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Claudio Brindis de Salas, la leyenda de espuma

Foto: obra del artista Shadulka, tomada de www.malditosiglo.wordpress.com
Foto: obra del artista Shadulka, tomada de www.malditosiglo.wordpress.com
12 de enero de 2015 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

Crudo invierno boreal. Primer día de enero. A orillas del mar Báltico, en San Petersburgo, el año 1881 se despereza entre escalofríos. Por la noche, en el Gran Teatro de la capital zarista, durante los entreactos de la ópera Lucía De Lammermoor, un violinista sorprende al público con su aparición. Es cubano. Es el primer músico de su país que actúa en Rusia. Se llama Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, pero es mejor conocido como ‘el rey de las octavas’ o el ‘Paganini negro’. Esbelto y apuesto, de un mirar tan penetrante que cautiva a las mujeres y perturba a los hombres, hechiza a todos con su estilo pleno de virtuosismo. Le piden numerosos bises. Prometen volver a invitarlo pronto y él promete regresar. No lo hará. Pocas veces lo hace. Como la espuma del mar, se marcha sobre las olas, de un puerto a otro, una y otra vez.

Desde que dejó su tierra, antes de cumplir los 20 años, ha sido así. O al menos eso se supone. Fuera de algunos sitios y fechas —como su nacimiento en La Habana, el 4 de agosto de 1852—, nada es del todo claro en la vida de Brindis. Hijo de un violinista con lazos en la milicia y de la nodriza de un futuro conde, heredó el nombre de su padre pero las fuentes se contradicen en cuanto a la identidad materna: en ciertos casos aparece como María del Monte Salas y Blanco, mientras que en otros es María Nemesia Garrido. Como sea, entre ambos padres consiguieron mecenas de alcurnia para el pequeño Claudio y le dieron oportunidades que otros de su raza ni podían soñar entonces, como estudiar música con los mejores maestros de la isla —Ignacio Calvo, José Redondo o el belga José Van Der Gucht—, y luego completar su formación en Europa.

Certezas, conjeturas y puertos

Partió de la capital cubana hacia México y de allí, aparentemente, al Conservatorio de París. Pero también es probable que haya pasado primero por Leipzig, para aprovechar los conocimientos del célebre maestro Ferdinand David. Luego, sí, la Ciudad Luz. Y de nuevo, a falta de certezas, conjeturas: que ganó un primer premio en el concurso de violín de esa prestigiosa institución; que solo fue un accésit; que obtuvo ambos, en años consecutivos; que enlazó varios primeros lugares en hilera... Lo real es que en las aulas parisinas depuró su estilo bajo la experta guía de grandes como Camillo Ernesto Sívori —amigo y discípulo de Niccolò Paganini—, Charles Dancla y Hubert Léonard.

“La técnica de Brindis de Salas está altamente desarrollada. Esta interpretación estuvo caracterizada por la buena afinación, gran preparación para la interpretación y musicalidad en el fraseo”, recalca la Novosti i birzhevaia Gazeta sobre su actuación en Rusia. Incontables publicaciones, antes y después, coinciden con esa perspectiva. Destacan su vertiginosa rapidez de movimientos, el extraordinario dominio que ejerce sobre el público, su vasta gama de recursos, el buen gusto y la entonación. No importa cuán endiablada sea la obra —el Concierto en mi menor para violín y orquesta de Félix Mendelssohn, la Cavatina, de Joachim Raff, la Polonesa Brillante, de Henryk Wieniawski, o la Zamacueca de su paisano José White—, su genio supera todos los obstáculos con amplio margen. Al punto de que muchos se preguntan si están oyendo dos violines en lugar de uno.

Enseguida deslumbra en los conciertos que organiza Jules Pasdeloup en el Circo de Invierno parisino y vuelve a enlazar ciudades y países con las cuerdas de su violín —al que Paul Groussac define como “caja de almas difuntas”—: Florencia, Turín, Milán y el regreso a América. En todas partes, las multitudes caen rendidas ante el embrujo de su instrumento. Tanto en los grandes escenarios como en las tabernas de marineros, donde se pierde cada vez que puede. En Haití lo nombran director del conservatorio, pero no es hombre de echar raíces. Unos años más tarde se traslada a Cuba y tras unos cuantos conciertos pasa a Martinica: el 20 de julio de 1878, a menos de un mes de su arribo, se casa con Marguerite Rose Hortense Fouché. El acta de matrimonio lo menciona como caballero de las Órdenes de Isabel La Católica, Carlos III de España y de Cristo de Portugal. Todas las condecoraciones que su arte había cosechado al otro lado del Atlántico.

Cuando nace su hijo Louis Joseph Virgile Claude, el 12 de mayo de 1879, el artista ya no está para verlo. Quizás nunca lo conozca. A lomo de las olas ha vuelto a Europa. En Polonia se presenta junto a un joven que, con el piano, tocará también la gloria: Ignacy Paderewski. Tras pasear su arte por Rusia, Francia lo hace miembro de la Legión de Honor. Y Alemania lo detiene por algo más que un instante. Se radica en Berlín, donde el emperador Guillermo II le otorga la Cruz del Águila Negra, lo nombra Caballero de Brindis y Barón de Salas, lo hace violinista oficial de la Corte y hasta asiste a su supuesta boda con una ‘dama de la nobleza alemana’. Otro rasgo de fábula: sin documentos que prueben esa unión, ni nombre que identifique a la novia, es también imposible confirmar si tuvieron los dos o tres hijos que la imaginería popular les asigna.

Pronto, el estrellato, los lujos y los viajes vuelven a llevárselo. Es un dandi que se expresa con fluidez en seis o siete idiomas, aunque prefiere el francés. Y corre tras el arte, pero también detrás de los placeres y las formas femeninas. Más barcos y más puertos: Londres, Nueva York, de nuevo La Habana, Barcelona y las islas Baleares. Se cruza en algún recodo con la soprano italiana Adelina Patti, con quien rivaliza en divismo: la cantante estipula en sus contratos que su nombre debe imprimirse en letras de mayor tamaño que los de sus colegas, y que está “libre de asistir a cualquier ensayo, no obligada a ir a ninguno”; en tanto, se afirma que Brindis transporta en sus giras 20 baúles llenos de ropa y, en sus visitas a Cuba, se aloja en una casona donde —según el mito familiar— gusta de bañarse con flores y perfume en una fuente del patio.

Declive y tuberculosis

Nada parece quedar de esa opulencia en agosto de 1889, cuando llega a Buenos Aires. Algunos medios de la época señalan su pobreza, pero también su orgullo y los primeros indicios de la tuberculosis que roe sus pulmones. No faltan quienes piensan que se ha iniciado su declive, luego de una crítica adversa de The Musical Times, de Londres. Allí, aunque reconocen sus “grandes recursos técnicos”, cuestionan su “repertorio efectista” y lo consideran “un virtuoso más que un artista”. La época de gloria del romanticismo ha pasado y él continúa fiel al credo romántico, que con tal de conmover al auditorio no tiene complejos en modificar las partituras que interpreta. Aun así, luego de una actuación consagratoria en casa del militar y político argentino Bartolomé Mitre, consigue un contrato de mil pesos por actuación en el teatro Onrubia. Son varias noches a sala llena y los éxitos lo acompañan luego a la provincia de Córdoba.

Deja en Argentina infinidad de admiradores, una amante oculta —mencionada en varias crónicas de entonces, siempre sin nombrarla— con quien pudo haber tenido otra hija y un nuevo misterio: el de un violín Stradivarius, que presuntamente le obsequian en tierras rioplatenses y del cual nunca se apartaría en adelante. En 1895, tras un nuevo retorno a Cuba y varias actuaciones en Montevideo y Veracruz, visita República Dominicana y Puerto Rico “con su Guarnerius” de siempre. Ni rastros del mentado Stradivarius, que solo sirve para darle más brillo a su mitología particular. De su paso por la capital uruguaya queda la simpática crítica de la revista Caras y Caretas, donde se enfatiza: “El Carnaval de Venecia tocado por él, extasía. Si en Venecia son los carnavales como su violín los describe, me marchaba allá aunque fuera en calidad de máscara apócrifa”.

A pesar del avance de su enfermedad y de su ausencia de los grandes escenarios de la música clásica, su artístico y bohemio vagabundeo no se detiene. El ocaso del siglo XIX lo encuentra en el Caribe, relacionado con la Sociedad Secreta Abakuá y comprometido con la causa de la independencia cubana. Se repiten sus conciertos en Venezuela, Trinidad y Tobago, República Dominicana y Jamaica en beneficio de los rebeldes. En busca de mejores vientos para su salud, salta de nuevo a España y ‘desaparece’ para muchos. Pero sigue activo y sin afincarse demasiado en un solo lugar: reparte la primera década del siglo XX entre La Coruña, Santiago de Compostela, Ribadeo, Almería, Córdoba, Mahón, Palma de Mallorca, Tenerife, Jerez de la Frontera, Barcelona, Orihuela, Valencia, Alicante, Cádiz...

El mapa se contrae al mismo ritmo que sus bolsillos y sus bronquios. Luce achacoso, viste cada vez más modestamente, ya no frecuenta las cortes europeas ni los aristócratas recuerdan su existencia. Solo quedan vestigios del magnetismo de su mirada y su sonrisa. Con esfuerzo, por encima de los impedimentos, sigue brillando. O eso nos cuentan: “Brindis de Salas es un privilegiado del talento; es un excepcional de las musas; es un caso de atavismo artístico, porque es un símbolo del arte por el arte”, se lee al inicio del perfil que dibuja el periodista Antonio Milego, para la revista Diana, de Cádiz, el 22 de agosto de 1910.

Final del camino

Menos de un año después, luego de presentarse en el teatro Vicente Espinel de Ronda (Málaga), sin anuncios ni despedidas, sin invitaciones ni contratos, se embarca en el vapor Patricio de Satrústegui con destino a Buenos Aires. El puerto en el que todavía resuenan los ecos del centenario cuando Brindis baja a tierra el 25 de mayo de 1911. Marcha hacia el bajo porteño, zona de marineros, inmigrantes y ‘gente de cuchillo’. Se hospeda en dos pensiones de mala muerte, como si eso buscara. En ninguna de ellas revela su identidad. Y empeña su violín para comer. A modo de despedida, abraza y besa tierna y repetidamente a su instrumento. Como si le pidiera perdón por dejarlo. No volverá a buscarlo.

El 1° de junio la asistencia pública lo recoge agonizante, confundiéndolo con un mendigo, y lo lleva a un hospital. Nadie tiene idea de quién se trata. Al quitarle los harapos que viste, aparecen los papeles que lo distinguen como Caballero de Brindis y Barón de Salas. Muere durante la madrugada siguiente. La revista Caras y Caretas esparce la noticia: “En la copa de su orgullo, se bebió de un trago todo su porvenir. Su muerte miserable fue el último tumbo de su embriaguez”, es la amarga conclusión de Juan José de Soiza Reilly y su competidora, P.B.T., se ocupa de organizar el funeral. Sin los honores que hubiese merecido, depositan sus restos en una sepultura modesta, a la espera de que el gobierno cubano asuma su repatriación. Y se olvidan de él por 6 años.

Pero ni siquiera entonces descansa: en 1917, las autoridades del Cementerio del Oeste —hoy Chacarita— se proponen reubicarlo en una fosa común. El diario La Razón organiza una colecta para evitarlo: “Es muy triste cosa que la posteridad no sepa dónde descansan los restos mortales de uno de los más excelsos artistas, de los más privilegiados temperamentos musicales, y es triste cosa que lo hayamos abandonado así”, argumenta el vespertino. El sepulcro de Brindis permanece intacto por otros 13 años. Recién en mayo de 1930, en una urna creada por el escultor Luis Perlotti, trasladan por fin sus cenizas a La Habana. En la antigua iglesia de Paula, una de las construcciones más importantes de la ciudad vieja, el violinista halla el final del camino. Como siempre, cerca del puerto y del mar. Allí donde su alma pueda ver la espuma de las olas marcharse y regresar transformada, siempre distinta. Como su leyenda.

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