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ENSAYO

El plagio, el genio y el pecado

El plagio, el genio y el pecado
31 de agosto de 2015 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

“Copia de un libro y lo llamarán plagio. 
Copia de varios y lo llamarán investigación”.
(Anónimo)

El plagio es un absoluto. Es como el genio de la lámpara de Aladino: obedece al último dueño. Siempre hallé algo de misterioso, de fascinante en el concepto de plagio. Resulta políticamente incorrecto, lo sé. Se me puede acusar de apología delictiva y hasta de conspirar contra mi propio oficio, pero así lo he sentido desde que tengo memoria. Igual que en los relatos de corsarios y piratas, la imagen del plagiario llevando a cabo su particular saqueo tiene, para mí, un toque de aventura y romanticismo inusual. Como si se tratase de alquimistas cuya piedra filosofal son las palabras. Ajenas.

Lo más sencillo, por supuesto, sería alzar el dedo acusador y recurrir a todos los tratados y leyes de propiedad intelectual. Con idéntica facilidad, podríamos cambiar de vereda para cobijar a tales personajes bajo el indulgente manto verbal de Pablo Picasso: “Los grandes artistas copian, los genios roban”. Y lo curioso es que, según el caso, alternada o simultáneamente, ambas consideraciones podrían ser tan razonables como injustas.

Copias humanas y divinas

El primer promotor del plagio —involuntario, pero promotor al fin— fue Aristóteles. A partir de su idea de la mímesis, la imitación del modelo pasó a ser la norma y a nadie en la Antigua Grecia se le ocurría, por ejemplo, que copiar lo escrito por otros estuviese mal. El pecado era que la copia no fuese digna del original. Que el copista desvirtuara el tono o la calidad de la obra de su antecesor en lugar de respetarla o elevarla, si podía. En eso consistía la ‘originalidad’ de entonces, cuando el género poético más popular era el centón, compuesto con fragmentos de distintos orígenes y plumas, reorganizados para modificar su sentido. Una línea estilística que llegó hasta el Siglo de Oro español:

(Garcilaso) No hay bien que en el mal no se convierta
(Horacio) nec prato canis albicant pruinis [y mude
(Petrarca) la vita fugge, e non se arresta un hora.
Lope de Vega

Ni siquiera las religiones, tan proclives a señalar la falsedad de todo aquello que elude sus postulados, estuvieron a salvo del fenómeno. Cuando el hombre necesitó crear dioses y santos para sentirse menos desamparado, el fallido plagio mimético se hizo aún más evidente. Por obra de la transmisión oral y escrita distorsionada durante siglos, el relato sobre la vida del príncipe Siddhartha Gautama —más conocido como Buda— pasó de la India a Europa, donde tomó el nombre de Josafat y llegó a ser incluido en el santoral católico. En el siglo XIII, los misioneros europeos partieron a evangelizar el Lejano Oriente llevando al propio Josafat-Buda como paradójica herramienta conversora de los budistas.

Pero hay más ejemplos: También la historia del Diluvio la copiaron de la tradición religiosa caldea, en la que el Noé asirio se llama Hasisadra. Ya en el siglo XX, Alejo Carpentier tomó y reformuló aquel mito, dotándolo de cinco protagonistas con la misma misión. “Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja —inconfesada, sin embargo; guardada en lo más hondo del pecho— les ponía lágrimas en las gargantas. Se les había venido abajo el orgullo de creerse elegidos —ungidos— por divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a sus hombres de idéntica manera”.

Plagio con talento

Tampoco es del todo cierta la idea de que la apropiación de textos ajenos se deba a la ausencia de talento. William Shakespeare fue un dramaturgo y un plagiario de genio, capaz de tomar infinidad de líneas de otros autores y enriquecerlas de tal modo que la copia resultaba en una versión mejorada del original. Hasta el mismo Plutarco vio embellecida su descripción de Cleopatra por parte del hombre de Warwickshire, cita que siglos más tarde reprodujo T. S. Eliot en su obra cumbre: Tierra baldía. Parece bastante claro que la originalidad es parte olvido, parte genio combinatorio y también una dosis de azar.

Antes de 1710, los creadores debían velar por la integridad de sus originales, y su defensa ante los impostores era la mofa. “El librito que lees en público, Fidentino, es mío: pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo”, se burlaba Marco Valerio Marcial de uno de sus plagiarios. Como de costumbre, el problema no era la copia, sino la copia mala a juicio del escritor.

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, inicia la madre de todas las novelas en castellano, Don Quijote. Y también de esa forma comienza el romance El amante apaleado, del cual Miguel de Cervantes —tan hábil escritor como copista— capturó la cita. Que no es la única de aquel volumen y ciertamente tampoco la primera de España. Los iniciadores de esa línea fueron Gonzalo de Berceo y el Arcipreste de Hita, quien a su vez reproducía y modificaba lo que otros escribían, e instaba a los demás a hacer lo mismo: “Qual quier omne que lo oya, si bien trobar sopiere, / puede más ý añadir e enmendar, si quisiere; / ande de mano en mano, a quien quier quel pidiere”. El desafío está en considerar al plagio una tarea digna de quien bien trobar sopiere, no de cualquier amanuense con tinta y tiempo de sobra.

Y lo cierto es que en el Siglo de Oro español no fueron pocos quienes hicieron suyo este ¿mal? ejemplo. Hubo múltiples y a menudo simultáneas acusaciones de copia entre Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Calderón de la Barca y el mismo Cervantes. “Yo te untaré mis obras con tocino / porque no me las muerdas, Gongorilla”, escribió Francisco de Quevedo. Al tiempo que Garcilaso de la Vega fue acusado de plagiar a Petrarca. En aquellos días, quien no cimentaba su literatura en tópicos, traducciones o tradiciones previas no era tenido por un autor culto.

Cosa de negros

Otra de las variantes del plagio implica la participación de ‘negros’ literarios. Esto es, pagarle a otras personas para que escriban textos que luego llevarán nuestra firma. Desde los días en que Lope de Vega desempeñó ese oficio a la sombra y cuenta de Cervantes, hasta la presentación de muy recientes tesis académicas o artículos periodísticos, la labor del escritor en las sombras tiene una larga historia en la literatura universal. La capacidad de escribir fingiendo el estilo y las inquietudes de otro autor es, al mismo tiempo, evidencia de genio creativo, mimético y falsario. Esa es la misión del sobreviviente: contar, recrear, inventar, por qué no, la historia ajena.

Tal vez sea el de Alejandro Dumas padre —quien, en sus años de mayor celebridad, tuvo un batallón de “ayudantes” a su servicio— el caso más documentado y profuso en este sentido: sus novelas más conocidas, El Conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, se deben al talento de su ‘negro’ Auguste-Jules Maquet. Pero también Rubén Darío supo firmar columnas para el diario La Nación de Buenos Aires, que en realidad nacían de la pluma del sevillano Alejandro Sawa, quien pocas veces recibió pago por su trabajo. Aparentemente, también Julio Verne se aprovechó de la necesidad de un colega, Louis Michel, para comprarle por modestos cien francos el argumento de Veinte mil leguas de viaje submarino.

Claro que, en ocasiones, los ‘negros’ acabaron saliendo a la luz por mérito propio. Como H. P. Lovecraft, que escribió algunos relatos pulp publicados bajo la rúbrica del ilusionista Harry Houdini. O como el escocés James Macpherson, quien se ubicó a la zaga de un supuesto poeta medieval de existencia incomprobable: Ossian. Amparándose en relatos folclóricos celtas, a los que adornó con elementos propios, Macpherson compuso los poemas épicos que integran la Saga de Ossian, cuyos manuscritos afirmaba haber traducido. Y lo hizo tan bien que, actualmente, nadie sabe qué parte de aquella obra es saber popular, y cuál otra es apenas una ilusión.

Gracias de plagiadores y plagiados

La primera norma que intentó proteger los derechos de autor, el Estatuto de la Reina Ana, se promulgó recién en 1710 en Inglaterra. Durante los diecisiete siglos precedentes los creadores debieron velar por la integridad de sus originales, y su defensa ante los impostores era hacer mofa de ellos en cada ocasión disponible. “El librito que lees en público, Fidentino, es mío: pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo”, se burlaba Marco Valerio Marcial de uno de sus plagiarios más conocidos. Como de costumbre, el problema no era la copia, sino la copia mala a juicio del escritor.

Mateo Luján, autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache (1599) vio con desagrado la circulación de una segunda parte, apócrifa, tres años después. Su responsable era el impresor valenciano Juan Felipe Mey, oculto tras el seudónimo de Mateo Luxán de Sayavedra. Cuando Luján publicó finalmente la continuación de la historia en 1604, incluyó a Sayavedra como un vulgar timador, en venganza por el plagio: “Yo con mis pensamientos y Sayavedra con los suyos, íbamos mudos ambos, aunque con gran diferencia, que sólo el mío era de verme puesto en salvo y Sayavedra deseando saber lo que había de tocar de las monedas”.

En la actualidad, los escritores cuentan con leyes que custodian sus derechos. Pero no desalientan a los plagiarios, siempre escurridizos. Muchos de ellos, al verse descubiertos, apelan a argumentos tan graciosos como patéticos para justificarse: errores informáticos, secretarias distraídas que agregan citas a documentos ya escritos y presuntos homenajes a autores admirados —pero jamás mencionados— son los recursos de cabecera. “Claro que copié, pero si decidí hacerlo no fue para enriquecerme, ni para engañar a nadie, sino con un fin noble, el de divulgar la obra de (Philip) Gosse en España como se merece”, explicó hace unos años Luis Alberto de Cuenca, miembro de número de la Real Academia Española. Sugestivamente, De Cuenca había citado casi todo el apéndice La piratería clásica, del escritor británico, sin mencionar la fuente.

La magia y el pecado

Hoy el entorno 2.0 amenaza complicar un poco las cosas. Como si la vieja magia del copista pudiese expresarse en código binario, existen sitios web donde los ‘negros literarios’ del siglo XXI se ofrecen solícitamente al mejor postor. Otros revelan técnicas y recursos útiles para el aprendiz de plagiario, aunque esto no es tan novedoso: Un buen poeta tomará prestado habitualmente de autores de tiempos remotos, o extraños en lenguaje o distintos en intereses.

Plagiar la obra o la personalidad de alguien es también un arte. El origen del plagio suele ubicarse entre dos extremos que a veces se rozan: la admiración desmedida o la urticante envidia. No existe, en la historia de la literatura, un libro —o un autor— que no descienda de alguno de sus predecesores más encumbrados. Y ciertamente, ninguna obra de relevancia puede serlo sin desplegar la sombra de su influencia sobre aquellas que la suceden en el tiempo.

Así, algo del genio original se traslada también a la copia, la posee, la habita y la transforma. Imitando se aprende a usar una cuchara, a caminar, a hablar… y a escribir. Desde el fondo de la cadena de ADN, nuestras células se replican en una gozosa ceremonia que, de tan repetida, parece siempre diferente. Incluso Dios, si vamos a ponernos místicos, se plagió a sí mismo al crear al hombre a su imagen y semejanza. Lo único original que le dio fue el pecado.

Nota
El lector encontrará, en las líneas en itálica y negrita, citas de Alberto Laiseca, Juan Eslava Galán, Vlady Kociancich, Manuel Francisco Reina, Alberto Manguel, T. S. Eliot y Luis Barrera Linares, en el mismo orden en que aparecen listados aquí. Como verán no he plagiado —del todo—, tal vez por falta de talento.

 

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