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El último en morir. Un poema grunge

El último en morir. Un poema grunge
30 de noviembre de 2015 - 00:00 - Ana Cristina Franco Varea. Cineasta y escritora

La película El último en morir, de Carlos Larrea (1982), se estrenó en el festival de cine La Orquídea. Carlos fue mi compañero en la escuela de cine, pertenecemos a una misma generación. En los buenos tiempos, cuando Incine recién graduaba a su primera promoción, Carlos Larrea se atrevió a hacer lo que todos hubiéramos querido: rodar una película. No hablar de rodar, no imaginar que se rueda, no aplicar a los fondos concursables: rodar una película. Carlos nunca tuvo miedo. Tampoco tenía sueño. Tal vez por eso caminaba en las noches por las calles con la cámara y con la guitarra, cazando momentos. De estas vivencias nacieron una serie de 38 metrajes (cortos largos y medios) llamados noise (ruido) y también, de alguna manera, contribuyeron al impulso inicial de su ópera prima.

Su obra, por fin estrenada, se caracteriza por el uso de un lenguaje experimental, acompañado siempre de música (que por lo general compone él), la crítica al sistema, la temática de jóvenes alternativos que están al margen de la sociedad, drogas, sexo, desorden, la cantidad de películas hechas con bajo presupuesto: hasta ahora, Carlos Larrea ha hecho La Banda de Punk 1, La Banda de punk 2, Qué hay de comer, El hombre que defraudó a todo el mundo, por nombrar algunos títulos ya que enumerarlos a todos sería imposible; hasta ahora, Carlos ha filmado (entre largos cortos series y mediometrajes en distintos formatos) más de 200 metrajes. Estudió música en la San Francisco, se graduó en la escuela de cine Incine en 2010, y aparte de hacer sus películas, hoy trabaja en su propia productora de series web alternativas llamada Films Súper Bacán.

El último en morir es la primera película de Larrea en un público no-alternativo. El filme tuvo un proceso de posproducción totalmente independiente, por eso ha durado 5 años (se rodó en 2010). Se trata de una película de jóvenes que están al margen de la sociedad y que se hizo al margen del Estado. No podía ser de otra manera.

Legión

En un principio fue el sonido. Somos vibración y esa vibración se hace estrella… y luego piel. El último en morir no parte de la imagen, como dicta la antigua ley del cine (el cine debe ser contado en imágenes), sino del sonido. La fotografía (Simón Brauer) y el arte (Roberto Frisone) componen un discurso impecable. Se nota en la decisión de cubrir las locaciones reales con murales de artistas como La Suerte (Sofía Acosta) entre otros, los cuales, al ser filmados por Brauer, le dan al filme una dimensión fantástica. Pero es la banda sonora la que lleva la dramaturgia.

Ruido. Seis jóvenes, Félix, Azul, Dartañán, Luisa, Carlos y Alicia, se refugian en un lugar fuera de la ciudad. Allí consumen alucinógenos, tienen sexo grupal y juegan a la botella. Pero en este juego el que resulte señalado no tendrá que besar al otro ni confesar alguna verdad vergonzosa: deberá matarse. El juego durará hasta que todos mueran. Un dinosaurio (un ser humano con una máscara de reptil) se presenta ante Félix y le habla sobre el destino, sobre la vida, sobre la muerte. Es una especie de profeta kitsch pero también recuerda al personaje de El Conejo de la mítica Donnie Darko. Félix toma una pastilla azul. La pastilla azul en Mátrix es el símbolo de elegir la mentira, la ilusión, la cobardía.

Estos adolescentes, todos bellos y outsiders, se refugian en un lugar que no es ningún lugar que exista en la realidad. De hecho, nada de lo que se escucha (ni de lo que se ve) en el filme es algo que exista en la realidad.

Desde el inicio, la película es un delirio. Un chuchaqui eterno. El sueño (o la pesadilla) de alguien más. Aunque Félix, el personaje más desadaptado y deprimido, tiene aires de protagonismo, la película no tiene un solo punto de vista. No está contada desde la subjetividad. Todos los personajes ocupan el mismo lugar. Es un punto de vista cenital, coral. Los personajes parecerían uno solo, distintas partes de un mismo ser (quizá de Félix).

La sobrecarga de elementos oníricos, tanto a nivel de imagen como de audio, hace que tengamos la sensación de estar inmiscuidos en un inconsciente pesado y ajeno. Las voces en off susurran cosas ilegibles, frases inconexas, voces interiores. Es el Ello en estado puro. Tal vez esta sensación se transmita en mayor grado en la escena en la que los personajes —fuera de foco— bailan desnudos componiendo un cuadro impresionista. Orgías. Borracheras. Drogas. Música. Pastillas. Susurros. Nada, nada es real. Tanto así que se establece un nuevo código en el que todo es real. Un mundo delirante y descabellado, frenético, que no para. El infierno o el caos.

Jaque

Caos que dura hasta que Luisa se mata. A esta escena truculenta le sigue un plano prolongado en el que Félix se aleja por el campo. Silencio. Un silencio que trae consigo realidad, peso, verdad. El Dinosaurio profeta conversa con Félix, y a partir de ese momento la promesa (o la profecía) se cumple, y los jóvenes empiezan a morir uno por uno. El suicidio —acto considerado de por sí rebelde— es tratado aquí como una circunstancia de la que no se puede escapar, ajena a la voluntad de los personajes. No es algo que ellos decidan, sino un destino inevitable del que ninguno puede huir. Esta paradoja es la metáfora más fuerte del filme: no es el suicida quien decide morir, es la sociedad la que le da el arma y hace que apriete el gatillo. El suicidio es un jaque. El juego de la botella, como una ruleta rusa adolescente, cumple la función de un ritual macabro al que nadie puede rebelarse. El suicida no es un rebelde, es un condenado, un zombi, falto de voluntad que no puede hacer más que seguir un oscuro destino, inevitable y trágico.

Pienso en el intro de Traispotting, película de los noventa que de alguna manera trata la misma temática —jóvenes perdidos, presas del sistema—, una mirada irónica sobre el hecho falso de elegir: “Elige la vida, elige un empleo, elige una carrera, elige una familia, elige un televisor grande, elige la sal, colesterol bajo y seguros dentales, elige pagar hipotecas, elige un piso piloto, elige a tus amigos”.

La generación post-hippie creció en una especie de desierto de lo real en el que todo había sido creado y destruido. Un vertedero de desechos comunistas, hippies, punks, donde ya nadie quería luchar por nada. La generación de la apatía, en la que el lema era “tú eliges” pero en la que ni siquiera el suicidio era una elección. Kurt Cobain, el (anti) héroe de nuestros tiempos, murió por nosotros, dice alguien después de la función. Tampoco esa fue una elección.

La estética de El último en morir es grunge. Los personajes llevan camisetas con estampados (una de ellas la del Nevermind de Nirvana), camisas a cuadros, chompas de capucha, jeans desgastados. “En esas épocas te ponías mucha ropa aunque hiciera calor, porque sabías que no ibas a regresar a tu casa. Entonces el sentido de esa moda era el del que se viste para la calle”, dice Larrea.

A Félix nunca lo vemos morir. Aunque el dinosaurio se lleve su cadáver.

Los planos finales son un poema cocacola en el que todos sonríen en cámara lenta, se abrazan, relucen por el sol, más bellos que nunca. Podría leerse como un reencuentro en el que todos están al fin liberados, en el otro lado. Sin embargo, hay algo de falso en esa felicidad. Quizá sea la estética de comercial noventero que parodia una felicidad en lata. Aun así, los personajes están juntos, en otro no-lugar, y esta vez, al contrario de la vida (la que era el infierno) ya no hay voces, ni angustia. Pero el dinosaurio sigue allí, aunque nadie (todavía) haya despertado.

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