sobresaltos.

En vez de esposo, el 22 de abril de 1826, le llegó la muerte. Decían que a ella la habían enterrado en un ataúd blanco porque así las recibe la muerte cuando las mujeres mueren yermas. No es bueno que los altos militares vivan sin esposa. Se oxidarían las medallas.

No tendrían quién les llore en sus partidas, ni quien pida perdón a Dios por sus matanzas. Tampoco es bueno que pasen a la historia como uno más de los gobernantes tristes, parecía oír que le decía desde el ataúd  el muerto sin nombre.

Otoya le respondía: su familia le había apoyado para que se casara, entonces, con su sobrina carnal.

Ella tenía los nombres apropiados para agradar a Dios y al Gran Mariscal: María de los Ángeles Dolores Pía de Elizalde y La Mar. Ella también había sido bautizada en la iglesia Matriz de Guayaquil, un 11 de julio de 1793. (O)

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Segunda esposa también reclamaba

Francisca Otoya entregó los restos a Perú en 1845

Francisca Otoya, la dama que hablaba con el muerto (Lamar) le había propuesto casarse en la iglesia de Alajuela. Se habían conocido en Piura. “Me contestó que al estar expatriado en Costa Rica, tenía que dejar las cosas al tiempo, porque como todo hombre de guerras, nunca estaba seguro de su vida”. Y allá se le adelantó la muerte el 11 de octubre de 1830. Ella también debía casarse por poder, pero por el pudor se quedó virgen.

“Yo he venido a esta fiesta a contar cómo en el funeral, seis esclavos negros cargaron el ataúd de quien combatiendo en tantas independencias no les hizo libres. Delante de su féretro le lloraron: un regio caballo blanco adornado con colores de banderas y borlas de hilos de oro; y el chivo domesticado  traído del Cusco que miraba el féretro por última vez, parándose en sus dos patas.  

Yo soy la Otoya que carga los restos de su bello muerto por diferentes patrias del Pacífico, en estos tiempos que todo infierno quiere tener el rango de república. La gente de Piura le puso manojos de espinas en su tumba. Finalmente sus huesos se acomodan más en la memoria del Perú”. En 1845, Otoya entregó los restos a Perú, que eran también reclamados por el gobierno ecuatoriano y la señorita Ángela Elizalde, su segunda esposa guayaquileña. (O)

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