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El arte de los treinta en Guayaquil adquiere matices diferentes y se estructura en base a alianzas y rupturas.

La construcción de un "arte nacional" (II)

La construcción de un "arte nacional" (II)
02 de julio de 2016 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

José De la Cuadra parte de la consideración de que la idea de clase social “excluye el concepto de nacionalidad”, por lo que el arte es esencialmente clasista, aunque después pudiera adquirir el calificativo de “nacional” y no al contrario; por esta razón, vale hablar -según él- de un” arte proletario ecuatoriano” más que de un arte nacional: “Se opera, así, para el observador, un error de visión, corriéndose el riesgo de confundir las cualidades adjetivas con las calidades sustantivas, como lógica consecuencia de no haber penetrado en el análisis estricto del íntimo reportaje (sic) que mueve el mencionado fenómeno artístico )”.   

Alfredo Pareja Diezcanseco, en una publicación de 1936, bajo el nombre de La dialéctica en el arte (2), identifica al nacionalismo y al universalismo como dos tendencias contradictorias en el campo de la revolución social, aunque reconoce un punto de intersección cuando las dos corrientes “hallan su fuerza original en volver los ojos a la tierra, a los problemas nativos, a las fuentes de energía que harán posible la lucha por distintas trayectorias”. “En ambos casos, se nacionaliza”, concluye Pareja, para quien el arte se vuelve objetivo cuando “se incorpora a la tierra”.

Frente a las críticas sobre una voz maniquea que se mueve insistentemente en el panfleto, Pareja Diezcanseco defiende el proceso dialéctico de las oposiciones, como una “condición indispensable para el logro de la obra” en su aspiración de encontrar la trascendencia a través del estudio de la condición humana, y reconoce al artista como un hombre que ventila sus inquietudes en función de la clase social a la que pertenece, recomendando, por supuesto, volver la mirada hacia el entorno, “hacia la cruel y dolorosa geografía de nuestra época”.

En los imaginarios relacionados con los discursos regionales, hay que buscar claves de interpretación de los postulados teóricos del realismo social. Evidentemente, los artistas de la época reivindicaban su paternidad y maternidad respecto a un arte de tinte nacional que buscaba acercarse al gran público, a la vez que evidenciaban la existencia de profundas injusticias socioeconómicas en la vida diaria de los sujetos subalternos que, por primera vez, adquirían visibilidad tanto en el arte como en la literatura. No obstante, habría que estudiar la manera en que estos proyectos culturales se despliegan en las dos regiones (Costa y Sierra), y cómo repercutieron en el posterior desenvolvimiento de las escenas artísticas.

Ya hemos visto que el arte de los treinta en Guayaquil adquiere matices diferentes y se estructura en base a alianzas y rupturas, al punto de que emerge diverso en la década posterior. Al contrario de lo que sucede en Quito, con un sindicato de artistas que se mantiene unido, en Guayaquil los creadores se dividen por razones ideológicas, y así se organiza, en 1939, el primer Salón de Octubre bajo el auspicio de la Sociedad de Artistas y Escritores Independientes (SAEI), cuyo ideario coincide perfectamente con las recomendaciones de Pareja Diezcanseco: “Nuestro paisaje telúrico, nuestro paisaje humano, los conflictos dramáticos de nuestros hombres, es decir, la raíz de nosotros, constituyen nuestra intención” (3).  No obstante, la presencia de Carlos Zevallos Menéndez y su orientación arqueológica de carácter decorativo, orientará a algunos artistas como Segundo Espinel Verdesoto, hacia un paulatino alejamiento de los referentes del expresionismo.  

En Quito, en cambio, el realismo social se prolonga hasta el cansancio y asume como propio un discurso mestizo que pretende incorporar al indio al proyecto nacional, lo cual es promovido por Benjamín Carrión, principal ideólogo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. México con su estereotipado nacionalismo es modelo para que, luego de la pérdida territorial de 1941, el escritor Carrión haga el llamado de “volver a tener patria”. Revistas como Letras del Ecuador, órgano de difusión de la Casa de la Cultura, publican artículos en los que se discute la problemática “de la raza”, siempre desde una visión marcadamente andina.

El crítico José Alfredo Llerena, en uno de los primeros intentos por sistematizar la trayectoria del arte ecuatoriano en el siglo XX, se concentra en las actividades de los pintores de Quito y habla de un “indigenismo social” en la pintura, tomando como referente único los “Salones de Mayo” del capitalino Sindicato de Escritores y Artistas (SEA). Desconcierta, por otra parte, su magra referencia a la ciudad de Guayaquil como una “insignificante” plaza de desarrollo artístico ).

La pintora Alba Calderón de Gil fue una de las pocas figuras que en Guayaquil se mantuvieron fieles a la estética del realismo social, junto a la escultora Bella Amada López y el artista Galo Galecio. El novelista e historiador Leopoldo Benites Vinueza, en su columna de diario El Universo, hablaba en los años cuarenta de un “arte guayaquileño como tendencia y orientación”, en que “el acento predominante es el de una amplia sinceridad y verdad sin adulación”, donde se erige el hombre de la costa, “el cholo y el montuvio como expresión racial y social”.  

Como vemos, a estas alturas se muestra un énfasis en lo étnico-social, como si la efervescencia del arte proletario hubiese quedado en los carteles y poemas murales de los primeros años, cuando el “arte nuevo” era una aspiración de jóvenes revolucionarios, todavía ajenos a las ambiciones del poder.

1.  José de la Cuadra, “El arte ecuatoriano del futuro inmediato”, en Crónica del Río, No. 1, septiembre-octubre de 1986, p. 53.
2.  Alfredo Pareja Diezcanseco, La dialéctica en el arte, Portugal, 1936.
3.  Catálogo de la Sociedad de Artistas y Escritores Independientes, 2do. Salón de Octubre, Guayaquil, 1940.
4. José Alfredo Llerena, La pintura ecuatoriana del siglo XX, Quito, Imprenta de la Universidad, 1942, p. 74.

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