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El Telégrafo
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Crítica

El despertar de la fuerza es una cuestión de dogma

El despertar de la fuerza es una cuestión de dogma
11 de enero de 2016 - 00:00 - Walter Franco Varas

Si es un trekkie, este texto no es para usted porque cree en la ciencia y en una galaxia ordenada con una flota espacial dispuesta a protegerla a toda costa, incluso si se requiere viajar en el tiempo. Esto es para los que dicen “May the 4th be with you” (el cuatro de mayo, por el Día Mundial de Star Wars), porque creen en la Fuerza, y para aquellos que han sido tocados por ella para defender el código moral de la época y en especial el orden de una decadente República, cuyos hilos siempre fueron manejados por el último Maestro Sith —del lado oscuro de la Fuerza— conocido como Darth Sidious o Canciller Palpatine. Cuando uno acepta abrazar las peripecias del universo de Star Wars, nacido de quien fuera aprendiz de Francis Ford Coppola, George Lucas, como un ínfimo filme estrenado el 25 de mayo de 1977, tiene que dar el salto de fe del que hablaba Soren Kierkegaard, porque hay tintes de épica y mitología divina que no pueden dejarse de lado si se decide explorar el árbol familiar de los Skywalker.

La historia siempre fue de los portadores de ese apellido. El error global o generalizado de la fanaticada fue ignorar que la famosa y taquillera saga empezó con el guión del episodio IV, Una nueva esperanza, un grueso de escritos que George Lucas cargaba consigo con la esperanza de hacer una gran serie mediática como James Bond, por lo que se les presentó una trilogía heroica, de un salvador y redentor de la Orden Jedi, de apellido Skywalker.

El joven granjero Luke, con ansias de piloto, no era el verdadero redentor, sino que era el sucesor por linaje del ser que traería el balance a la Fuerza, Anakin Skywalker, el niño esclavo que naciera de la Fuerza misma en el desértico Tatooine. Aceptada esta última premisa, quien haya visto los episodios del I al III de Star Wars, producidos para cine apenas en la década pasada, sin importar los errores en la trama que pudieron matar la magia de los aclamados episodios del IV al VI, debe aceptar que el verdadero mesías de los Jedi era quien se convertiría en Darth Vader, que la historia total de los seis primeros episodios siempre fue de él, pero si en los setenta se hubiese presentado en cines una historia de un asesino de niños y traidor al código moral de los únicos amigos que jamás tuvo, los maestros Jedi Obi-Wan Kenobi y Qui Gon Jinn, muchos hubieran rechazado por completo el universo Star Wars.

La primera década del siglo XXI, por la ambivalencia en la mayoría de historias audiovisuales y la prevalencia de los antihéroes en los cómics, era la época para que se entendiera que a los Jedi, un grupo muy disciplinado y enfocado en sus misiones y metas, la única posibilidad de salvador que podría llegar era un villano o antihéroe que haga titilar la Fuerza, no que le dé balance, para que ellos replantearan sus métodos y fueran los verdaderos héroes que cuiden a la República.

Como los clanes ninja de las épocas feudales de Japón, los Jedi habían perdido su norte y su exceso de confianza los llevó a obrar incluso por hacer el bien mayor y defender la justicia en el statu quo, por ejemplo, masacrando a toda la orden Sith, lo que ahora habrá que revisar si sigue siendo canon con el replanteamiento del universo Star Wars que propone el recién estrenado Episodio VII, El despertar de la Fuerza.

Solo la fe

La revelación de los microorganismos llamados midiclorianos, que se dijo conforman la Fuerza en el episodio I, no debió —y creemos que no logró— sacudir los cimientos del universo Star Wars como algunos fanáticos histéricos o puristas de la apreciación audiovisual quisieron hacer pensar para mancillar aún más el legado cinematográfico de George Lucas, casi destruido por él mismo con la inclusión de los ewoks en el Episodio VI. El éxito del cineasta, fundador de Industrial Light & Magic, fue concebir una historia que requería de una confianza extrema y ciega en el relato que se desarrollaba ante los ojos y oídos, como pasó con la hipervelocidad del Halcón Milenario. En ese sentido, la Fuerza solo puede entenderse si no se cuestiona su peso en una trama que integra aristas del western, filmes de samuráis y del reconocido cómic John Carter; tampoco a la ciencia detrás de ella.

Hoy, en 2016, pensaríamos que lo de la introducción de los midiclorianos fue para marcar la gran diferencia entre las dos épocas del universo Star Wars: la de la República, en la que el comercio, la tecnología, la ciencia y el debate primaban, y la del Imperio, en la que solo el ejército oficial tiene voz y acceso a alta tecnología, mientras que el resto de la galaxia debe conformarse con cacharros o maquinaria y vehículos rústicos para vivir.

Por lo anterior, la evolución de los Jedi se percibe más —para mejorar— en los episodios del IV al VI, en los que la Fuerza hay que sentirla, expulsarla del cuerpo en forma de telequinesis o de una gran presión sobre algo, ejercida desde la mente de quien la aplica. Mientras, en los episodios del I al III, el status de tranquilidad y la apariencia de monasterio u orden religiosa que habían alcanzado los Jedi los obligaba a encontrar futuros padawan —aprendices según el vocabulario Jedi—, midiendo cierta partícula en su cuerpo, aquella que marcaba si la Fuerza estaba con ellos o no.

Anakin Skywalker tenía un gran conteo de midiclorianos, aún mayor que el del gran maestro Yoda. Además, mostraba una serie de habilidades mecánicas y científicas desde corta edad. Luke, en cambio, dependía más de su instinto, lo que también explicaría por qué en el episodio VI se percibe que la Fuerza es más poderosa en su hermana gemela Leia. A diferencia de su padre, Luke sí pasó las pruebas Jedi de enfrentar la ilusión de su peor demonio y construir su propio sable láser antes de ser reconocido como el último caballero Jedi, mientras que Anakin ascendió de padawan a caballero en un momento en que la Orden Jedi se encontraba comandando el ejército de los clones, para representar a la República contra la alianza liderada por el ahora Sith —y maestro de Qui-Gon Jinn—, Conde Dooku o Darth Tyranus.

Para entender el yin yang entre los caballeros Jedi y los Sith, para comprender por qué Luke Skywalker es más bien un ser espiritual en la línea de Yoda y Obi-Wan y no un guerrero como Mace Windu, Anakin o Qui-Gon, hay que creer en los designios que gobiernan a los dos bandos bendecidos directamente por la Fuerza, como si de grupos religiosos ortodoxos o fundamentalistas se tratara.

Cambios en la Fuerza

Hay un gran disturbio, ya que el genio productor de televisión J. J. Abrams, que en el cine tuvo la responsabilidad de llevar a cabo el reinicio de la franquicia Star Trek, ahora debe redimir cinematográficamente al universo de Star Wars. Que un individuo haya tocado argumentalmente las dos principales franquicias de ciencia ficción a escala mundial puede ser tanto un gran acierto —para ligeramente hermanar a dos comunidades de fanáticos acérrimos que prefieren excluirse mutuamente— como un gran error —porque se pueden perder muchos elementos mágicos y fantásticos de Star Wars, incluso a pesar de volver a tener a los personajes clásicos en el episodio VII—. Tampoco hay que caer en la trampa de hablar de racismo o corrección política porque uno de los personajes de la nueva entrega sea afroamericano y un soldado imperial desertor. De hecho, el mismísimo Han Solo también desertó en algún momento para evitar cumplir la orden de eliminar al wookie Chewbacca, una anécdota que solo se narraba en las historias impresas de Star Wars. Lucas ya ofreció dos personajes poderosísimos que son afroamericanos: Lando Calrissian, gran amigo de Han Solo —uno que primero lo traiciona para luego salvarlo de Jabba el Hutt—, y el maestro Mace Windu, segundo al mando en el Consejo Jedi después de Yoda, un experto del sable láser que aprovecha la Fuerza para la batalla. Y si pensamos en otras etnias no caucásicas ni anglosajonas están Jango y Boba Fett, los cazarrecompensas más implacables en el universo Star Wars. El primero, padre genético de todo el ejército clon de la República, y el segundo, un clon cuyos genes no fueron alterados para convertirse en el hijo y heredero de Jango. En el Episodio VII el centroamericano Oscar Isaac interpreta a Poe Dameron, uno de los principales pilotos del nuevo ejército que batallará contra el resurgimiento del Lado Oscuro, encabezado por el misterioso Kylo Ren.

Puestos a pensar, un sable láser es el arma de quien no cree en dar el primer golpe, sino en combinar defensa y ataque en una técnica por momentos aletargada y por momentos acelerada, según la capacidad y estrategia del oponente. J. J. Abrams ha hecho de Kylo Ren un inquisidor, con su sable tipo espada medieval, y de Finn (con un sable láser normal de hoja azul) un caballero en busca de una pelea honorable y con motivo.

La que aún no se capta bien cómo encaja en la nueva batalla entre Jedis y Siths es la protagonista femenina Rey, que en la cinta se convierte en una especie de efímera aprendiz de Han Solo, y en el poster oficial ocupa un lugar central. Es de esperar que en los próximos episodios, VIII y IX, ella tenga más protagonismo que el piloto Poe Dameron y el solado imperial desertor Finn. Por ahora, los tres protagonizan El despertar de la Fuerza, como hicieran en su momento Harrison Ford, Carrie Fisher y Mark Hamill, en el episodio IV (1977), cuando solo se llamaba Star Wars (La guerra de las galaxias), y ahora conocida como el megaéxito cinematográfico Star Wars Episode IV: A New Hope. El despertar de la Fuerza empezó con la excelente venta de juguetes y novedades que han sido un buen tie-in comercial para los fabricantes de juguetes y Disney, que es la compañía productora de Star Wars desde 2012, año en que adquirió todos los derechos de la franquicia al comprar el modesto estudio Lucasfilm.

Los creyentes de la Fuerza

Se sabía que el episodio VII sería un taquillazo, luego de tanta prensa y contenidos patrocinados, que avizoraban un buen futuro luego del fiasco de la década pasada: el bloguero y crítico de celebridades Perez Hilton decía que gracias a Dios Abrams se hará cargo del resurgimiento de Star Wars en el cine ya que los episodios del I al III fueron un asco. Seth MacFarlane hizo decir a Peter Griffin, protagonista de su serie estrella, Padre de Familia —en medio de una burla al episodio VI y con algo de quemeimportismo—, que las parodias de los episodios I, II y III irían a la serie derivada The Cleveland Show, que nunca alcanzó éxito. Dichas parodias tampoco fueron hechas.

En efecto, El despertar de la fuerza se llenó de reacciones positivas en su primer fin de semana, y fue enseguida calificada como una película superior a los episodios del I al III. Pero con el pasar de los días, los críticos fueron encontrándole las costuras. Aun así, el episodio VII ya superó a Avatar y Titanic como el filme más taquillero de la historia, único en recaudar más de cien millones de dólares en un día. Y eso solo se puede explicar de una forma: Star Wars no vive por Disney, ni por Lucas, sino por la fanaticada fiel que sigue dispuesta a creer que un Jedi no desea aventuras ni emoción o que el miedo, la ira y el odio son el camino al lado oscuro.

A pesar de Jar Jar Binks, de la acartonada actuación de Hayden Christensen como un adolescente Anakin Skywalker en el episodio II, de la historia de amor con Padmé Amidala, reina de Naboo, y de las masivas fallas de continuidad en el episodio III, Star Wars no dejará de ser lo que es gracias a aquellos con los que está la Fuerza: el público.

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