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Las travesías de Christian Kupchik

Las travesías de Christian Kupchik
07 de noviembre de 2016 - 00:00 - Juan Manuel Granja, Escritor y periodista

Christian Kupchik, escritor y viajero, inició sus travesías de manera imaginaria, por medio de la curiosidad que le despertaron los libros. Los parajes distantes, las líneas de los mapas y los extraños nombres de regiones distantes fueron convocando su interés por aquellos mundos que esperan al viajero apasionado, aquel que «reconoce un punto de partida pero no un final». Nacido en Buenos Aires, Kupchik vivió durante muchos años en Suecia, donde estudió filología nórdica; además, cursó psicología en Argentina y en París. Experto en literatura de viajes, poeta, director de la magnífica revista Siwa y traductor (ha traducido obras de Strindberg, Balzac, Ibsen, Pessoa y Perec, entre otros), Kupchik guarda cierto aire nórdico en su apariencia: cabello claro y largo hasta la nuca, barba aún más clara y una mirada azul que seguirá dedicada a explorar tanto los mundos distantes —y/o distintos— como los relatos fascinantes que suscitan.

¿Cómo nació el interés por los viajes y la literatura de viajes?

Como tantas otras cosas, podría decir que por el encuentro del azar y variables más ligadas a caprichos biográficos que a elecciones racionales. Provengo de una familia donde mis mayores llegaron de cuatro puntos distintos del planeta, arrastrando tras de sí una historia de errancias y vagabundeos, casi siempre forzados. A la vez, crecí en un ámbito alimentado por otros hijos de la inmigración. Sospecho que todo eso sembró la semilla de la curiosidad por algo que iba más allá de mis límites naturales. Y sin pertenecer a una casa letrada en el sentido ortodoxo del término, fueron cayendo a mis manos de niño lecturas que fomentaron aún más esa inclinación: Verne, Salgari, Defoe y su Robinson Crusoe, Swift y sus Aventuras de Gulliver, obviamente la Odisea en una versión adaptada, pero que me dio ingreso a la mitología griega. Todos ellos, según pude descubrir más tarde, eran «viajeros sedentarios» (Verne se movió muy poco y Salgari se limitó a unos pocos viajes por el Adriático), pero a la vez me otorgaron la capacidad de poder viajar a través de la palabra. Al mismo tiempo, sentí la seducción ejercida por las imágenes de cartografías antiguas: me fascinaban esas formas extrañas coloreadas con tonos aguachentos y sus nombres inverosímiles: Samarkanda, Ulan Bator, Dahomey, Rawalpindi, Trapisonda… Con pocos años, desarrollé una curiosa cualidad que preocupó a mis padres: sabía las capitales de casi todos los países del mundo. Era un saber inútil, pero que me permitía fantasear con un mundo a mi medida.

No obstante, no fui solo un «viajero de biblioteca» como muchos de mis queridos autores. Por motivos que no vienen al caso, a los 14 años viajé en el M/S Theodor Hertzl desde Buenos Aires a Haifa sin más compañía que un tutor y un grupo de niños de mi edad a quienes no conocía. Detenernos en distintos puertos, ver los delfines saltarines en las costas de Cabo Verde, viajar en un carro sin ruedas tirado por bueyes por las calles empedradas de Funchal, en la isla de Madeira, conocer por primera vez la luz del desierto en el Neguev y la sal del Mar Muerto, constituyó una experiencia que me dejó para siempre una impresión profunda y de la que ya no pude regresar.

Una conciencia más absoluta de la literatura de viajes como principio vital la debo a un encuentro con Bruce Chatwin, en Londres, poco antes de su muerte. Ese encuentro marcó para mí una señal epifánica: Chatwin fue alguien que supo pensar el viaje y la vida como un solo trayecto. Por entonces, yo vivía en Suecia, estaba por nacer mi primer hijo, y acumulaba una serie de lecturas y recuerdos que se abrían a una travesía que reconocía un difuso punto de partida pero no un final. Me propuse seguir esa senda, que a la fecha se me antoja inagotable.

¿De los lugares que ha visitado cuál es el que más impacto le ha producido? ¿Cómo traducir al lenguaje escrito esa sensación del tipo de viaje que logra tensionar la visión sobre uno mismo?

Los lugares ejercen, a mi parecer, dos tipos de impacto: uno inmediato, que se graba sobre lo inesperado, y otro que en el momento puede pasar como polizón, invisible, va más allá de lo evidente y se revela incluso mucho tiempo después de vivida la experiencia. A veces ni siquiera tiene mucho que ver con la «espectacularidad» que el sitio propone, sino con causas más secretas al viajero, cuyo misterio podrá resolver solo él a través de un proceso que involucra a su subjetividad. De tener que mencionar ciertos lugares, Kiruna y sus alrededores, a 145 kilómetros del Círculo Polar Ártico, así como la muda expresión de los desiertos (el de Merzouga, en Marruecos, como el de Atacama, en Chile), han dejado sus huellas. Pero también y por motivos bien distintos, Lisboa, San Gimignano, la isla colombiana de Providencia o varias locaciones de la Dordogne francesa tienen algo que decir. De todos modos, creo que el mayor impacto está dado por lugares que aún no he conocido, Angkor en Camboya o la isla Rodrigues, en el Índico, entre una larga lista.

La segunda parte de la pregunta es muy interesante: considero que todo viaje, entendiendo el término en un sentido más amplio —es decir, que va más allá de la traslación de un punto A hacia otro B—, lo que hace es poner en tensión la identidad. En tal sentido, lo que el lenguaje escrito puede traducir de esta experiencia es una versión particular que no siempre se acomoda a lo visto, sino que provoca una distorsión de los sentidos para acercarse a lo «real» desde un criterio íntimo e intransferible.

Además del tema en sí del viaje, ¿qué tipo de experiencias son las que relacionan la serie de libros que ha compilado?: El camino de las damas (Escritoras viajeras), En busca de Cathay (Travesías por los enigmas de la ruta de la seda), La ruta argentina (El país contado por viajeros) y Las huellas del río (Historias, misterios y aventuras en las grandes vías fluviales).

En todos ellos, podría afirmar, el punto de partida es una suerte de búsqueda impuesta, antes que por una verdad o un paisaje, por una necesidad mayor e interna que empuja a los viajeros hasta un destino que los trasciende. En el momento de la partida, la premisa puede ser de orden espiritual (una peregrinación), científico o aventurero, incluso ocioso (la figura del turista). No obstante, detrás de ese mandato siempre se esconde algo más.

En su Diario de viaje a Italia, Michel de Montaigne decía que el viaje pone en juego nuestras propiedades predominantes: la inquietud y la irresolución. ¿Es posible experimentar algo parecido en la actualidad cuando estamos acostumbrados a que la industria del turismo y sus circuitos conviertan los destinos de viaje en lugares que a veces no interpelan al viajero?

Atando esta respuesta a la anterior, Montaigne también cuenta con una frase que me resulta particularmente luminosa: «A aquellos que preguntan por la razón de mis viajes, les respondo: sé bien de lo que huyo, pero no lo que busco». En cuanto a la pregunta en sí misma, creo que sí, que la cita de Montaigne sigue teniendo plena vigencia aun cuando la tecnología y la globalización dan la impresión de haber «achicado» el mundo y sus motivos. No obstante, creo que la inquietud es parte esencial de la naturaleza humana, nos movamos o no. En eso poco o nada tienen que ver las rutas prefiguradas por el turismo: es posible cruzar el planeta sin haber salido a la puerta de la propia casa o llegar a un horizonte lejano desde el sillón del escritorio. Es verdad que algunos destinos (digamos, por caso, París o Praga, Venecia o Nueva York) parecen carecer de incógnitas dada la explotación turística y, no obstante, es seguro que perderse en una periferia permite encontrar otra ciudad dentro de la ciudad. El viajero curioso, impenitente, puede dejarse interpelar, maravillarse, asombrarse, interrogarse, aún en su propio barrio. El viaje no es tanto una cuestión de distancia geográfica como mental. De allí la vigencia de la «inquietud e irresolución» de la que hablaba Montaigne.

¿De qué manera el Grand Tour es un antecesor del turismo moderno?

A partir de 1830, en los medios intelectuales europeos el viaje a Oriente se constituye en el rito de pasaje obligado para todo aquel que busca el acceso a una doble verdad: la del conocimiento y la del deseo. Cristaliza a la vez un sueño ligado al espíritu de conquista propio del siglo XIX y a la nostalgia que suscita el descubrimiento de antiguas civilizaciones. Sin embargo, hacia finales del mismo siglo, el viaje a Oriente será llamado también Grand Tour (de allí deviene el término «turismo») y habrá de evolucionar en otros sentidos.

Las invenciones de la era industrial —la navegación a vapor, los navíos-correos y, muy en particular, a partir de 1850, la aparición del ferrocarril— van a facilitar el acceso a Oriente. De las redes del Delta en Egipto al Orient Express, se asiste a una verdadera revolución técnica que apoya las condiciones naturales del viaje. En solo medio siglo, el viaje a Oriente se convirtió en un hecho programable, sencillo y rápido. El Grand Tour mágico, ancestro de los actuales tours-operators, se banaliza. Los ingleses, bajo la égida de Cook, serán los primeros en iniciarse en los viajes grupales al exterior. Se los llamó cooks o bien cookesses. Objeto de todo tipo de burlas y bromas, ellos encarnan el paradigma del turista «medio»: no muy respetuosos, ni demasiado entusiastas, rechazan cualquier alimento local a cambio de una libra de corneed beef; profanan cualquier santuario sin importar demasiado su significado y en general se comportan como si nunca hubiesen abandonado su condado. Sin embargo, algo ocurre. Los paisajes más visitados mutan: se reproducen las estructuras hoteleras y rivalizan entre sí por los servicios, aparecen billetes de entrada donde antes nadie entraba y asoman cartas postales con imágenes de desteñidas acuarelas; se multiplica el oficio del guía, y aparecen las guías (la Joanne y las Baedecker, entre las más célebres) que prometen al viajero despojarlo de cualquier enigma.

La insurgencia y el desencanto ante el turismo devienen entonces en temas recurrentes de la literatura de viajes. Los escritores se levantan indignados contra los efectos de una moda que ellos mismos contribuyeron a instituir. Incluso aquellos que azarosamente se animaron a realizar el Grand Tour más allá de los puntos más frecuentados por la mayoría (Egipto y Constantinopla). El viaje a Oriente perdió así su poder de seducción. Los artistas buscaron sus motivos en otros continentes y dejaron caer una lágrima seca sobre el descolorido ocaso que denunciaba la última acuarela.

Si bien la Odisea, el Nuevo Testamento e incluso el Corán (que se traduce como «el Camino») de algún modo podrían considerarse libros de viajes, ¿por qué se dice que aquello que hoy se denomina travel writing no tiene más de un siglo?

Es cierto, una de las primeras versiones del viaje está directamente vinculada a la trascendencia mística, y eso se da en casi todas las culturas. En el comienzo, como de costumbre, fue el Verbo. Y el Camino. O si se prefiere, el Camino hecho Verbo. En sus orígenes, Yahvé es un Dios del camino: su santuario es el arca móvil, su morada una tienda, su altar un catafalco de toscas piedras. Y si bien promete a sus criaturas una tierra bien irrigada, en secreto les desea el desierto. A su vez, en su obra Maqaddimah (Historia Universal) el filósofo Ibn Jaldún escribió: «Los pueblos del Desierto tienen más posibilidades de ser virtuosos que los pueblos sedentarios, porque están más próximos al estado primigenio y más alejados de todos los malos hábitos que han infectado el corazón de los sedentarios». Hasta no hace mucho, los beduinos que emigraban a un lugar desde donde se podía visualizar La Meca, no creían necesario rodear los santuarios ni una única vez. El sentido de esto era que el Hadj («Viaje Sagrado»), constituía en sí mismo una migración «ritual»: de este modo se arrancaba a los hombres de las tentaciones pecaminosas que ofrecía el sedentarismo, en tanto el Desierto los igualaba a todos ante la mirada de Dios. Los aborígenes de Australia Central emplean un sentido similar al hablar de tjurna djugurba, es decir, «las huellas de las pisadas del Antepasado» o bien «el Camino de la Ley», lo cual parece revelar un vínculo común en lo más profundo del ser humano entre el Camino (o Viaje) y lo Sagrado (o la Palabra, la Ley).

Un manual sufí, el Kashf-al-Mahjub, afirma que al aproximarse al final de su viaje, el derviche se convierte en el camino y no en el caminante, o sea, en un lugar sobre el cual transita alguien, no en un viajero que sigue su propio y libre albedrío. En el Islam, la siyahat o «deambulación» se utiliza como una técnica apropiada para disolver los vínculos del mundo y para permitir que el hombre se pierda en Dios.

Como es posible apreciar, existe una raíz común y universal en la concepción del viaje. Ocurre que este «viaje pasión», que se ponía en camino motivado por un fin que lo conectaba a un principio casi mágico (como lo representa la fe, entendida en su sentido más amplio), pronto se verá subordinado al «viaje razón», es decir, al imperativo de una utilidad. Desde la Edad Media en adelante, el viaje aparecía justificado por la misión que llevaba adelante el viajero, que lo ponía a seguro de sospechas impertinentes. Antes que viajero, era marino, mercader, militar, médico o sabio colonial, corresponsal, embajador o emisario. Es decir, su profesión confería el paradigma de la Utilidad que acreditaba a los viajeros y los legitimaba como tales. Viajes pioneros o guerreros, iluminadores, realizados bajo el signo del esfuerzo, del peligro y el servicio a una bandera, consagrados a fines vinculados con lo político y lo económico. Estos viajes son percibidos como un trabajo necesario, fuente de provecho, de prosperidad y dominación. Se viaja para descubrir y conquistar tierras desconocidas, para transportar bienes, hombres y técnicas, para vender, defender o imponer ideas. Esta dimensión cívica y laboriosa establecía en el instante, indiscutible, el valor utilitario de cada viaje.

A partir de finales del siglo XIX y atravesando todo el siglo XX, nos encontramos con el perfil de otro viajero que, al decir de Paul Bowles en The sheltering sky (El cielo protector) se diferencia tanto del turista como de todo aquel otro que tenía una motivación particular. Este viajero, que además está dispuesto a dejar sentado por escrito su experiencia, viaja sin un rumbo predeterminado, sin tiempo, y sin otra pulsión que la del viaje en sí. No es que obras como Il Milione o Libro de las Maravillas, de Marco Polo, el Diario de Pigafetta, o incluso El viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Darwin, no puedan considerarse como «libros de viaje», porque lo son —y muy buenos, según el caso—. Es que estaban contempladas más por los motivos que le daban razón que por la travesía en sí misma.

¿Cómo nació la revista Siwa, de qué manera desarrolla el concepto de literatura geográfica?

En principio, Siwa es fruto de una amistad fraterna con Salvador Gargiulo, que creció a la vera de la pasión compartida por una sensibilidad común ante la estética proporcionada por cierta literatura y también por la potencialidad poética que encierra la geografía. Digamos que una de sus características puede estar dada por lo excéntrico, pero no entendido como el exotismo banal, sino con el deseo de tocar siempre una nota singular, con la curiosidad esencial que hace a todo viaje. Creo que todas las características de la revista podrían pensarse como una resistencia a la estandarización de las temáticas al uso. Nosotros tratamos de situar Siwa en otro tiempo, en una época en que no existe el concepto de internet, valorizando el trabajo minucioso y artesanal, para recuperar la belleza del lenguaje, el concepto lúdico de lo apócrifo, de disipar o hacer más laxo el límite entre lo ensayístico y lo ficcional, entre lo real y lo imaginario. En suma, algo en broma y algo en serio, la definimos como un abanico de textos que expone una «erudición delirante». Para nosotros, Siwa implica la posibilidad de trabajar con otros motivos para rubricar algo que es potestad de la literatura de viajes y que pasa por el uso indiscriminado de la curiosidad. En esa especie de andamiaje retórico y anacrónico, zarpamos con la proa puesta hacia mares no muy frecuentados.  

¿Con cuál de los grandes escritores viajeros le hubiera gustado sostener una larga charla o quizá compartir un viaje?

No me hubiese molestado ser un tripulante más del Narcissus y perder la mirada en el horizonte escuchando a Joseph Conrad, aunque en verdad la sensación del viaje está tan fuertemente dada en algunas de sus novelas, que después de leerlas cuesta esfuerzo convencerse de que no fue uno mismo quien sufrió las peripecias de la travesía por el archipiélago o el Pacífico, en busca de colmillos de elefante o con un cargamento de arroz y té destinado a Sambir o a Macassar. Lo mismo ocurre con cualquier otro gran escritor, acompañar al capitán Ahab de Melville en busca de Moby Dick, o a Wilfred Thesiger por las arenas de Arabia (o incluso a T. S. Lawrence), lo hubiese sentido un gran honor.

He tenido, no obstante, la fortuna de hablar con grandes escritores viajeros, como Ryszard Kapuscinski, Cees Nooteboom, J. M. Le Clezio o el ya citado Chatwin. Me hubiese agradado compartir la experiencia de Patrick Leigh Fermor, otro excelente autor fallecido en 2011 a la edad de 96 años, que no dejó de escribir hasta entonces. O haber encontrado alguna vez a Isabelle Eberhardt, quien murió durante una inundación en el desierto de Túnez a los 27 años… en 1904. De todos modos, soy feliz con volver a soñarlos. Y leerlos.

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