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Música

Blue Note: un fruto extraño

Blue Note: un fruto extraño
24 de noviembre de 2014 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

La voz de Billie Holiday jamás sonó tan desgarradora como al cantar Strange fruit: “Los árboles sureños cargan frutos extraños/ sangre en las hojas y sangre en la raíz/ cuerpos negros se balancean en la brisa del Sur/ frutos extraños cuelgan de los álamos”. ‘Lady Day’ grabó el tema por primera vez en 1939, cuando los linchamientos de afroamericanos, en el racista sur estadounidense, dejaban a menudo esa ‘amarga cosecha’ pendiendo de las ramas, aquí y allá. A comienzos de ese mismo año, con miedo la había estrenado en público en el único club nocturno racialmente integrado de Nueva York: el Café Society, donde también se reunían los militantes del Partido Comunista.

 

Aquella fue la primera manifestación política concreta que el jazz se permitió como género. Algunos la consideraron una declaración de guerra, un punto de quiebre respecto de la segregación y la violencia racial, costumbres instaladas y supuestamente inamovibles. Strange Fruit había nacido como poema un par de años antes. Su autor, Abel Meeropol, la firmó con el seudónimo de Lewis Allan, bajo el que solía disimular su doble condición de judío y comunista. Aunque la maniobra no fue efectiva: el único medio que publicó sus versos, como de costumbre, fue The New Masses, el órgano de prensa del PC estadounidense. Más tarde, él mismo le puso música y se la mostró a Billie y los miembros de su banda, en uno de los mítines del Café Society.

 

Quizás fue este hecho —cuando el arte se harta, y promueve cambios de época para que la vida lo imite, como sostenía Oscar Wilde— lo que motivó a otro colaborador de aquel periódico, Max Margulis, a embarcarse en una aventura jazzística que pronto desarrolló un perfil racial y político nada casual. Durante los primeros días de 1939 se apareció ante él un inmigrante judío-alemán, con una idea bastante curiosa: deslumbrado con el swing desde su adolescencia en Berlín, quería grabar discos de aquellos intérpretes condenados a presentarse en burdeles o locales de baja categoría, los mismos que eran obligados a entrar por la puerta de servicio en los clubes ‘blancos’, de los cuales podían ser meseros o músicos, pero no clientes. Estaba convencido de que el jazz era una forma de arte injustamente postergada. Apenas hablaba inglés y no tenía idea de qué se trataba esa industria, pero le sobraba tanta voluntad como le faltaba dinero para financiar la empresa. Margulis consiguió entre sus contactos políticos una suma tan poco considerable como vital. Y Alfred Lion, aquel joven berlinés, pudo empezar a cumplir su sueño. Acababa de nacer otro fruto extraño: el sello Blue Note.

 

Trato equitativo

 

La chispa definitiva se hizo llama a la salida de un concierto por la equidad racial. En el Carnegie Hall, la víspera de la Nochebuena de 1938, otro activista de izquierda —el también músico, productor y crítico John H. Hammond— organizó un evento llamado From Spirituals to Swing: An Evening of American Negro Music. Durante esa velada, Lion conoció a Albert Ammons y Meade ‘Lux’ Lewis, dos pianistas de boogie-woogie que lo dejaron maravillado. Pocos días después, ofreció pagarles una sesión de grabación. La primera que encabezó en su vida.

 

Con sus ahorros de entonces y el aporte de Margulis, a Lion le alcanzó para alquilar el estudio de una radio local y encargar una veintena de copias de ambas grabaciones. Para economizar, consiguió que en la emisora le cedieran parte de las wee hours, horas perdidas de la madrugada que nadie quería. Fue una coincidencia que se transformó en marca registrada: en ese momento del día, los músicos recién abandonaban sus lugares de trabajo y estaban on the mood, en el clima creativo preciso para hacer grandes cosas.

 

Cuando Lewis y Ammons llegaron al lugar, se encontraron una mesa servida con distintos platos y sus bebidas favoritas, un gesto de cortesía que eliminó los últimos rastros de su desconfianza inicial. Por si fuese poco, Lion les pagó por la sesión y por el ensayo previo, además de prometerles un porcentaje de las regalías. Mientras las demás compañías obligaban a sus artistas a madrugar y forzar la inspiración sin ninguna garantía económica, Blue Note les aseguraba todo lo contrario. Los trataba con justicia y los rodeaba de un ambiente inédito de comodidad, calidad y fluidez, que se haría evidente, siempre, a través de sus performances.

 

Un equipo

 

Pero aunque quisiera, aquel alemán inquieto no podía hacerlo todo solo. A su alrededor, un poco por casualidad y otro tanto intencionalmente, se fue conformando un equipo de trabajo tan extraño como su director. E igual de sólido y riguroso en términos de compromiso y credibilidad. El primero en sumarse al grupo fue un amigo de la adolescencia de Lion en Berlín, Frank Wolff. Incorporado como socio, Wolff pasó de fotógrafo aficionado a definir con su lente gran parte de la estética visual del jazz, de allí en adelante.

 

Apenas entrados los años 50, Lion conoció a Rudy Van Gelder, un optometrista fascinado por los equipos de grabación, que había montado un estudio artesanal en la sala de la casa de sus padres. Igual de obsesivos y detallistas, trabajando juntos modelaron lo que se conoce como el ‘sonido Blue Note’: a través de la distribución meticulosa de micrófonos e instrumentos, se logra el balance adecuado de calidez, crudeza y consistencia que palpita en cada uno de sus discos.

 

En la segunda mitad de esa misma década, el ingreso de Reid Miles como diseñador —cargo que ocupó brevemente un entonces muy joven Andy Warhol— completó la personalidad gráfica del sello. Su manejo del color, la tipografía y la fotografía, luego de interminables discusiones con Wolff y Lion, dejó para el sello más de 500 tapas que actualmente son tan clásicas como los discos que contienen. Nada mal para alguien a quien no le gustaba el jazz.

 

Por el contrario, quien sí disfrutaba de aquella música era Ike Quebec, que se acercó a Blue Note como saxofonista y acabó manejando la agenda y la relación con los artistas que la empresa grabaría. Fue Quebec el ‘cazatalentos’ responsable de que Lion conociera y contratara a muchas figuras. Entre ellas, a dos jóvenes tan talentosos como desconocidos en su momento: Thelonious Monk y Horace Silver.

 

Cuestión de olfato

 

Desde el inicio, Lion demostró la agudeza de su olfato. La suya fue la primera compañía discográfica enfocada exclusivamente en el jazz, con todo lo que ello implicaba. Su intuición también lo ayudó a detectar tendencias musicales que el resto no advertía. Podía carecer de sentido del ritmo y tener ‘dos pies izquierdos’ para bailar —según la definición del pianista Herbie Hancock—, pero sabía muy bien qué quería grabar y cómo hacerlo. Registrar las actuaciones de artistas clave, en momentos únicos de su carrera, fue su más extraña y singular habilidad.

 

Como su objetivo principal era preservar del olvido la música que amaba, incluso las ganancias o las expectativas de ventas quedaban en segundo plano: “Solo le interesabas tú y tus ideas, y llevar eso libremente a sus grabaciones. Y jamás cometió un error. Produjo más de mil discos con Blue Note: fácilmente, de 900 a 950 son clásicos”, declaró alguna vez el saxofonista y artista plástico Gil Mellé, quien grabó para el sello y diseñó las tapas de algunas de sus placas.

 

Las puertas abiertas a los desconocidos y las segundas oportunidades a los ‘grandes’ caídos en desgracia —por problemas con la ley, el alcohol o las drogas— transformaron a la disquera en una especie de gran familia. Más de una vez, Lion pagó las fianzas de los artistas encarcelados o dio cobijo en su propia casa a los que atravesaban malos momentos. Tal vez nadie como él podía contener al genio ingobernable de Bud Powell, un formidable pianista y un hombre atormentado por los problemas psiquiátricos; o aceptar en un estudio a John Coltrane, apenas recuperado de su adicción a la heroína, para crear juntos esa joya sin tiempo llamada Blue Train.

 

No hubo estilo dentro del jazz que Blue Note eludiera. Pero sus huellas más profundas quedaron en el bebop y el hard-bop. Sobre todo en este último. Durante casi 30 años el sello ayudó a instalar, en el oído popular, nombres que hoy integran el Olimpo jazzístico: Art Blakey, McCoy Tyner, Jay-Jay Johnson, Jackie McLean, Chano Pozo, Freddie Hubbard, Sonny Rollins, Ron Carter y Jimmy Smith son algunos de ellos. Sin olvidar a quienes, contratados por otras discográficas, cruzaron la calle para dejar un único registro, hoy clásico, en las manos de Lion y su gente: Miles Davis, Charlie Christian y el citado John Coltrane, entre otros.

 

Dos decepciones

 

Tras romper con el racismo y la explotación de los músicos por parte de las discográficas, quizás la única deuda de Lion fue no haber podido desterrar el sexismo del jazz: solo dos discos de Blue Note, durante su ciclo original, incluyen o están liderados por mujeres. La compañía incluso se perdió, en sus primeros años, la posibilidad de grabar a Billie Holiday a causa de los nervios de su director, quien no se atrevió a recibir a la intérprete de Strange Fruit porque “todavía no sabía muy bien lo que estaba haciendo”. La música y los sueños, justo es reconocerlo, no pueden con —ni contra— todo.

 

Mucho después, con la llegada de los 60, se sumó una nueva decepción: el florecimiento del rock’n roll hizo languidecer a todos los demás géneros musicales. El público se volcó masivamente a ese nuevo ritmo, y los distribuidores de discos perdieron interés en el resto. Con las cuentas en rojo y el corazón fatigado por décadas de trasnoches y malos tratos, Alfred Lion tomó la decisión de vender Blue Note al sello Liberty. Trabajó todavía un tiempo más para dejarles la casa en orden a los nuevos dueños, pero ya nada era igual. Pronto, también abandonaría el barco su inseparable Frank Wolff. La venta fue en 1965. Ese mismo año, 34 personas murieron asesinadas durante las protestas raciales en la ciudad de Los Angeles. Magullados, los frutos extraños no dejaban de caer del árbol marchito y enfermo del sueño americano.

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