Casi como un dogma, los dueños de las universidades entendieron que se trataba de un negocio muy lucrativo. Y por ello, sin duda alguna, establecieron sus empresas en esa dirección. Algunos han hecho un trabajo loable, pero caro. Otros utilizaron esa fachada para engordar terrenos y evitar el pago de impuestos.
Ahora que el Consejo de Educación Superior (CES) ha entrado a regular esos ingresos, la reacción no ha sido del todo saludable, en términos políticos.
¿Es posible justificar el incremento de pensiones y matrículas porque ahora se pagan sueldos íntegros a los maestros y se exigen laboratorios y buenas condiciones para los estudiantes? Que la educación no sea un negocio para enriquecerse ha costado tiempo y una política firme, pero hacía falta desde hace mucho.