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Una sociedad de vértigo no es hábitat para los versos

Una sociedad de vértigo no es hábitat para los versos
14 de septiembre de 2015 - 00:00 - Jéssica Zambrano Alvarado, Periodista

No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.

Piedad Bonnett, Las cicatrices

En Lo que no tiene nombre, la escritora colombiana Piedad Bonnett (Antioquia, Colombia 1957) se desangra. Reconstruye. Fantasea. Inventa. Le rinde un tributo a Daniel, su hijo muerto, el artista que ante la esquizofrenia dudó de su talento y cedió al impulso, a las voces que le pedían terminar con todo: se suicidó. Cuando Bonnett realizó el lanzamiento del libro, en Colombia, alrededor de seiscientas personas estaban ahí; algunas le pedían un autógrafo, otras solo la abrazaban. Dos años después de haber enterrado a su hijo, silenciosamente bajo la sombra de un árbol, ella sentía una especie de duelo colectivo. La exposición de su dolor había provocado algo distinto a aquello que se podría temer: que abrir su intimidad fuera considerado como un acto de mal gusto.

“Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión”, escribe Piedad Bonnett cuando habla de su proceso de escritura en aquella obra. Es una cita de Annie Ernaux, palabras que escribió en El acontecimiento, un libro en el que la escritora francesa habla abiertamente sobre la experiencia de su aborto. Casos así, que exponen el dolor personal, hay muchos en la literatura. El periodista español Alberto Gordo los llama “letras para llenar el vacío” en una columna para el suplemento El Cultural de El Mundo. Ahí menciona a El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, Memorias de una viuda, de Joyce Carol Oates; La invención de la soledad, de Paul Auster, y La isla del padre, de Fernando Marías, originada a partir de la muerte de su padre, pero que, según el autor, “es una celebración de la vida”. La lista es larga. Pero lejos de una espectacularización de la muerte, una que promueva el morbo, “el dolor es la gran palanca de la literatura”, como dijo el escritor y periodista español Sergio del Molino, luego de publicar Lo que a nadie le importa, una novela íntima y familiar que tuvo como disparador la muerte de su abuelo.

→Bonnett sabe que con un libro como Lo que no tiene nombre, se arriesga a ser malinterpretada y acusada. “La gente puede decir que estoy explotando mi historia personal. Me expongo al malentendido y a una agresión”. Pero también es consciente de que “si la literatura no tuviera riesgo, no valdría la pena”.

Bonnett vuelve a echar mano de Ernaux: “el hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello”. La autoexposición ha sido siempre una forma de hacer literatura. En una era en la que todo es sujeto de publicación y banalización en redes sociales, Bonnett se expone desde la selección detenida de las palabras “porque ellas son móviles; hablan siempre de manera distinta; no petrifican; no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”, escribe en el libro la autora a Daniel. Para el escritor ecuatoriano Javier Vásconez “Piedad Bonnett ha escrito un libro conmovedor, cuya temática es muy delicada para una madre, el suicidio de su hijo. Un joven artista que padecía esquizofrenia. Yo tuve la suerte de leerlo como jurado del Premio Rómulo Gallegos. Lo que más me llamó la atención es la forma en que está abordado un tema tan escabroso, pues no lo hace desde la reflexión ni desde la memoria, sino como una ‘historia narrada’, con un estilo sobrio y preciso”.

A propósito de Lo que no tiene nombre, el poeta y crítico literario Luis García Montero se pregunta hasta dónde puede llegar la literatura. “Piedad Bonnettt alcanza con las palabras los lugares más extremos de la existencia. La naturalidad y la extrañeza conviven en sus páginas igual que en su mirada conviven la sequedad de la inteligencia y el latido más intenso de la emoción. […] La gran literatura convierte la historia personal en una experiencia humana colectiva”, dice García, esbozando una respuesta.

Para Bonnett, la exposición es una constante en el quehacer literario. “La novela que parece más histórica y lejana, de alguna manera contiene elementos autobiográficos que, si quisieras ahondar en eso, puedes reconocer. Pero hay géneros que permiten que el escritor se camufle más, como la novela; y otros en los que se expone más, como la poesía”, dice. Para la autora, sin embargo, en los últimos tiempos hablar a través de la voz propia se ha revalorizado. Y entonces surgen muchos libros que son puramente testimoniales, como Lo que no tiene nombre o Mis rincones oscuros, una crónica en la que James Ellroy narró la historia del asesinato de su madre.

Bonnett es consciente de que con un libro como Lo que no tiene nombre, corre el riesgo de ser malinterpretada, y que se levanten los dedos acusadores, porque “la gente asocia literatura con mercantilismo”. Sin embargo, explica la autora, ese es más bien un fenómeno “que no tiene que ver con el escritor, sino con el sistema en el que está inscrito el escritor. La gente puede decir que estoy explotando mi historia personal. Me expongo al malentendido y a una agresión”. Pero, “si la literatura no tuviera riesgo, no valdría la pena”, sentencia. El escritor es como un explorador que cada día cambia de geografía. Es como vivir en un país en medio de la guerrilla. “La emoción nace de lo desconocido. Si un escritor se perpetúa en hacer lo que ya sabe hacer se convierte en un artesano, no en un artista”, dice Bonnett. Por eso, ella tampoco se perpetúa en un género literario. Prueba. Lo hace con el ensayo, la crónica, la poesía.

Piedad Bonnet empezó a escribir la citada novela quince o veinte días después de la muerte de Daniel. Después de entregar las cenizas de su hijo a la tierra, de ordenar el departamento donde vivió sus últimos días alternando los episodios de crisis esquizofrénica con las exigencias de la maestría en gerencia artes que cursaba. Tras constatar el orden de los objetos, la obsesión de siempre, y suponer que el impulso de correr desde la terraza, saltar al vacío para caer en el pavimento de la calle fue premeditado, la autora llegó a la conclusión de que “el suyo es un suicidio drástico, que no apuesta ni por un momento a la supervivencia”. Los días posteriores a la muerte de Daniel, los pasó en Italia repasando los apuntes que había escrito sobre su memoria. “Me pregunta, con los ojos muy abiertos, si eso es para siempre. Y yo, tragándome las lágrimas le contesto: —Sí, Dani, para siempre”, recordaría Bonnett sobre el momento en el que fue clara con su hijo para decirle el nombre de sus tormentos: esquizofrenia. Tras la muerte, Piedad Bonnett intenta retener la voz y el recuerdo móvil de su hijo. En principio, pensó que esa necesidad de dejar expuesto el recuerdo encajaría con la poesía.

No puedo dejar de asociar el convencimiento del enfermo de que el mundo les habla, con la pretensión de los poetas de poder ‘leer’ y las señales del mundo para luego ‘traducirlas’ en ritmos y en imágenes. Y me duelo del horrible parloteo del universo en los oídos de mi hijo y de saber que lo que para mí ha sido siempre un gozoso ejercicio de inmersión en la realidad, al agigantarse en su cabeza era para él tortura infernal, fuente de miedo.

Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre

El hábitat de los versos

Un día, Bonnett le dijo a su hijo: “Ve al mejor spa de Nueva York, que ahora soy rica”. Había ganado la undécima edición del Premio Casa de América de Poesía Americana. Era 2011 y era la última sesión de spa de Daniel. Más adelante, Bonnett ganó otros reconocimientos: el Poetas del Mundo Latino en 2012 y el premio a la escritora del año, otorgado por el Portal de Poesía Contemporánea en 2013. Para ella, la poesía es una necesidad que ha tenido siempre una pequeña parte de la humanidad; la concibe como una manera particular de acercarse a la realidad que no tienen la narrativa ni el teatro. Es el más simbólico de todos los géneros literarios, es un lenguaje que le exige al lector entrar en un mundo de palabras al que no está habituado.

Buscaba con pasión cada palabra y repetía los versos en voz alta para oír su música. En mis poemas siempre era de noche, había hombres que fumaban, barcos extraviados y suicidas. Era obvio que yo, que escondía con vergüenza mis poemas, no escribía, como los poetas a los que se refiere Kundera, para que mi rostro fuera amado y endosiado. Lo que quería decir era otra cosa: amarme a mí misma mientras los escribía. Quería que mi tristeza fuera bella.

Piedad Bonnett, El prestigio de la belleza

Si la poesía ha perdido prestigio, es porque se hizo difícil: el mundo se volvió ruidoso, como un zumbido que mató el hábitat natural para que crecieran los versos. En una sociedad vertiginosa donde —dice la autora— una persona no ha terminado de comprar un aparato electrónico cuando ya salió la nueva versión, lo que menos se propicia es aquello que necesita la poesía: el silencio, “un espacio de introspección y de entrega, que se parece un poco a la meditación”. Según Bonnett, una parte del público se desentendió de la lírica “porque cree que no tiene acceso o porque no le interesa sino vivir en la superficie. Pero siempre habrá un pequeño ejército de lectores multiplicando esa poesía”.

El frente de su narrativa

En la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, realizada en agosto de 2015, la escritora Gabriela Alemán le preguntó a Jorge Franco, Alonso Cueto y a Piedad Bonnett qué autores latinoamericanos influenciaron su literatura. La colombiana respondió que la tradición poética de su país era fuerte en ella: una de sus influencias fue Juan Manuel Roca, un poeta de la Generación Desencantada, autor de versos que crean un mundo de oscuridad y misterio. Bonnett lo leyó cuando tenía veinte años, y fue entonces cuando desarrolló un gusto por la tendencia surrealista. Cuando se trata de sus influencias en la narrativa, la cosa es distinta. En una entrevista con el medio digital La Estafeta del Viento, Bonnett explicaba que, mientras escribía su cuarta novela, los autores que la acompañaron fueron Doris Lessing, quien le despertó muchos de sus propios recuerdos, pero que a la vez le hizo comprender que lo que quería escribir no era un libro de memorias, sino una novela; o Juan José Millás, quien con El mundo “me dio esa visión mágica, fantástica, de la historia”; o Umberto Eco, a quien le leyó varios libros sobre la belleza y la fealdad. Es decir, sus referencias novelísticas no estaban en Colombia, ni sus intereses narrativos son los mismos que abundan en su país.

→La poesía ha perdido prestigio porque se hizo ‘difícil’: el mundo se volvió ruidoso. Ya no es hábitat para que crezca el verso. En una sociedad de vértigo donde una persona no acaba de comprar un aparato electrónico cuando ya salió la nueva versión, no se propicia lo que necesita la poesía: el silencio, “un espacio de introspección y de entrega, parecido a la meditación”.

En la Colombia del siglo XXI, el gran relato de la literatura y de otros lenguajes, de otras representaciones —el periodismo, el cine...— ha sido el conflicto social: la narconovela se ha impuesto en todos los frentes. Pero el interés de Bonnett transita por otro lado, “por un mundo muy poco tocado”. A la literatura colombiana actual “le interesa el sicariato, la cuestión puramente política. En algunas de mis novelas toco esos temas pero me interesa el alma de la clase media alta, los mundos privados, me interesa la burguesía ilustrada, por eso el mundo de la universidad me interesa. La universidad es una especie de burbuja que no logra conectarse con la realidad de afuera. Me parece que es un terreno de potencial libertad”.

Y pese a que sus intereses literarios no van por la vía del conflicto social, sí cree que los escritores —a los que considera intelectuales, “a pesar de que hay una tendencia de menospreciar el término”— tienen la obligación de involucrarse, señalar o hablar del conflicto. Por lo menos, hacerse una pregunta básica: “¿Queremos la guerra o la paz?”. Sin embargo, visibiliza una muralla: “Lo que pasa en estas sociedades es que no están educadas para el pensamiento ni para el debate”. La gente en Colombia ha perdido los matices, según la autora. “El gran público tiende a la simplificación porque los medios de comunicación los han entrenado para eso. Mira los titulares de los periódicos a ver si no son juicios preestablecidos sobre las cosas”.

La narrativa de Piedad Bonnett crea mundos que se evidencian arraigados profundamente en su experiencia vital, en su mirada como mujer de clase media en un país donde la vida cotidiana está contagiada por la violencia, la desigualdad y los conflictos. Aunque ese no sea su tema principal, es parte de su contexto. En El prestigio de la belleza, Bonnett narra una especie de falsa autobiografía, la historia de una niña que vive en una sociedad que rinde un culto excesivo a la belleza, y que de pronto descubre que los demás la consideran fea. A medida que avanza su historia, el contexto la golpea: las ideas religiosas a su alrededor, la enfermedad, el amor y la muerte... La realidad es aún peor de lo que imaginaba. Aquella incertidumbre es un rasgo insoslayable de la sociedad en la que ha crecido Bonnett. Sus relatos centrados en temas más bien individuales siguen siendo un reflejo de una sociedad atravesada por el conflicto social.

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