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Literatura

Carlos Franz: “No hay guerras literarias, pero sí guerrillas”

Carlos Franz: “No hay guerras literarias, pero sí guerrillas”
09 de mayo de 2016 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez. Editor de Cultura

El pintor alemán Mauricio Rugendas viajó por América Latina durante la primera mitad del siglo XIX. Hizo un periplo de casi veinte años retratando todo lo que estaba quieto y lo que se movía, también. En Chile, donde debía quedarse por poco tiempo, permaneció ocho años, lo que le significó, quizás, el fracaso de su carrera como artista, pues dejó compromisos sin atender en Europa y el resto de su obra quedó embodegada. La razón que le obligó a renunciar a su futuro fue el amor por una mujer casada, Carmen Arriagada, que actualmente es considerada como la primera escritora chilena por su extensa producción epistolar.

En esa época, el arribo de Rugendas a Chile coincidió con el paso del naturalista inglés Charles Darwin por la región, en donde encontró las bases de lo que sería su teoría de la evolución. “Era un hombre (Darwin) muy joven, tenía 25 años; Arriagada, 27, y el pintor, 33. Todos estaban en las edades y en la situación perfecta como para tramar entre ellos una intriga amorosa”, dice el escritor chileno Carlos Franz (Ginebra, 1959) vía Skype, quien ganó la II Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por la obra Si te vieras con mis ojos, en la que se recoge ese idilio amatorio.

Franz recibió un premio de cien mil dólares y una escultura del artista peruano Fernando de Szyszlo por una historia equivalente a su vínculo con Ecuador. “Tengo una relación biográfica con ese país. Un tío abuelo mío era de ahí, era embajador del Ecuador en Chile y se enamoró de una mujer de acá. Finalmente decidió quedarse al igual que Rugendas. Eso fue muy significativo porque en mi casa se comía el locro ecuatoriano y, hasta el día de hoy, pido que se haga ese plato, pero nadie sabe la receta”, comenta entre risas y un poco apenado.

Su etapa formativa empieza con talleres literarios, especialmente con el del escritor José Donoso, ¿cuán determinante fue conocerlo?

Eso ocurrió en el año de 1980 o en 1981, justo en la mitad de la dictadura de Augusto Pinochet. Tenía cerca de 21 años, era migrante, aspirante a escritor y también era muy pesimista, como gran parte de mi generación. Creíamos que esa dictadura nunca terminaría y pensábamos que era imposible ser escritor porque casi no se publicaba nada, había muy pocas librerías. Pero cuando llega Donoso, que es nuestro representante en el boom latinoamericano, con toda esa experiencia, esos contactos y esas obras, fue como si que se abriera una ventana por la que entró un aire fresco.

Y luego estuvo su magisterio, las lecturas que sugería, los consejos que daba para los proyectos que uno desarrollaba. Junto con él había llegado a Chile, pero un poquito antes, Jorge Edwards, a quien también hay que mencionar y reconocerle un papel similar al de Donoso por todo lo que significó para mi generación.

A esa generación se la llamó Nueva Narrativa Chilena, ¿cómo se sintió con esa etiqueta?

Después de que terminó la dictadura, en el año 1990, empezó la transición democrática y un grupo de escritores, que teníamos por ese entonces alrededor de 30 años, vimos la posibilidad de publicar nuestras obras y aparecieron juntas varias novelas, como las de Gonzalo Contreras, Arturo Fontaine, Jaime Collier y una mía.

Y bueno, los periodistas, ustedes, empezaron a hablar de “nueva narrativa chilena” que a mí me pareció siempre una etiqueta bastante aburrida porque lo nuevo es nuevo hoy y viejo mañana. Pero también porque no daban cuenta de ninguna característica común, estilística o temática.

Sin embargo, lo significativo fue que hubo un idilio extraño entre ese grupo de escritores, sus obras y el público. Nuestras novelas, que eran primeras, se vendieron en varias ediciones. Eran obras de autores desconocidos y, a pesar de eso, el público las buscaba, las leía, las devoraba. Esto duró unos años y después, naturalmente, pasó su momento y vinieron nuevas generaciones que lo primero que hicieron, desde luego, fue atacar a la generación anterior.

¿De qué manera?

La siguiente generación nos dio la espalda con patadas y todo. Nos trataron como si fuéramos lo mismo cuando somos bastante diferentes. Supongo que pasó eso porque nos veían como los hermanos mayores que están ocupando un sitio, un hueco y que no dejaban que nadie más lo ocupe. Quien piensa de ese modo lo hace en términos de una política gramsciana del poder cultural que me parece muy anticuada. Habría esperado de los jóvenes una mirada más moderna.

Pero hay autores de su tiempo, como Alberto Fuguet o Diamela Eltit, que han tenido una buena sintonía con las nuevas generaciones, hasta ahora.

Sí, claro. Me olvidé de mencionar a Alberto Fuguet; él es muy importante dentro de ese movimiento, de esa etiqueta de la “nueva narrativa chilena”, pero él también ha tenido una relación con las nuevas generaciones que, en algunos momentos, fue muy mala, como nos ha pasado al resto. El caso de Diamela Eltit es distinto, porque ella creó una escuela a través de sus propios talleres literarios, de los cuales surgieron una serie de escritores y escritoras. Ahí hay un tipo de herencia directa muy notable. No creo en la guerra literaria, pero sí en que hay guerrillas literarias. La verdadera guerra literaria la decide el tiempo, los lectores en el largo plazo, no es algo que venga de nosotros.

¿Cómo mira a las generaciones actuales, como Alejandro Zambra, Nona Fernández, Diego Zúñiga o Alejandra Costamagna, que recuperan los temas de la dictadura que usted vivió de adulto mientras ellos eran pequeños?

Significa un nuevo momento en la literatura chilena, en un nuevo contexto, en el cual ellos retoman asuntos que tuvieron que ver, a veces, con la dictadura y la transición desde la perspectiva de lo que ellos vivieron como niños. Alejandra habla, me parece, de una “generación de los hijos”. Los hijos de los que vivieron directamente estas experiencias. Pero estos hijos escriben desde una posición mucho más oblicua, como espectadores hasta cierto punto, condolidos e involucrados. Me parece eso muy bonito y va a seguir ocurriendo. Si uno ve el caso español, la Guerra Civil quedó atrás hace más de setenta años y los escritores españoles siguen, en cada nueva generación, retomando ese suceso a su modo. Retoman esos temas cada vez con mayor libertad, porque los hechos, al distanciarse, se vuelven más míticos, menos históricos, se pueden tratar con menos prejuicios y dogmas.

¿Cree que la literatura depende de la estabilidad política de un país?

Depende. Ofrece más o menos temas según las circunstancias políticas. Pero, por ejemplo, Zambra ha escrito novelas en las cuales la experiencia política es poco interesante y se convierte en un telón de fondo para las experiencias más personales e íntimas de sus personajes. Yo he escrito tres novelas de trasfondo histórico, en las que está la dictadura y la transición, pero diría que no cabe reducir la literatura de un país, ni mucho menos la de una región, a un solo tema.

¿Cómo siente eso que vivió en su país, en diálogo con el resto de los países de América Latina?

Creo que hay bastantes paralelos. Ustedes han tenido dictaduras, golpes de Estado y experiencias que, a lo mejor, sin ser de la magnitud traumática chilena, pueden equivaler a ello, como el enorme exilio ecuatoriano que conocí cuando viví en España. De modo que siento que tenemos, desgraciadamente, una historia de tragedias en común.

¿La tragedia nos hermana?

Nos hermana la tragedia pero también la esperanza, la esperanza de que algún día podamos unir a nuestros países por sobre las absurdas barreras nacionalistas que fueron creadas a lo largo de los siglos. Sería tiempo de que superáramos esos tics idiotas del nacionalismo y nos viéramos en todo lo que nos une: en la lengua, en la cultura, en un pasado común, en nuestras dificultades, pero también en la oportunidad maravillosa de ser mejores y más grandes gracias a la unidad.

Después de toda una trayectoria en la que su trabajo ha sido reconocido con premios, ¿qué le significa ahora recibir este último reconocimiento en el territorio?

No solo en el territorio, sino en el idioma. Me gusta recalcar esto porque pienso que ese es nuestro verdadero territorio. Carlos Fuentes lo llamaba la región de la mancha y todos somos habitantes de ella, de ese lugar metafórico en donde lo común es la lengua y la literatura que compartimos con esa lengua. De modo que es una enorme emoción haber recibido un premio a la mejor novela publicada en los dos últimos años en todo el ámbito de esa lengua. Ni siquiera yo me creo que sea la mejor.

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