La esperanza ronda en cada elección presidencial, sea el país que sea.
Y alrededor de ella se teje un sinnúmero de imaginarios, proyectos, deseos y hasta negocios.
La promesa de que todo cambiará tras la elección de uno de los candidatos imprime un grado de alegría y hasta fanatismo en ciertos sectores.
En Perú, el país que atravesó por crisis económicas increíbles -con inflación de tres y cuatro dígitos-, enfrentamientos sangrientos y con lamentables consecuencias en la conciencia y psicología social, penosas derrotas políticas y hasta deportivas, ahora espera y aspira a que la esperanza y la promesa de cambio sean más que un eslogan o una imagen en cualquier afiche.
Nuestro vecino es de los pocos de América del Sur que no vive procesos políticos en la corriente de la izquierda, quizá por culpa de esa misma tendencia ideológica que no supo ni ha sabido recuperar y procesar lo más valioso del pensamiento de uno de sus hijos: José Carlos Mariátegui.
Con todo el potencial económico y la vasta capacidad productiva, Perú debería proponerle al mundo y a la mayoría de su población pobre un proyecto de vida para garantizar soberanía alimentaria y equidad social, sin someterse a los tratados de libre comercio, que ya sabemos que solo benefician el consumo y el enriquecimiento de grupos y hasta de familias poderosas.
Ese Perú de Mariátegui hoy decide quién será su gobernante y lo hará en el marco de una democracia formal, representativa y hasta ahora excluyente. En adelante, como ya ha pasado en otros países, la dirigencia política honesta y la participación ciudadana serán las responsables de hacer realidad las promesas de campaña.
El Ecuador tiene mucho para hacer conjuntamente con Perú y nuestro deseo es que el presidente electo asuma ese compromiso de integración, con toda la generosidad que nace de nuestras raíces comunes.