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Kiarostami: La importancia de lo insignificante

Kiarostami: La importancia de lo insignificante
25 de julio de 2016 - 00:00 - Redacción cartóNPiedra

Cuando a Abbas Kiarostami le preguntaban por los elogios que le hacían notables colegas suyos como Martin Scorsese, Akira Kurosawa, Quentin Tarantino o Jean-Luc Godard —«el cine empieza con David Wark Griffith y termina con Abbas Kiarostami», dijo alguna vez el director de Alphaville—, el iraní se limitaba a decir que prefería dejar esas palabras para después, cuando estuviera muerto. Desde el pasado 4 de julio, es tiempo de alabanzas.

¿Pero quién fue Kiarostami y por qué era tan importante un cineasta de Oriente Medio al que le fascinaba hablar de temas tan mundanos como el miedo de un niño a los pequeños peligros que encierra el camino que lo lleva de regreso a casa?

En 1997, Kiarostami ganó la Palma de Oro de Cannes con su popular película El sabor de las cerezas, que cuenta la historia de un hombre que quiere suicidarse, pero que —sin importar lo mucho que está dispuesto a pagar por el servicio— no encuentra a nadie que lo quiera enterrar.

Pero antes de eso, Kiarostami ya tenía muchas películas y un nombre. A finales de la década de los sesenta, luego de trabajar como ilustrador de afiches y libros infantiles (había estudiado pintura y dibujo en Teherán, su ciudad natal), se convirtió en profesor de un instituto artístico para niños y jóvenes. Allí creó el Departamento de Cine del que luego saldrían algunos directores que conformaron el Nuevo Cine Iraní. Y en 1970 produjo El pan y el callejón, un cortometraje que sería el primero de una prolífica carrera.

Según Dorna Khazeni, una traductora que trabajó de cerca con Kiarostami, el director «tenía la autoridad de la poesía, la autoridad del arte y la autoridad del cine» y aquello —agrega— «rebasó los límites del tiempo y el espacio en el que se encontraba».

Kiarostami contaba historias como la de un muchacho que intenta devolver un cuaderno a un compañero de clase, o la de un tipo pobre pero agradable que se hace pasar por un director de cine y lo descubren. Era a través de relatos como esos que su cine lograba ser global pero, al mismo tiempo, profundamente personal. Tomaba temas pequeños y capturaba verdades en el tiempo y en el espacio capaces de trascender particularidades. Se trata de ideas que son descifrables para cualquier espectador de cualquier parte del mundo.

Un día de 2005, en un banquete que el embajador italiano en Teherán ofrecía para un grupo de artistas, todos hablaban sobre el recién electo presidente Mahmoud Ahmadinejad. Todos excepto Kiarostami, el invitado de honor, que estaba concentrado en un largo y delgado vaso de agua sobre la mesa. Lo tomó, lo movió con suavidad y lo devolvió a su lugar. «Qué sombra tan extraordinaria», dijo. Tal como en Roma y Jerusalén, en Teherán el sol ardiente y el aire seco crean un espectacular ocaso. Y luego, sin hablarle a nadie en particular, preguntó: «¿Habían visto alguna así?».

El impresionista francés Edgar Degas alguna vez dijo que «el arte no es lo que tú ves, sino lo que haces que otros vean». Eso era Kiarostami.

Aquí un breve recorrido sobre su obra.

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