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Una escuela y la capilla son su patrimonio

14 familias dieron vida a Soñaderos

María Esparza (65 años) llegó a Soñaderos a los 5 años, cuando sus padres dejaron Loja para buscar un futuro más próspero. Foto: Geovanna Melendres / El Telégrafo
María Esparza (65 años) llegó a Soñaderos a los 5 años, cuando sus padres dejaron Loja para buscar un futuro más próspero. Foto: Geovanna Melendres / El Telégrafo
21 de abril de 2015 - 00:00 -

Cada paso suena a chapoteo. Un camino estrecho y humedecido por la lluvia se desprende al lado derecho de la vía que conduce a Loja. Es la única vía de acceso al poblado más pequeño de Zamora que, en la década de los 40, fue la puerta de acceso al sur de la Amazonía.

Sobre la ladera, cubierta de una  vegetación espesa, dos casas aparecen, distantes entre sí, separadas por una vertiente. El sonido del agua, que más adelante se conectará con el río Zamora, oculta el tránsito de las volquetas que por la avenida principal transportan material hasta la hidroeléctrica Delsitanisagua, cuya construcción al otro lado del río empezó en 2011.  

Sobre esa ladera está Soñaderos, un barrio de 14 familias que surgió de la migración. Todos llegaron desde Loja huyendo de la ‘esclavitud’ que significó para ellos nacer y crecer en las haciendas de las familias más ricas de esa provincia, donde eran peones. Y aunque sus necesidades aún son muchas, de su entorno extraen su sustento.

Al pie de la única escuela de Soñaderos están Martha Capa y sus dos hermanas; reúnen en una caja de cartón las botellas plásticas que el agua arrinconó entre los matorrales. Por cada quintal les pagarán $5, dinero que ayudará a  la manutención de sus 10 hermanos.

Ella estudia en Zamora con la intención de montar su propio salón de belleza. Sus hermanos menores aún estudian en la escuela de la localidad, pero Dolores, de 15 años, dejó el colegio. “El dinero no alcanza para todos”, dice Martha, quien este año cumplió 18.

Su casa está a unos 200 metros de la escuela. En el patio, cercado por la maleza, corretean patos y gallinas, mientras un gato merodea. Su madre, una mujer de rostro duro y manos firmes, les echa maíz y ahuyenta al gato, que se desliza hacia la casa. Sentado sobre la grada que da al pasillo está su padre, un hombre delgado y de pequeños ojos negros que se disculpa porque aún se recupera de los festejos por San José, el patrono de la comunidad. Los 2 hablan poco y las fotografías no son de su agrado.

La familia llegó hace 17 años desde Cajanuma -un pequeño poblado del sur de Loja- motivada por una oferta de trabajo. Hoy cuidan una finca en donde siembran arveja, maíz y yuca. Lo que la tierra les provee más la venta de algunas aves les permite sostener su hogar.

El lugar de las revelaciones

En Zamora, capital de la provincia de las cascadas, pocos tienen referencia sobre Soñaderos, ubicado a 15 minutos de la ciudad. María Esparza, hoy de 65 años, es una de las primeras moradoras. Llegó desde Loja cuando tenía 5 años, montada sobre una yegua y apoyada en sacos de ropa. Dos días tomó el periplo.

Aún recuerda el llanto de sus padres, despidiéndose de la familia  con el temor de no verlos de nuevo.

“Sentíamos frío, hambre y cansancio. Ahora comprendo la aventura que emprendimos con mis padres”, sostiene María, una mujer alegre, de larga cabellera y amante de las flores.

Sus padres huyeron de la esclavitud. Desde que nacieron trabajaron en la hacienda de una de las familias más acomodadas de Loja. Y el futuro de María y sus 6 hermanas mayores habría sido el mismo, por lo que sus padres decidieron migrar hacia la Amazonía en busca de una vida próspera.

 ¿Por qué ir a Soñaderos? En aquella época la Amazonía era un mundo desconocido, sin vías carrozables y poco poblado. Esa ladera, ubicada  en lo alto del río Zamora, era una parada obligatoria para descansar y recuperar el ánimo. Con el tiempo, quienes siguieron esa ruta, empezaron a comentar que durante esas noches de descanso la riqueza de la Amazonía se revelaba en los sueños. Así recuperaban la fe y continuaban el periplo. Desde entonces el lugar se conoce como Soñaderos.

Y fue esa esperanza la que motivó a los padres de María a levantar una modesta cabaña. El trabajo en el campo, al que sus padres estaban acostumbrados, no dejó de ser duro,  pero esta vez sería para sí mismos.

Gracias a ese esfuerzo, sus hermanas lograron ir a la escuela, algo que en Loja era imposible. María todavía recuerda cómo su madre colocaba un lienzo sobre el tiesto y lo bañaba con ceniza y kérex para alumbrar la mesa donde hacían los deberes.  Hoy, María vive junto a su esposo y nietos en una modesta casa de cemento junto a la avenida principal. Lejos quedaron los años de escasez, pero lamenta que los más jóvenes no valoren las comodidades que tienen en su entorno. Su terreno está en la parte alta de la ladera, donde crece el ganado que constituye su principal sustento.   

11 niños en un aula

Junto a la capilla de San José, a quien rinden homenaje cada 19 de marzo, sobrevive la escuela Alonso de Mercadillo. Son las 10:30 de un lunes y los más pequeños juegan fútbol con un balón cubierto de musgo que se encontraron en la maleza. Se turnan posiciones y una pequeña de cabello negro y lacio protege el arco. Los demás corren por el balón en medio de una cancha afectada por los años. Mientras desde el graderío, dos amigas conversan y observan el partido.  

30 minutos después retornan al aula. Jeaneth Patiño es la única docente y, al igual que los niños, usa botas de caucho para atravesar el lodo. Si la lluvia hubiera sido más fuerte -cuenta- habría sido imposible cruzar el río, que ese día guarda la apariencia de una débil vertiente.

Una sola aula acoge a los 11 estudiantes de 7 a 11 años que van. Una pizarra divide a los alumnos. De un lado está vacía, mientras los pequeños de 2º y 3º de Básica repasan su lectura, del otro lado están los trazos geométricos que aprenderán  en 4º y 5º año.

Mientras que al extremo derecho, colgada en la pared, está otra pizarra con  los números mixtos para los alumnos de 6º y 7º.

Sobre unos pupitres desgastados asientan sus textos. Inglés y computación son asignaturas pendientes que Patiño intenta compensar con lo poco que conoce y de vez en cuando les lleva su computador portátil para que se familiaricen.

La docente cuenta que hace 3 años, cuando ingresó al magisterio, eran 32 estudiantes y 3 maestras. Pero las carencias del plantel hicieron que varios padres trasladaran a sus hijos a escuelas de Zamora. Los libros de aquellos niños están hoy apilados en un rincón.

Para Angelito, de 7 años, aquello es indiferente. Él disfruta de leer, más aún si lee para sus 2 compañeritos de curso. Y su mayor ventaja es compartir, sin importar su edad,   compartir como amigos. (I)

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