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Las señales que el paso del tiempo van dejando en el cuerpo evocan desencuentro

Llegar a la vejez no es un impedimento para vivir con plenitud, para compartir entre amigos. Con todas las limitaciones que se pueden presentar, es una etapa que genera mucho disfrute y alegría.
Llegar a la vejez no es un impedimento para vivir con plenitud, para compartir entre amigos. Con todas las limitaciones que se pueden presentar, es una etapa que genera mucho disfrute y alegría.
Foto: Eduardo Escobar / El Telégrafo
22 de octubre de 2016 - 00:00 - Palabra Mayor

El envejecimiento genera una serie de cambios que van desde lo emocional hasta lo físico. Cada persona es un mundo, el protagonista de su historia de vida.

Llegar a la vejez, a la tercera edad,  a ser un adulto mayor, anciano o viejo, como se le quiera llamar, ha sido poco estudiado por los teóricos del desarrollo y como tendencia se presenta como etapa de involución, determinada por pérdidas o trastornos de los sistemas sensorio-motrices y no como una auténtica etapa del desarrollo humano.

Este período etario se ubica alrededor de los 60 años y se lo relaciona con jubilación laboral. Sin embargo, por el incremento de la esperanza de vida, ahora se habla de una cuarta edad. Es decir, quienes pasan de los 80 años.

La sociedad actual no dispone todavía de una cultura de la vejez. De ahí que en muchos contextos culturales el adulto mayor no sea valorado y se lo considere como alguien que llega a su fin y no como un ser humano que tiene el mérito de haber recorrido un largo camino.

Esta situación se refleja en el llamado modelo del viejismo y el paradigma del cuerpo joven, imperando por un lado el desarrollo de la vida en términos de comienzo, plenitud, y decadencia, por la otra.

Como lo menciona en su blog Eleonora Carrazco, especialista en gerontología, en nuestra cultura las señales que el paso del tiempo van dejando en el cuerpo son evocadoras de displacer, de conflicto o desencuentro.

Sería quizás importante considerar la intersección subjetividad-cultura. ¿Son nuestros adultos mayores valorados como bastiones de la tradición? ¿Como portadores de sabiduría? ¿O eslabones en la cadena intergeneracional?

Más que esto me arriesgaría a decir que se va construyendo una representación social relacionada con padecimientos, achaques, declinación física, sexual, de cambios en los hábitos del sueño o la comida, conformando esta sinonimia: vejez igual a enfermedad.

Podríamos seguir con el listado: decadencia, rigidez, falta de memoria, o sea lo más parecido a una enfermedad degenerativa, incluso hasta por aquellos que trabajan en los sectores de educación o salud.

Acostumbrados a desnaturalizar aquello que quiere imponerse con visión de certeza, recurrimos a nuestros propios modelos de envejecimiento, o sea a los viejos que llevamos dentro: padres, abuelos, amigos y descubrimos cuánto de estereotipia se cierne sobre este discurso.   

Sería imposible negar las transformaciones que evidentemente se manifiestan en el nivel de la estructura y la fisiología corporal, pero sin dejar de pensar que cada sujeto es único, y que cuando a proceso de envejecimiento nos referimos no podemos ingresar en el terreno de las generalizaciones.

Y es allí donde desmentimos esta configuración imaginaria colectiva con respecto a esta etapa y sus efectos en el cuerpo.

El doctor Leopoldo Salvarezza denomina viejismo a este prejuicio, o sea juicio previo que se le sobreagrega a toda persona por el hecho de portar años, que es estigmatizador, a todas luces. Esta mirada del otro a través de la dialéctica identificatoria hace mella en el psiquismo individual y va construyendo esta certeza antes mencionada, de allí que sea una etapa tan negada.

P. Ariès, historiador francés, dice que la sociedad descansa sobre tres negaciones: la muerte, la vejez, y el rechazo de los niños.

Pero sin remontarnos a la historia de la vejez, a cómo en cada etapa se la ha valorado o significado, podemos afirmar que las teorías, los prejuicios, encarnan en nosotros más allá de que expresemos su rechazo, de que nos resistamos mediante lecturas o la adopción de modelos edificantes.

En realidad, a diario se comprueba que pareciera no existir bálsamo para estas fantasías, incluso, porque hay toda una industria elaborando productos para hacernos sentir cada día más jóvenes y bellos. El intento de detener el reloj es una de las crisis más conocidas dentro de la mediana edad.

Esto retroalimentado por una cultura que registra un debilitamiento en todos aquellos valores o ideales asociados a fines más altruistas, como la solidaridad, los afectos, la espiritualidad. Y diría que este es el gran problema del adulto mayor.   

El doctor H. Ey lo decía: el problema de adaptación a esta etapa tiene ahora el sobreagregado de adaptación no solo al cuerpo, a la etapa, sino a una cultura que ve al cuerpo no como a decir de Galeano -como una fiesta- sino como un producto más para ser consumido.

Por consiguiente, al no encarnar ya la belleza, la lozanía, el vigor, la fuerza, que son los rasgos sobreestimados de la época, los cambios que se dan en su cuerpo serán vivenciados con toda eficacia traumática.

El afecto en la vejez

Maggie Khun, líder de un grupo de activistas, los Grays Phanters, portaba una pancarta que decía: Tocadme, las arrugas no son contagiosas. Es común observar en la práctica con adultos cómo cualquier actividad que se realice necesita de estar sostenida por el contacto corporal, otro tipo de mediación, los afectos generan efectos.

Este latir con el otro, palma a palma, o a través del abrazo, la caricia, se opone a esta lógica visual de estos tiempos que es tan devastadora. El cuerpo, como dice Galeano, siempre es una fiesta; generalmente digo: utilicemos el puente del contacto corporal que les permite ir al rescate de una sensorialidad placentera, de movilizaciones afectivas y de una conexión saludable con la representación corporal. (I)

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