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Perfil de Édgar Freire Rubio

La memoria prodigiosa del ‘librero de la ciudad’

Édgar Freire Rubio se inició en la Librería Cima, Luego trabajó en la Española y finalmente en una librería de segunda mano. Foto: Fernando Sandoval│El Telégrafo
Édgar Freire Rubio se inició en la Librería Cima, Luego trabajó en la Española y finalmente en una librería de segunda mano. Foto: Fernando Sandoval│El Telégrafo
30 de abril de 2014 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez

Quito. 3 de mayo de 1993. Son las 07:30. Édgar Freire, que trabaja en la Librería Cima, recibe una llamada del escritor ecuatoriano Alfredo Pareja Diezcanseco. Llama para pedirle un favor especial. Busca con urgencia 2 ejemplares de La muerte de Virgilio de Hermann Broch, y los necesita para las 10:00, hora en la que mandará a alguien para que retire los libros. Édgar Freire le dice que no tiene ningún problema en obtenerlos e, inmediatamente, se comunica con Alianza Editorial y consigue 3 ejemplares, por si acaso.    

09:30. Un silencio sepulcral invade a Quito y una noticia corre por todos los costados de la ciudad: Alfredo Pareja Diezcanseco ha muerto. Después de haber llamado a Édgar, el autor de La hoguera bárbara fue a un chequeo médico y, en la antesala del consultorio, sufrió un infarto. Édgar se quedó con los libros.

Poco tiempo después, cuando Édgar narró este episodio en un diario de la capital, el hijo de Alfredo Pareja Diezcanseco recién se enteraba de esa historia, por lo que rápidamente fue a pedirle los 2 ejemplares de Broch pues su padre los había encomendado para él. Édgar también se quedó con el recuerdo.

Poblar una vida de libros, anécdotas y personas entrañables ha sido la grata tarea de Édgar Freire, a quien todos conocen como “el librero de la ciudad”. Este quiteño, de sonrisa cómplice y ojos inquietos, nació el viernes 3 de junio de 1947 bajo el signo de Géminis, en el barrio San Roque. Su madre fue costurera y su padre zapatero, pero no era el clásico zapatero remendón, sino que era un artesano del calzado fino, particularmente, del femenino. Quizá, esa sensibilidad de su padre por los objetos pequeños y perfectos se transmitió a su hijo.

Por la sencillez del hogar en el que Édgar nació hubo un cierto determinismo en su vida: habitar en un barrio popular, tener unos padres obreros y estudiar en una escuela fiscal llamada Chile, que estaba custodiada bajo la efigie  de Gabriela Mistral. Édgar recuerda que como no tenían televisión en ese entonces, sus padres se dedicaron a la procreación, pero ordenadamente: su familia está compuesta por 5 hermanas y 5 hermanos (1 está muerto).

Se forja el hombre-libro

Édgar es un hombre dual, que le hace justicia al signo bajo el que nació: como librero, tuvo que desarrollar varias habilidades para las relaciones públicas, sin embargo, él se reconoce como un hombre sumamente tímido, con una capacidad inmensa de introspección, a tal punto que ahora, que está jubilado, se pregunta cómo pudo trabajar  como librero desde que tenía 18 años, edad en la que ingresó a laborar en la legendaria Librería Cima. Ese lugar cambió su vida, no solo por el vínculo que creó con los libros, sino porque conoció a una persona que estaba “sobre el bien y el mal”, y que a Édgar lo definió como ser humano: Luis Carrera.

Siguiendo el determinismo de su vida, Édgar ingresó al Normal Juan Montalvo. Reticente con las ciencias duras (reprobó física, matemática, química y hasta educación física), siempre sintió una cierta vocación para ser maestro de escuela. “Mi vida colegial fue como la vida del boxeador. Siempre el boxeador impresiona en los últimos rounds y aparenta que ha ganado”. Édgar se graduó el viernes 23 de julio de 1965, a las 08:30, y su padre creía que estaba apto para la universidad, pero él no quería estudiar más. “Hay un cierto rechazo al académico  dentro de mí. No se olvide que en el 65, en  Ecuador, ser bachiller era ya contar con un título de profesor, que garantizaba una buena profesión, hoy ya no sirve para nada”.  

Hubo una oferta para que Édgar trabajara en Quevedo como maestro, pero su padre se negó,  porque ya tenía otro hijo trabajando en Bahía de Caráquez, y con él era suficiente.

En ese tiempo, después de ser zapatero, el padre de Édgar laboraba en la Editorial Colón, que además de funcionar como papelería, publicaba libros de textos escolares, por lo que conocía a muchos autores, editores y libreros, pero el más entrañable para él era Luis Carrera, gerente de la Librería Cima, a quien le pidió trabajo para su hijo.

Al principio Luis Carrera no estaba convencido de contratar a Édgar. “Hoy usted me ve con una buena estatura y más o menos agarradito, pero yo era muy pequeño de joven. Fíjese que en el Montalvo fui el penúltimo de talla en sexto curso. Entonces, el señor Carrera no me quería contratar, talvez porque me veía  muy desgarbado”. Pero al enterarse de que Édgar era bachiller del Montalvo, Luis Carrera hizo una alabanza del colegio y le dijo  que él también era egresado de ahí (luego le confesaría que solo había estudiado la escuela), entonces,  aceptó que trabaje en la librería por 3 meses de prueba.

Édgar ingresó a laborar el 7 de diciembre de 1965, después de las fiestas de Quito. Cuando llegó a la librería vio a un hombre que bajaba una bandera de Quito de la parte frontal del local. Era Luis Carrera. Lo ayudó a doblar la bandera e ingresaron al establecimiento y, en ese instante, a Édgar se le apareció la imagen más fantástica de su vida: en el fondo de la librería estaba el escritorio de Luis Carrera y, atrás, rebosaban estanterías repletas de libros. “Parecía un cuadro de Gaudí y sentí una especie de emoción y pavor al mismo tiempo”.  

Luis Carrera paulatinamente fue educando e instruyendo a Édgar Freire. Su tarea inicial fue ponerle números a los libros en los anaqueles, luego actualizar los catálogos de las editoriales y, tiempo después, cuando Luis Carrera le tuvo más confianza y cariño, Édgar pasó al mostrador y vendía todo tipo de libros: de cocina, artesanía, literatura, sociología,  filosofía y siempre escritura nacional.

Luis Carrera tenía una rutina de trabajo que Édgar heredó y replicó hasta después de trabajar en la Librería Cima: de lunes a sábado ingresaban a las 07:00, barrían el local, limpiaban los baños, ordenaban los anaqueles, mantenían una hora de conversación, “de lo divino y lo humano” y, a las 08:00, “casi impajaritablemente”, Luis Carrera sacaba una libreta y apuntaba las tareas que cada trabajador debía cumplir durante el día. “No había espacio para la improvisación”, recuerda sonriente y con orgullo el ‘librero de la ciudad’.

Los mejores años de vida para Édgar Freire fueron los 35 que trabajó en la Librería Cima. Y no solo porque allí se definió como librero, conoció a su segundo padre, se capacitó en bibliotecología, se inició en la escritura (Édgar comentaba libros ecuatorianos en diferentes periódicos y se forjó como antologador de historias de la capital), sino por la gran cantidad de anécdotas que pudo cosechar.  

Está la del primer libro, La peste de Albert Camus, que vendió sin ayuda a un famoso ginecólogo, Guillermo Toro, quien luego atendería a su esposa en el parto de su primera hija; o como cuando recomendó a Jorge Icaza uno de G.H. Mata y el autor de Huasipungo le dijo: “Dime aunque sea hijo de puta, pero nunca me muestres nada de él”.

También guarda varios recuerdos de Alfredo Pareja Diezcanseco, quien alguna vez le preguntó qué estaba  leyendo, y Édgar le dijo que el Doktor Faustus de Thomas Mann, pero que no entendía nada, y Alfredo Pareja agregó: “ah, qué alivio”, y le contó que en esos días iba a Guápulo, a estudiar con David García Bacca (uno de los más grandes traductores y filósofos de Iberoamérica), la obra de Mann porque para entenderla se necesitaba saber de música y sinfonía; o como cuando  Pareja Diezcanseco lo llamó para pedirle los libros de Isabel Allende porque le habían “chismeado” que era el boom de ese entonces, pero en esa misma tarde, luego de haberlos mandado a retirar, llamó a Édgar para decirle que los iba a devolver porque eso era “un refrito de Gabriel García Márquez”.

Luego de cerrar un prodigioso ciclo de vida en la Librería Cima, que desapareció cuando fue vendida a la Librería Científica, Édgar trabajó en la Librería Española durante 10 años, aunque, para aceptar esa ocupación, puso varias condiciones: que le den un escritorio, una máquina de escribir y que lo dejen entrar a las 07:00. Todo esto como un homenaje a Luis Carrera, quien murió cuando tenía 87 años.

En la Librería Española, Édgar se sintió saturado y decidió salir, porque, además, siempre buscaba un maestro que le enseñe. Entonces, aceptó la propuesta de un amigo uruguayo para que lo ayude a ordenar una librería de segunda mano. Trabajó casi 2 años ahí  “En este oficio no hay secretos: el único secreto es leer. Conocer bien lo que se vende y al que se vende. Ese es el axioma que se debe cumplir, esa es la ecuación sine qua non”.

Un hombre jubiloso

Aunque Édgar asume que el verdadero librero es incompatible con el matrimonio (está separado), siente un vínculo muy fuerte con la familia, y no solo con la de sangre, sino con la que construyó durante su vida. “Esta profesión puede matar o dar vida. Uno tiene que aprender a retirarse”. También reconoce que las políticas culturales que hay en Ecuador nunca toman en cuenta al librero. “El eslabón perdido es el librero. Un autor o un editor no es nadie sin un librero”.

Además, se siente muy apenado con la situación actual de las librerías, pues considera que se están convirtiendo en grandes superficies con excesos de best sellers. “Me parece inadmisible que la rotación de un libro marque lo que debe tener un anaquel”.

Édgar Freire está jubilado y no le asusta esa palabra, porque sabe que el júbilo es la alegría extrema a la que puede llegar un ser humano. Se levanta, como de costumbre, a las 07:00, y tiene una rutina tranquila que le permite leer en la cama, seguir compilando sobre Quito (tiene más de 15 libros escritos, la mitad dedicada a la capital y la otra a su oficio como librero), compartir con su familia (tiene 3 hijos) y amigos, asistir a eventos culturales, seguir recomendando libros, ver las películas que le gustan y, sobre todo, recorrer las calles de la capital.

“Soy un hombre de bus. Los mejores libros de mi vida los he leído ahí. Incluso tengo una idea de la muerte relacionada con el bus. Me encantaría coger uno que no tenga destino el día en que me toque morir y llevar una maletita con los 5 libros más hermosos de mi vida, y que nunca pare hasta que la muerte me duerma”.

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