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De las palabras a los hechos

No más discursos ‘labiosos’

No más discursos ‘labiosos’
08 de febrero de 2016 - 00:00 - María del Pilar Cobo, Correctora de textos y lexicógrafa

Cuando una persona tiene mucha fluidez al hablar y convence fácilmente a sus interlocutores, se dice que tiene mucha labia. Esa palabra se usa también para referirse al discurso vacío, sin sentido, que puede convencer a un interlocutor ingenuo y fácilmente manipulable. Los profesores también la usan cuando los estudiantes llenan los exámenes con frases sin sentido, como si fueran fieles discípulos de Cantinflas. De hecho, también existe el verbo cantinflear, que se refiere a expresarse de una manera incongruente, es decir, con excesiva labia.

La cuestión es que la labia está presente en muchas situaciones, y los discursos, sobre todo los políticos, no se quedan atrás. Pensemos, por un momento, en todas las ocasiones en las que hemos tenido que aguantarnos un discurso larguísimo que nunca entendimos; en las que escuchamos a un ‘erudito’ hablar y hablar y hablar sin que en realidad dijera nada sustancioso, interesante o que nos quedara por lo menos rondando en la mente. Hemos mirado cómo las horas se van y las hojas que el conferencista o el demagogo tiene sobre el atril no se acaban nunca. Es una pesadilla porque sentimos que perdemos el tiempo en escuchar incongruencias, puro blablablá. Pensemos, por ejemplo, en todas las cosas importantes y realmente productivas que haríamos en nuestras vidas si no estuviéramos, algunos más o algunos menos, obligados a escuchar a personas labiosas cuya misión no es aportar sino aburrir, confundir o, simplemente, insultar.

La semana pasada, en la cumbre de la Celac, hubo un discurso que llamó la atención, el del vicepresidente de Honduras, Ricardo Álvarez. Este habló, precisamente, acerca de las largas horas que se van en escuchar discursos, y exhortó a sus colegas a que esas ideas bonitas que comparten en sus intervenciones no se queden en el papel. Sí, es que es muy fácil hablar, ‘meter labia’, decir cosas sin importar su verdadero sentido, su aplicación real. Los discursos en realidad deberían ser breves, porque ese tiempo que se pierde en hablar y hablar y hablar podría usarse de una manera práctica en hacer. Incluso, muchas veces, los discursos ni siquiera aportan sino que destruyen, en lugar de plantear ‘ideas bonitas’, quienes tienen el privilegio y el poder de utilizar el micrófono no hacen más que insultar, hacer quedar mal a otros. No le importa el interlocutor, no le importa la persona que tiene que ‘bancarse’ (un verbo muy adecuado que usan los argentinos) el discurso, lo que les importa es cómo ellos, desde su atril, pueden burlarse y desprestigiar al otro, que, a su vez, cuando tenga la oportunidad, hará lo mismo.

Hay una frase célebre y muy antigua (de 1647) que fue escrita por el jesuita Baltasar Gracián y que a mí me gusta mucho: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sería ideal que quien tiene el poder de hablar frente a un auditorio, de que lo escuchen muchas personas, tenga en cuenta esta máxima. Seamos breves, concisos en lo que decimos. Si lo practicamos, seguramente aquello que digamos sea inteligente, valioso y un verdadero aporte para quien nos escucha.

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