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Música

Jutta Hipp, la vida es otra cosa

Portada del primer disco de Jutta Hipp, grabado con el sello Blue Note. Diseño de Trudi Farmalant.
Portada del primer disco de Jutta Hipp, grabado con el sello Blue Note. Diseño de Trudi Farmalant.
23 de febrero de 2015 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

Las paredes de una casa hablan acerca de su dueño. Cuentan parte de su historia, sus sueños y sus pasiones. Y las de este modesto departamento en Queens son, sin duda, la voz de una mujer mayor aficionada a la pintura y a la fotografía, y a las escenas cotidianas de una ciudad que adoptó como propia. Nieve en el Central Park, patos en una playa enferma de progreso, el parque de diversiones de Coney Island, muñecas de paño. La mirada sensible de una vecina que llegó desde muy lejos. Entre las imágenes, un cuadro manuscrito con varias fechas; destaca la del 18 de noviembre de 1955: arribo a la Gran Manzana en el USS New York. Los muebles imprescindibles, algunos libros. Una voz suave, de claro acento alemán, ofrece pastel y café.

No hay, en la pequeña estancia, ningún indicio de interés en la música. Pero Tom Evered, el gerente general del sello Blue Note, lleva en su bolsillo un cheque por regalías acumuladas durante más de 40 años. El cheque está a nombre de una pianista, Jutta Hipp, que se escurrió de la fama y de los escenarios sin dejar rastros. Ni siquiera en su propio hogar: en el sitio donde debería haber un piano, se ve una máquina de coser, carretes con hilos de diferentes colores, moldes y retazos de tela. “¿No ha vuelto a tocar, Jutta? Sí que tuvo usted una buena época en los 50”, comenta Evered, al pasar, tratando de romper el hielo. La respuesta cortante de la anfitriona lo descoloca por completo: “Esos fueron tiempos miserables. No quiero hablar de ellos”. Es la primavera de 2001 y ella prefiere mostrarle sus pinturas. Y las muñecas de paño que fabrica.

La pianista y el ejecutivo del prestigioso sello discográfico mantienen una charla no muy extensa, cordial, pero elusiva. Jutta agradece el cheque, sonríe, entrecerrando sus ojos miopes, y su puerta vuelve a cerrarse. No hay promesas en la despedida. Nada de homenajes, regreso a los escenarios o nuevas grabaciones.

La música es, para ella, parte de un pasado remoto. Fragmentos de imágenes cada vez más distantes en el mapa de su memoria. Un juego. Una herramienta. Unos pocos amigos. Pero no su vida. La vida es otra cosa.

Jazz en el sótano

Leipzig, 1934. En el barrio residencial de Markham, una niña de 9 años se divierte sobre el piano. La guía el organista de la iglesia luterana local, y la rodean los fantasmas de Richard Wagner, Johann Sebastian Bach y Felix Mendelssohn, quienes nacieron o murieron en la más musical de las ciudades alemanas. La pequeña Jutta disfruta sobre las teclas, conforme avanza en sus lecciones hacia el encuentro con los clásicos. Pero le tuerce el camino su gusto por los pinceles, acuarelas y óleos, que la lleva a ingresar en la Academia de Artes. Será pintora, mientras la Segunda Guerra Mundial salpica frescos de horror sobre la tierra.

Obligados por las alertas de bombardeo, como muchos otros alemanes, los Hipp  pasan incontables horas refugiados en el sótano de su casa. Allí, la única forma de mitigar el aburrimiento entra por la ventana sonora de una vieja radio. La que permite asomarse al exterior del régimen nazi para escuchar, entre chisporroteos de estática e interferencias, emisoras prohibidas como la BBC de Londres o Radio Hilversum de Holanda. A la jovencita de la familia no le interesan las noticias de último momento: es el jazz —eso que el nazismo censura por considerarlo “música degenerada”— lo que cautiva sus oídos. De la radio al pentagrama, transcribe todas las canciones que puede. Y aprende a tocarlas imitando a Fats Waller y Teddy Wilson.

Cuando por fin se extingue el tableteo de las ametralladoras, no es momento de paz, sin embargo. Es momento de huir. Los rusos toman Leipzig y pretenden que Jutta diseñe afiches propagandísticos para su ejército. Ella y los suyos pasan al lado occidental del país, dominado por los estadounidenses. Allí, en medio de las ruinas y el hambre, nadie necesita una pintora. Buscan prostitutas. Acorraladas, viudas, con hijos que mantener, muchas mujeres se someten a esa única salida. Pero a ella le queda, todavía, el piano.

Para entonces Jutta ya sabe de Bud Powell y del bebop, que la apasiona. Bastante a su pesar, se vuelve pianista profesional. Toca en clubes militares y civiles, en un circo, en salones de baile con ingresos lamentables, con muy pocos descansos y con el miedo atenazándole el estómago y las manos, siempre, antes de cada presentación. Por eso detesta el escenario: “Con la pintura, los demás miran tu trabajo, no a ti”, dirá luego. Solo la bebida modera su proverbial timidez, ese temor a ser vista. Pero a la vez libera (o convoca) a otros demonios.

A los 23 años, Jutta Hipp conoce a un soldado afroamericano, Red Allen, que toca el saxofón en uno de los clubes donde ella trabaja. Se atraen, y de esa atracción la pianista resulta embarazada. El ejército estadounidense tiene leyes segregacionistas —no escritas— que determinan que ningún soldado de color puede asumir la paternidad del hijo de una mujer blanca. La joven madre queda sola, sin demasiados recursos para subsistir, a expensas de las habladurías y la discriminación hacia ella y hacia su hijo mestizo. Cuando nace el niño, Jutta lo bautiza Lionel en homenaje a Lionel Hampton, el primer vibrafonista del jazz, y poco después lo da en adopción. En el futuro, llevará el apellido Gräser y ya no tendrá relación con su madre.

La fama y su reverso

El reloj se acelera en los años 50. La escena jazzística europea crece y se diversifica. De nuevo en los sótanos, surgen cada vez más clubes, donde se presentan más y mejores músicos. Jutta evoluciona con el mismo vértigo: en pocos años abandona la rigidez del principiante para deslumbrar con una técnica fresca, melódica y creativa en las improvisaciones, pero a la vez nada presuntuosa. Toca con los mejores del continente _—Hans Koller, Albert y Emil Mangelsdorff, Joki Freund, Attila Zoller, Roland Kovac y varios más— y con visitantes ilustres como Dizzy Gillespie. Se luce en el Festival de jazz de Frankfurt y, en 1953, supera a Paul Kühn en la elección como mejor pianista de jazz de Alemania. Hasta lidera su propio quinteto y se impone como instrumentista en un momento en que las mujeres parecían condenadas a ser cantantes.

Pero no es feliz. No está siquiera cerca de serlo, porque no hace lo que desea. Mientras otras personas hallan motivación en la fama, ella anhela su reverso: el anonimato que no posee. El alcohol le da coraje por algunos momentos pero le deja, como secuela, cada vez más profundas depresiones.

Aun así, la celebridad pronto le hace otro guiño cómplice a Jutta Hipp. Desde los Estados Unidos llega el afamado crítico, productor y compositor Leonard Feather. En sus maletas carga una cinta en la que se escucha a Jutta y su quinteto, que alguien le hizo llegar unos meses antes al productor. Feather le propone a ella viajar a Nueva York, le asegura que puede hacer carrera allí, y para probárselo realiza una jugada publicitaria a dos puntas: mueve sus contactos para conseguirle una sesión de grabación en Frankfurt y, a su regreso a América, habla con su amigo Alfred Lion para que edite la placa en su sello, Blue Note.

En febrero de 1955 aparece New Faces - New Sounds from Germany, que presenta Jutta ante el público neoyorquino. Para cuando ella arriba a la ciudad, con apenas
$ 50 en el bolsillo y un compromiso matrimonial con el guitarrista Attila Zoller —que pronto romperá—, se sorprende de ser conocida por allí.

De inmediato, su promotor la presenta como “la primera dama del jazz europeo” y logra que la contraten por seis meses como artista estable en The Hickory House. La acompañan varios notables: el baterista Ed Thigpen y el bajista Peter Ind, en ocasiones reemplazado por Ahmed Abdul-Malik. También ahí conoce a varios de los grandes, como su admirado Horace Silver —de evidente ascendencia sobre su propio estilo— y Charles Mingus, quienes incluso la invitan a participar en diferentes jam sessions.

Hasta agosto de 1956 graba, además, tres discos, todos para Blue Note: Jutta Hipp at The Hickory House Vol. 1 y 2; y Jutta Hipp with Zoot Sims, considerado por amplio margen como su mejor trabajo. “Una de esas pequeñas joyas en el hard-bop”, lo define el crítico Hans Koert.

Luego de lucirse en el Newport Jazz Festival de 1956, muchos auguran su despegue definitivo y la consolidación de su talento. Pero ella tiene otros planes.

El silencio absoluto

Leonard Feather no la ha dejado en paz desde su llegada a Estados Unidos. Tal vez como ‘recompensa’ por su ayuda, quiere que sea su amante y que grabe sus composiciones. Jutta rechaza ambas condiciones, lo que equivale a labrar su propia lápida musical: antes elogioso, el crítico pasa a ser destructivo. Afirma que la influencia de Horace Silver arruinó el estilo de Jutta y deja de gestionarle actuaciones. Ella no tiene demasiados contactos, pero tampoco está dispuesta a ceder a las presiones. No se lamenta ni reclama. Se encierra en sí misma, se aparta lentamente del centro de la escena y se despide, sin anunciarlo, con una gira por los estados del sur junto al grupo del saxofonista Jesse Powell. La paga es poca y el recorrido agotador, pero disfruta de una libertad artística que jamás había sentido. Y que no volverá a sentir.

Otra vez en Nueva York, desaparece de todos los lugares habituales. Por un tiempo se limita a tocar en conciertos pequeños, los fines de semana. Luego, el silencio absoluto. Apenas un puñado de amigos muy cercanos, los pocos que supo cosechar en su nuevo país, están al tanto de su historia anónima. Esa que el resto solo descubrirá casi medio siglo después. Ni siquiera su familia en Alemania sabe qué fue de ella. Tampoco el sello Blue Note tiene un teléfono de contacto o una dirección para entregarle los cheques por las ventas de sus discos.

Tal como siempre había deseado, a partir de entonces, Jutta Hipp es una más entre los millones de neoyorquinos desconocidos. Consigue un trabajo de confección en una fábrica de prendas masculinas, con un salario modesto pero seguro que le dará de comer por los siguientes 35 años. Alquila un departamento pequeño en Queens, donde cose su propia ropa y hace muñecas de paño. Puertas afuera, recorre las calles en busca de inspiración para sus pinturas o fotografías.

Aprovechándose de su invisibilidad, Jutta se acerca también a los clubes de jazz para retratar a los nuevos artistas o realizar caricaturas de los consagrados: muchos de esos trabajos son publicados en la revista alemana Jazz Podium, cuyo editor en jefe, Dieter Zimmerle, es de los pocos que conocen su paradero. Alejada de la exposición y las exigencias, deja la bebida y siente que renunciar para siempre al piano fue su mejor decisión.

Poco después del encuentro con Evered —promovido por su buen amigo el saxofonista Lee Konitz—, en el verano de 2002, llega a visitarla su hermano Hajo, quien aún reside en Alemania. No se ven desde 1955 y no volverán a verse: en la primavera de 2003, un cáncer de páncreas se lleva a la mujer europea que mejor comprendió el bebop.

Jutta parte sin aclarar ninguno de los puntos oscuros de su historia. La homenajean obituarios imprecisos y biografías colmadas de presunciones porque no hay más remedio. Sin dinero para funerales, ni testamentos en disputa, su última voluntad es legarle sus restos a la Universidad de Columbia. En esos claustros obtienen detalles sobre su muerte y poco más.

La vida es otra cosa.

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