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Niní Marshall: Una señora de casa que se hizo la graciosa

Niní Marshall: Una señora de casa que se hizo la graciosa
11 de abril de 2016 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

Hay pocas cosas más inútiles que explicar un chiste. Una de ellas, probablemente, es buscar precisiones sobre los impulsos que rigen el humor y la risa. “Los más grandes pensadores, a partir de Aristóteles, han estudiado este sutil problema. Todos lo han visto sustraerse a su esfuerzo”, escribió el francés Henri Bergson en uno de los más conocidos ensayos sobre el tema. Y dado que no somos grandes pensadores no persistiremos en el intento, que por lo demás suele resultar muy poco gracioso.

Sucede que analizar la comicidad casi nunca habilita a ejercerla con un mínimo de eficacia. Implica “ponerse serio” y comenzar perdiendo un combate desigual. Los filósofos, según apunta Bergson, parecen haber tenido mejor suerte con el sentido de la vida que con el sentido del humor. Mientras que las afables jerarquías católicas, que durante siglos consideraron que “entre todas las formas malignas de expresión, la risa es la peor” (Regula Magistri, Siglo VI), vieron esfumarse entre carcajadas socarronas sus intentos persecutorios o represivos. A los humoristas y cómicos, en tanto, jamás les importó demasiado teorizar sobre su actividad: se saben graciosos y ya, como quien nace con las orejas grandes o el cabello oscuro.

Escurridizo, ambiguo, políticamente incorrecto e impredecible —¿podría causar gracia aquello que no cumpliese al menos con uno de estos requisitos?—, el humor se las compuso para atravesar la historia y las geografías eludiendo múltiples rótulos, menosprecios y cuestionamientos. Fue, según el caso, físico, político, escatológico, irónico, ácido, absurdo, negro, colorado o verde. Hasta llegaron a considerarlo “terapéutico” o “postraumático”, porque contribuye a la liberación de hormonas que producen placer. Y su gran triunfo fue que se lo asociara, por fin, con la inteligencia, aunque la relación no siempre sea de doble vía.

Pero lo más atractivo de todo es que, incluso ante situaciones idénticas, muchos de nosotros nos reímos de matices diferentes. Las realidades, los lenguajes y los hechos pueden distorsionarse hasta el infinito, pero la risa todavía nos permite establecer curiosos códigos de complicidad por encima de las interferencias: “El humor nunca ocurre en soledad; es un fenómeno de auténtica comunicación”, sostuvo la narradora y periodista mexicana Hortensia Moreno, en un artículo para la revista Leer y Leer. Una opinión respaldada en parte por las estadísticas, según las cuales los humanos somos 30 veces más propensos a reír si estamos acompañados.

Apoyado sobre esa base social, el humor se torna cultura y ayuda a definirnos como personas y como pueblos. Un rasgo que en América Latina ha tenido varios exponentes de gran relevancia, entre los cuales seleccionamos los cinco perfiles —cuatro hombres y una mujer— que darán vida a esta serie. Pero no para desensamblar los engranajes de su quehacer, ni para castigarlo con un subtitulado tan innecesario como aburrido. Sino apenas para asomarnos un poco más al proceso de origen y desarrollo de sus respectivos estilos. A la forma en que pintaron su aldea cómica incluyéndonos en el retrato: al delinear personajes y libretos que afianzaron los modos de su tierra y su gente, nos enseñaron a conocernos mejor. Y solo quien se conoce en profundidad puede reírse de sí mismo, contagiando además a los vecinos. Porque estos artistas también fueron, a su modo y posibilidades, universales.

Comenzaremos el viaje por la parte inferior del mapa, en el Río de la Plata, desde cuya margen occidental nos saludan las creaciones de la argentina Niní Marshall. “Soy una señora de su casa que se hizo la graciosa”, fueron las palabras que eligió, en su vejez, para definirse sin hacerlo. O bien para ser escueta hasta la injusticia, después de haber inyectado el jugo de su gente y su tiempo en una veintena de figuras disparatadas y caricaturescas, modeladas con tanto sustrato real que muchos llegaron a verlas caminar por las calles de Buenos Aires.

Humor de cuna

Nacida en 1903 en la capital argentina, Marina Esther Traveso fue la quinta y última hija de un matrimonio de inmigrantes asturianos. Convertida en el juguete familiar, fue ‘Niní’ luego de haber sido ‘Nena’, ‘Maruja’, ‘Perico’, ‘Viducho’, ‘Marinita’, ‘Nina’ y ‘Ninita’. Junto con los primeros mimos, el humor le llegó de cuna por vía materna: “El hábito de imitar que tuve desde pequeña lo heredé de mi madre, que para esas cosas era una verdadera maestra”, escribió Niní en sus memorias.

El resto lo harían su agudo poder de observación y el consabido y necesario physique du rôle: “Hubiera podido dedicarme a lo dramático, de haber tenido diez centímetros más de estatura”, reconoció alguna vez, medio en broma o todo en serio. Si es cierto que el humor tiene que ver con lo deforme, lo raro o lo feo, superar con esfuerzo y tacones altos el metro cincuenta puede ser una buena carta de presentación. Pero es imprescindible darle un contenido. Una forma de pararse frente a la realidad y narrarla a través del prisma y la poética de la risa.

Para eso, nada como un entorno pletórico de experiencias y tipos humanos diversos en los cuales inspirarse. Aquella Buenos Aires de principios del siglo XX crecía al ritmo disparejo de las oleadas de inmigrantes de múltiples orígenes. De sus encuentros, conflictos, prejuicios y malentendidos surgían hechos cómicos sin demasiado esfuerzo. Y la habilidad de Niní para imitar gestos y acentos, además de imaginar situaciones graciosas en las cuales utilizarlos, la convirtió desde muy niña en el “alma” de toda reunión.

Su afición a los disfraces, junto con las clases de baile, canto, piano, dibujo y pintura e idiomas —hablaba inglés, francés y alemán y, según ella misma dijo, “sospechaba” que portugués e italiano—, le aportarían otras herramientas vitales para su futura actividad. “Ella hacía el vestuario, la escenografía, los textos, el maquillaje… Una mujer con una preparación espectacular y con un sentido del humor a flor de piel”, la definió el productor teatral Lino Patalano, en un especial del Canal Encuentro, el canal educativo del Estado argentino.

¿Cosa de hombres?

Pero las opiniones de Patalano, tan elogiosas como justas, se referían a una Niní ya consagrada y dueña de una trayectoria imposible de desmerecer. En sus inicios radiales, a mediados de los años treinta, el panorama argentino era muy diferente. No solo no había mujeres humoristas que escribiesen sus propios libretos, sino que los ejecutivos de programación estaban convencidos de que la comicidad era cosa de hombres. De hecho, el primero en reconocer su condición de autora fue su compañero Juan Carlos Thorry —amigo y actor con quien conformó un festejado dúo—, quien la anunciaba al comienzo de los programas cuando nadie más lo hacía.

Sin embargo, lo suyo fue surgir como primera figura y volverse estrella. En apenas dos años pasó de roles secundarios en programas ajenos a encabezar elencos por encima de figuras masculinas del momento; y del salario de lástima a los acuerdos de exclusividad con muchos ceros, superando en cotización a grandes capocómicos como Luis Sandrini o Pepe Arias. Bendecida por una celebridad inmediata en todos los estratos sociales, pero especialmente en los sectores populares, lo agradeció estipulando siempre por contrato que sus espacios debían permitir el ingreso de público en forma gratuita. Un gesto que, al mismo tiempo, le ayudaba a medir el éxito de los distintos personajes, situaciones y novedades que ideaba.

Creo que hasta entonces no se había dado un caso igual, porque de la noche a la mañana debutó siendo una desconocida y a las pocas semanas, sus personajes y sus dichos eran tan familiares que asombraba”, recordó la actriz argentina Mecha Ortiz, estrella principal del filme Mujeres que trabajan (1939), en el que Niní hizo su estreno cinematográfico poco después de haberse iniciado también en el teatro. Pero pensó mucho antes de dar el paso hacia los escenarios y el celuloide. Sobre todo en este último caso, no aceptó hasta que le garantizaron que podría adaptar sus parlamentos y decidir sobre el vestuario de sus personajes: si iban a tener un aspecto que acompañara a su voz, debía ser ella misma quien lo diseñara.

Estilo personal

Ocurre que su estilo personal no se parecía demasiado a los géneros humorísticos vigentes entonces, aunque tuviese elementos del sainete, el grotesco y la revista porteña. Mientras estos se mofaban de lo distinto a partir del estereotipo negativo —sobre todo de los inmigrantes: los gallegos por brutos, los italianos por escandalosos, los vascos por testarudos y así hasta el infinito—, Marshall utilizó las mismas características, deformadas para la ocasión, como herramienta de denuncia y arma de defensa. Dio a sus personajes una historia, un punto de vista y algo que decir, como forma de que los burlados cruzaran de vereda para volverse burladores.

Nacidas en la radio, además, sus criaturas ficcionales se definieron a través del habla por necesidad y por convicción. Dependían del texto, de la precisión de la palabra, del acento, los diálogos y las inflexiones, por dos sencillas razones: al comienzo no contaban con el apoyo de la imagen y su creadora —tímida y despistada hasta el extremo de asistir a veladas de gala en pantuflas sin darse cuenta— carecía de dotes para la improvisación. Cada pie y cada remate estaban escritos y ensayados antes de salir al aire: “El fuerte de Niní es la gran caricatura dibujada con el lenguaje”, anotó sobre ella el periodista y crítico Claudio España.

Cuidadosa del mínimo detalle y respetuosa de su público, hizo siempre temporadas radiales breves, de no más de cinco meses de duración. No quería “cansar” a la audiencia, ni repetir hasta el hartazgo libretos ya utilizados. Por eso tampoco le gustaba mucho trabajar en televisión, aunque lo hizo ocasionalmente. Incluso, ya consagrada, jamás aceptó las seductoras ofertas que le hicieron por sus textos: temía que al representarlos, por desconocimiento de sus fibras más íntimas, otras actrices desvirtuaran el perfil de sus creaciones. “Los personajes crecen y cambian conmigo; están en mí y viven a medida que yo vivo los cambios y comportamientos sociales, siempre mutables”, reflexionó en cierta oportunidad.

Baile de máscaras

Esa multiplicidad de identidades cómicas creadas por Niní fue, sin dudas, su principal elemento diferenciador. Otros grandes del género se concentraron en el desarrollo y fortalecimiento de un único gran personaje: así sucedió con el Charlot de Charles Chaplin o con el Cantinflas de Mario Moreno. Hasta la estadounidense Lucille Ball —con quien la compararían años después—, pese a utilizar infinidad de disfraces, era siempre Lucy a los efectos de su show. Marshall, en cambio, montó un baile de máscaras “todas en una”: como anfitriona, se transformaba por turnos en los invitados que imaginaba. Una veintena de seres tan auténticos que denotaban la realidad como su lugar de origen.

Los más conocidos, entre ellos, fueron Cándida y Catita (“Catalina Pizzafrola Langanuzzo, desde hoy, una amiga más”, como solía presentarse). Inmigrante gallega la primera, hija y nieta de italianos la segunda. Ambas, reflejo de aquella Buenos Aires que empezaba a creerse su supuesta condición de “crisol de razas”. Buena parte de sus 37 películas tuvo como protagonista a una de estas dos caracterizaciones; y como Cándida llegó a filmar también en México y España, donde el público la sentía igual de familiar que en Argentina. En especial por su graciosa rudeza campesina: “Lo que es a mí, por la fuerza poderán convencerme. Pero con razones… ¡jamás!”, se ufanaba.

No faltó, en su lista de colectividades, la representación de personajes judíos (Doña Pola), alemanes (Fraulein Frida), estadounidenses (Miss Barbara MacAdam) y mexicanos (La Lupe). Remedó a su propio gremio a través de disparatadas artistas de varieté como La Bella Loli y Trini ‘La desgreñá’, o la cantante lírica venida a menos Giovannina Regadiera. Fue capaz de imaginar a una solterona nunca resignada como La Niña Jovita y a una desopilante “pelucona” de mil apellidos (Mónica Bedoya Hueyo de Picos Pardos Sunsuet Crostón), cuyos antepasados eludieron el Diluvio sin viajar en el arca de Noé porque “tenían bote propio”. Se lució “sin máscara” en cintas paródicas de la ópera Carmen y de la obra teatral Madame Sans-Gêne. Y hasta jugó a ser hombre por medio de Mingo (hermano menor de Catita) y Don Cosme.

Componente cultural

Durante los años cuarenta y cincuenta, las películas de Niní circularon por toda América Latina y España. Apoyada en ese suceso, ella misma realizó giras de promoción o actuaciones por Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba entre otros países. Consciente del componente cultural de la risa, en cada sitio visitado se preocupaba por enriquecer sus libretos con giros del habla local, para asegurarse de ser comprendida. “Su humor fue variado, de la comicidad al humorismo, de la caricatura a la ironía, del gag al remate por el absurdo. Aún cuando participó en filmes burdamente comerciales, su papel, siempre que fuera su propia guionista, era el momento de calidad del producto”, apunta Ana Flores en el Diccionario crítico de términos del humor y breve enciclopedia de la cultura humorística argentina.

Y aunque hubo momentos en que esa calidad no fue valorada en absoluto —sufrió la censura del gobierno de facto del general Pedro Ramírez y debió exiliarse en México durante el régimen peronista—, el tiempo acabó reconociendo su aporte a la cultura popular. Al punto de que en el Archivo Sincrónico del Habla Actual Argentina, (del Instituto de Filología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata), figuran registros sonoros y guiones de cuatro personajes de Niní: Catita, Belarmina, Mónica y La Niña Jovita. Al convocarla para la grabación, los académicos le explicaron que la intención era utilizar el material para “permitir el estudio de particularidades sintácticas, lexicográficas y fonéticas de distintos estratos sociales y culturales” de su país.

Fue la confirmación definitiva de algo que la propia artista descubrió lentamente, con el correr de las cinco décadas que abarcó su carrera cómica: que había compuesto una suerte de suite humorística sobre motivos tan reconocibles, que hizo reír incluso a quienes pretendía ridiculizar. Poco después se retiró de los escenarios con la satisfacción del deber cumplido: “Cincuenta años son suficientes. Les he dado a los argentinos lo mejor de mí: la imaginación, la creatividad en forma de seres que hablaban por ellos en su misma lengua, con sus tonitos y sus humores”, argumentó. Para entonces, ya nadie sabía muy bien a quién pertenecían aquellos rasgos. Pero tenían más gracia en boca de Niní Marshall.

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