Wilson Sánchez, de 18 años, ante la pregunta: ¿Hasta qué edad desearías vivir? Responde: “No quisiera llegar a muy viejo; hasta cuando pueda hacer las cosas por mi cuenta, sin depender de nadie. Eso no me gusta”.

Pilar Rodríguez tiene 32 años más que Wilson, pero su respuesta ante la misma interrogante es similar: “No quisiera ser una carga para los demás, en especial para mis hijos; quisiera que ellos vivan sin preocuparse por mi cuidado y peor que se afecte sus vidas”.

Juana Fernández cumplió en diciembre 80 años y en su vida está presente, más que en los testimonios anteriores, la inquietud hasta cuándo “vale la pena vivir”. “Ya estoy vieja, soy una carga para mis hijos; mi salud está afectada, no puedo salir como antes, aunque todavía puedo hacer las cosas sola en mi casa, ya no es lo mismo; no quiero ser una molestia”.

El sentimiento de ser una carga en la vejez está presente en todas las edades. Está allí por igual en los jóvenes, adultos y en los adultos mayores. En las repercusiones físicas y emocionales sí existen diferencias: son más profundas en los enfermos o con alguna discapacidad.

‘Ser una carga’, al parecer, rebasa todo el amor y esfuerzo que una persona dedicó durante su vida anterior a la vejez por sus familiares y amigos. Este concepto en las personas adultas mayores adquiere otras dimensiones, pues se ubica en el plano de la construcción de una identidad de la vejez.

El significado de sentirse una ‘carga’ en la vejez está ligado a la discapacidad, pérdida de autonomía y es un sentimiento que se construye socialmente en la medida que influyen elementos culturales, ideológicos, de valores y de clase social, que nos llevan a pensar que no se puede hablar de las personas mayores como un todo homogéneo, menciona María Concepción Arroyo Rueda, maestra en Terapia Familiar de la Universidad Juárez, México, y quien realizó un amplio estudio sobre este tema.

“El constituirse como personas que representan una ‘carga’ para la familia y para la sociedad incluye elementos tanto individuales como sociales de los que no es fácil sustraerse; esto es, elementos simbólicos que generan representaciones sociales de los adultos mayores como personas con poco valor, seres ‘inútiles, que ya no sirven para nada, que son un estorbo’. Estos discursos son interiorizados por todos y se reproducen en la vida cotidiana, sobre todo a partir de la jubilación o retiro de la actividad laboral”.

María Concepción Arroyo considera que la percepción de ser “una carga” se vincula estrechamente con un valor social de gran relevancia: el trabajo, el cual al dejar de realizarlo, el individuo pierde aprecio por sí mismo y estima social.

Desde la perspectiva de la ética del trabajo surgen dos premisas: la primera, argumenta que el trabajo es una forma de obtener lo necesario para vivir y ser feliz, para ello hay que hacer algo que los demás consideren valioso y digno de un pago. La segunda hace alusión a que no es digno descansar, salvo para reunir fuerzas y seguir trabajando. Trabajar es un valor en sí mismo, una actividad noble, jerarquizadora y “normal” para los seres humanos. Sin embargo, en el caso de las personas mayores este valor entra en crisis al no poderlo mantener vigente.

¿Una realidad construida o inventada?

Específicamente en el caso de los varones, el retiro de la actividad laboral no solo tiene que ver con la estructura básica de procesos económicos, con la pertenencia a ciertas posiciones sociales, también está ligado a procesos microsociales y a la estructura del mundo de la vida, por ello es que adquiere tal importancia en la vejez, explica María Concepción Arroyo.

En el caso de las mujeres, la percepción de ser una carga es la misma que la de los varones, pero el origen difiere un tanto. El trabajo de las mujeres, en algunos casos, no es formal y está ligado a la economía, sino que se trata de una labor doméstica, de cuidado, al servicio de los otros y, ocasionalmente, tareas relacionadas con una empresa familiar, como es el caso de campesinos o agricultores.

“Aún con estas características, el trabajo o actividad laboral femenina también se legitima socialmente, pues forma parte de una socialización primaria de la propia imagen materna, lo que implica una representación de la experiencia femenina misma”.

En los dos casos, dice la especialista mexicana, trabajo masculino y actividad femenina, adquieren fuerza como valores sociales, que dan sentido y significado a su experiencia subjetiva de vida. También presenta una importante dimensión emocional en el sentimiento de “carga”, pues además del elemento cognitivo, tiene el componente emocional: surge de un discurso de déficit y deterioro. Es decir, que en hombres y mujeres “se integran las voces internas, subjetivas y los discursos sociales que devalúan a aquellos que ya no son autónomos, autosuficientes. Dichos discursos provienen principalmente de la propia familia y de los profesionales de la salud”.

Sentirse una “carga” o no en la vejez, está ligado a las creencias individuales y a externas que definen para cada edad determinada identidad y roles que deben cumplirse.
Si sobre el envejecimiento y la vejez en sí existe una mirada negativa, exclusión y maltrato, difícilmente se puede pensar que llegar a esta edad no significa ser una “carga” no solo para la familia sino también para la sociedad. Este concepto, lamentablemente, opaca la posibilidad de mirar el potencial existente en los adultos mayores. (I)