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El Telégrafo
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Una distinta ortografía

Una distinta ortografía
Ilustración: Camilo Pazmiño
13 de julio de 2016 - 16:45 - Andrés Cárdenas

Desde Italia

Ella está, seguro, en el podio de las mujeres con las que más he hablado en mi vida. La suelo buscar tanto en esas celebraciones de corbata, con par de bajativos de más, como cuando estás en pijama, arrepentido de todo, listo para que te envuelvan en una bolsa negra de basura. Siempre se da cuenta cuando digo alguna verdad incompleta, no se va cuando no está de acuerdo conmigo, no tiene problema en repetir que estoy gordo a cualquier hora del día. Ella siempre está guapa, con ojeras, mascando chicle, con esa sonrisa que haría que todos los criminales del mundo sepan que en realidad están perdonados. Cuando la conocí yo tenía diecisiete años, tiempo libre y todas las tripas en la mano. Leía sus cuadernos de notas en los cuales, noche a noche, con la típica manuscrita rimbombante de escuela, arreglaba sus cuentas sobre hojas a cuadros: “Oración, tarde y medio dormida, pero he luchado”. O también: “Desasosiego, falta de paz, luego ya no”. Ella había muerto pocos días después de esas líneas, el 26 de marzo de 1959, exactamente a mi misma edad. También se le escapaba el corazón entre los dedos –de hecho, ya tenía planificado el gran viaje a París–, pero, entre la lista de pendientes, después de esquiar, le apareció un cáncer en la pierna. Un sarcoma de Ewing. Son tres casos por cada millón de personas menores de veinte años. Esa mutación de células no le apareció ni a su vecina, ni a su amiga, ni a su hermana, ni a mí. Tal vez porque ella podía lograr que un diagnóstico de dolorosas curaciones, hemorragias y radioterapias, no sea una comprensible tragedia de dolorosas curaciones, hemorragias y radioterapias. Sino algo distinto. Aprendió los únicos seis acordes de guitarra que sabía una amiga suya –los que sabemos todos: do, sol, fa, si, re, la– para, sin necesidad de levantarse de la cama, cantar las canciones románticas de los cincuenta. Pero, aunque suene extraño, la ortografía no era la misma de la radio. “Rosa –le decía a su profesora amateur, cuando se acercaban a determinadas palabras– con mayúscula, con mayúscula”. Montse Grases, con un dolor –según decía ella– como de perros mordiéndole la pierna permanentemente, le cantaba a su Amor.

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