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La Constitución líquida

La Constitución líquida
29 de septiembre de 2014 - 00:00

El texto de Montecristi recoge variados contenidos de las agendas de los movimientos sociales durante las dos últimas décadas en materia de principios, derechos, garantías y sistemas para la organización de las políticas públicas. Bajo esa perspectiva, ¿estamos frente a un proyecto constitucional que, en su afán integrador y articulador de diversas reivindicaciones de los sujetos sociales, es también capaz de inmovilizar a las multitudes en búsqueda de nuevas y mejores innovaciones actuales en todas esas materias?

La respuesta es precisamente negativa. La norma fundamental no contiene todas las respuestas sobre los siguientes aspectos: 1) Los conflictos que enfrenta la ciudadanía para que exista una verdadera vigencia de sus derechos y garantías; 2) Las distorsiones constitucionales y normativas como efecto de las conductas políticas de los actores institucionales; 3) Los inconvenientes suscitados por la incertidumbre judicial o la discrecionalidad de los servidores públicos a la hora de cumplir con la norma constitucional.

Lo que tenemos es un constitucionalismo disperso, dependiente y hasta líquido –para utilizar la metáfora baumaniana en relación a la modernidad-; que se sustenta en dos factores primordiales: primero, el desarrollo de los derechos fluye y se diluye de acuerdo con los ritmos del poder; y el segundo, la creencia de pensar que con un nuevo ordenamiento constitucional hemos alcanzado las soluciones a los problemas como democracia, Estado y sociedad. Entonces, las fortalezas y avances del texto se convierten en simulacros porque los problemas del andamiaje estatal ya no son los mismos que hace 6 años. Con ello, podría decir que el diseño institucional pensado en Montecristi para los nuevos desafíos ya no resulta oportuno porque los conflictos de la democracia –recientes y pasados- son cambiantes y no estáticos. El conjunto del diseño actual fue pensado desde una lógica de las desconfianzas entre las instituciones, y su tentación concentradora es también una herencia del texto constitucional de 1998 no corregida y agravada, que incluso renueva otras pugnas de poderes, pero con actores –sociales e institucionales- entrampados, y no estoy hablando del clásico choque de trenes Ejecutivo-Legislativo. Ahora las tensiones entre poder constituyente y poder constituido no obtienen suficientes respuestas con la Constitución actual porque fue concebida e imaginada alrededor de otras hostilidades. Probablemente, la movilización y activismo constitucional permanente del Ecuador de estrenar un nuevo marco cada diez años (1978, 1998, 2008) se exprese en el agotamiento de cada diseño para las emergentes exigencias democratizadoras.

También es cierto que esa condición líquida, que atribuyo al texto, es posible verla cuando los potentes postulados emancipatorios y participativos se nos escapan como agua entre los dedos cuando se vigoriza un esquema de personalización del poder como el exacerbado presidencialismo que impera en el modelo ecuatoriano. Lo que nos corresponde es apostar por uno de sus fundamentos sociológicos: la unidad y diversidad de la sociedad como valor democrático para afirmar y reconocer su poder soberano, que permita reconocerse en un nuevo proceso constituyente que recoja los logros y construya las tendencias de reencuentro entre los componentes materiales y formales de la próxima norma constitucional.

Los vacíos y omisiones que presenta el esquema de Montecristi en cuanto a los déficits democráticos son parte de las razones para motivar la necesidad de que la sociedad se pronuncie sobre cualquier intento de reforma. Por ahí, podríamos recobrar sus propiedades sólidas.

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