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Crítica

Desenterrar la intemperie: Alba, de Ana Cristina Barragán

Desenterrar la intemperie: Alba, de Ana Cristina Barragán
31 de octubre de 2016 - 00:00 - Daniela Alcívar Bellolio. Crítica y escritora

«Desarrollad vuestra legítima rareza». Según Didier Eribon, a Foucault le gustaba repetir entre amigos esta sentencia de René Char. La rareza no legítima sería aquella demasiado perceptible, autoconsciente y autocelebratoria, fijada y banalizada por los estereotipos de lo sublime o lo abyecto. La rareza legítima no es un atributo, sino la condición indeterminada para el cumplimiento de una tarea esencial: llegar a ser quien se es. Desarrollar la rareza legítima —puede ser tan sencillo como imposible— tendría que ver con la capacidad de potenciar el coeficiente de variabilidad y autodiferenciación que singulariza una vida, de llevarla, sin saber a dónde conduce, hasta el máximo de sus posibilidades.                                                                         Alberto Giordano

Hace unas semanas apareció en este mismo medio una entrevista a Tania Hermida, directora de una película emblemática (por el éxito de audiencia que tuvo) en la escueta historia del cine ecuatoriano y actual directora del Departamento de Cine de la Universidad de las Artes. En ella, Hermida se refirió con notable insistencia a dos factores que en su discurso aparecían como opuestos e irreconciliables: la crítica y el público. Se mostró «decepcionada» por lo que considera una falta de sutileza de los críticos a la hora de reconocer la «ironía» en el uso del paisaje, el folclor y el costumbrismo en su ópera prima. «Sí siento que hay una cierta crítica que ha hecho un trabajo muy amargo —dice la cineasta—, porque al final, la gente ve las películas, al menos unas 10 mil o 20 mil personas. Es decir que de alguna manera dejan su huella. En cambio ese reducto de la crítica académica es extremadamente aislado, no deja una huella. No dialoga siquiera. Hay una postura de ciertos académicos, expresa, de no hablar con los directores, porque en general creen que la obra debe hablar sola y que el realizador los va a contaminar. Me parece fundamentalista, fuera de época».

Más allá de lo curioso del tono despectivo y de subestimación que Hermida despliega para referirse a la crítica académica, teniendo en cuenta que ella misma dirige ahora un departamento académico (nos queda preguntarnos qué papel tiene el pensamiento crítico en ese programa universitario, qué se entiende por «dejar huella» en las clases que se imparten en ese recinto académico, si el criterio de la masividad, en la planificación de las materias teóricas, vale por sí mismo como garantía de valor de las películas en contra de una «amargura» del pensamiento que no responda a las intenciones del director, con quien, por lo visto, los críticos debemos ir a conversar para no correr el riesgo de que la película nos engañe); más allá, pues, de esa contradicción para mí elocuente, y más allá de la película que Hermida parece tener que defender de sí misma, lo relevante de estas declaraciones (para entender nuestro campo cultural, nuestro horizonte estético) pasa por el fondo ideológico que figura una cierta idea de lo que es el cine.

En la entrevista, Hermida habla de política, de economía, de número de espectadores, de macroestructuras, de cantidad de películas. Ante preguntas sobre cine, ella responde con estadísticas, coyunturas, leyes. Dice que los críticos se han quedado en la «anécdota», que no han podido captar la verdadera forma de la película, sus internas intenciones, su sutil ironía.

Yo quiero hablar de una película que no necesita, como Qué tan lejos, de alegorías, chistes fáciles, retratos costumbristas; de unos personajes que no se llaman, como en esa película que su autora llama «de bisagra», Tristeza y Esperanza, sino, apenas, Alba, Eva, Igor. Quiero hablar de una película que no me exige ir a preguntarle a la directora sus intenciones, las sutilezas que, para no ser «fundamentalista», debería desenterrar en una entrevista. Sobre todo, quiero hablar de una película que ya excedió la dicotomía forma/anécdota, que piensa en texturas, las texturas de la imagen y del silencio, las texturas ambiguas de la pubertad y el descubrimiento de la intemperie, que no acude a la charlatanería para explicar nada, pero muestra con potencia unos afectos en los que pude reconocerme, la textura de un recuerdo generacional, geográfico, más acá de la postal y la denuncia.

Alba, de Ana Cristina Barragán, muestra quizá algo inédito en nuestro cine: la modesta progresión de un destino ordinario. No hay tragedia, apenas pérdida; no hay pobreza extrema, casas de caña, delincuentes, secuencias de persecución. No hay realidad marginal, hermosos paisajes, retrato de caracteres típicos. No hay ecuatorianidad, identidad, denuncia ni queja. Es difícil decir lo que sí hay en Alba, pero no por carencia o déficit sino, ahora sí, por sutileza, porque el lenguaje está siempre desfasado de la experiencia y del recuerdo y de algún modo la película de Barragán registra un deseo de llegar a ambos.

Alba (Macarena Arias) es una niña entrando a la pubertad con una madre enferma y un padre ausente. Algo en Alba funciona mal, a destiempo. Su demora en hablar, en replicar, su tendencia inintencionada hacia la soledad y la rareza, responde a un desfase íntimo, que solo va a emerger, prístino, frente a su padre (Pablo Aguirre), otro desfasado, otro afásico con respecto a las formas sociales, otro desplazado. Alba pasa de una relativa seguridad (la precaria seguridad que puede brindar una presencia materna amorosa pero siempre a punto de partir definitivamente), de una casa de clase media, de la compañía de una madre enferma pero protectora, a la confrontación de su propia, auténtica, rareza: el padre como compendio e índice de una herencia triste, de una soledad constitutiva.

Además de pasar a vivir en una casa pobre, Alba debe adaptar sus rutinas para que el choque que ya existía desde antes con sus compañeras de colegio (la luminosa e irremediablemente ajena sintonía con el mundo de ellas contra su silencioso desfase, su sutil inadaptación) no la hunda del todo en la marginación social. Para esto, incurre en pequeñas crueldades con otra niña que es como ella para agradar al grupo o, incluso, con una polilla con la que había sentido una impersonal afinidad y a la que mata por orden del resto de niños: abyecciones menores pero dolorosas, los ritos de pasaje de Alba hacia la aceptación social acentúan una tensión íntima que la singulariza, la diferencia. Y la diferencia en ciertos ámbitos, sabemos, es la marca de una condena.

El padre de Alba —como ella— es silencioso, apocado, raro. No sabe comportarse, tarda en responder, guarda largos silencios. Su precariedad económica parece dada más por una inadaptación al sistema y sus mecanismos que por otros factores, como si la escasez material fuera solo otra modulación de su desarreglo con el mundo. Alba reconoce un lunar suyo en sí misma, el índice físico de una extrañeza compartida, y trata de arrancarlo.

La geografía de esta película es también sutil, trabajada desde un criterio narrativo afectivo y no costumbrista. Aunque el filme tiene una fotografía trabajada, muy bella, se cuida de los planos rimbombantes; muy apegada al primer plano, Alba tiene un trabajo potente con el fuera de campo: lo exterior entra al plano por la materia invisible de la brisa, del sonido, de las voces, de la luz. De Quito vemos una bajada de gradas de cemento entre cuyas grietas crecen los yuyos: conmovedora visión a la vez aliviada de panecillos y glorias coloniales y cargada de afectos ambiguos: Quito es también esas veredas tristes, esos espacios aún renuentes al embellecimiento artificial de la gentrificación, esas bajadas empinadas por las que solíamos caminar al salir del colegio.

Una de las secuencias más bellas de la película es el viaje de Alba y su padre a la playa. De nuevo, el trabajo con el espacio es delicado, Barragán nos muestra el mar pero también el descampado medio miserable que se extiende del otro lado de la carretera, nos muestra una triste pero bella entrada a la playa por un marco de cemento que se sostiene solitario, sin paredes que justifiquen su existencia. Nos muestra un día en la playa, sin toallas, sin parasoles, sin comida: solo un día en la playa de un padre y una hija que comparten el gusto por animales silenciosos y ajenos como las estrellas de mar y las polillas. No hay reparación moral, justificación por la ausencia del padre, pedidos de perdón, perspectiva de progreso: hay, apenas, un día en una playa cualquiera, un viaje en un auto destartalado pero funcional, una canción que aún suena en un casete viejo y que acompaña el paisaje azul y amarillo atravesado de postes eléctricos de cemento y alguna nube pasajera. Hay, apenas, el inicio de un vínculo que se quiso borrar pero estuvo siempre latente en la rareza de Alba que al fin encuentra un espejo en el que mirarse.

El padre como excluido radical, agente pasivo pero determinante del destino de su hija, aprende también a hablar de nuevo. Su reencuentro con Alba, adivinamos, es un reencuentro con una posibilidad de vida. Cuando, hacia el final de la película, tras ser notificado de la muerte de la madre de la niña, va a buscar a su hija a la fiesta donde ella está por fin siendo parte orgánica del mundo, aceptada por el grupo, alabada por su belleza, bailando con un chico, estalla una reivindicación ambigua: como en la infancia, como le pasaba también a su hija, es objeto de burla y acoso por parte de los asistentes a la fiesta, y es expulsado del lugar. La protagonista tiene aún la posibilidad de retomar el curso de su ascenso social pero lo que se manifiesta es una potenciación de la propia rareza, una fuerza disruptiva, modesta pero decisiva: Alba, que sangra por la nariz en momentos de tensión, toma sangre con sus dedos y mancha el rostro de una de las niñas que la ayudó a maquillarse, dueña de la casa donde era la fiesta, y sale de ahí en busca de su padre, terminada por fin la farsa que aniquilaba su irremediable, valiosa, diferencia.

No sé cuál sea el nivel de audiencia que alcance Alba en el país. Sí sé que no es una película que juegue a pontificar sobre identidades nacionales o problemas sociales, y sé también que el trabajo artístico comprometido con la búsqueda de mecanismos que hagan emerger lo irrepetible, que impugnen los mandatos morales de clasificación, documentación e interpretación de las coyunturas, no necesitan de legitimaciones estadísticas para fulgurar en su autenticidad. Alba trabaja unos espacios y unas relaciones que no son reconocibles por su caudal de estereotipia sino por el modo en que, viniendo de unas condiciones materiales que todos conocemos, nos hacen participar de una experiencia inaudita: la del gozoso peligro de perderse en la intemperie que a algunos acompaña desde antes de nacer.

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