Un buen libro nunca es un libro. Es una coincidencia. Eres tú y es el libro. El azar. La sincronía de un tiempo, de un lugar, de un deseo. El maravilloso hecho que hizo que escogieras ese libro y no otro. El hecho de que el instante en que lo abriste, llovía, el instante en el que empezaste a leer, sonaba una canción en la radio. No es un libro solo. Son tus ojos. Aunque hay varios libros que me han marcado, solo uno me hizo sentir tan viva: Trópico de Cáncer. 

Hay palabras que son espadas- “words- words- words” dice Hamlet- Los primeros párrafos de Trópico de Cáncer son espadas, palabras que salen disparadas y te cortan la piel- palabras-espadas- llenas de carga eléctrica, de violencia y belleza ( si es que en este caso hay alguna diferencia.)


Trópico de Cáncer surge del fracaso, de la resignación, del caos, del dolor. Y propone un lenguaje lleno de metalenguajes: un libro que habla de un hombre que quiere escribir un libro. Un ensayo poético sobre el hecho de escribir. Y sobre el “hecho de vivir” (si es que hubiera alguna diferencia)


Esa sensación de borrador, de improvisación, de jazz, de caos, paradójicamente recuerda a una perfección cósmica, a esa fuerza que Miller la llevaba en la sangre. Escenas grotescas, crudas, crueles, que no hablan de la miseria sino que reivindican la condición del ser humano en la Tierra, la fugacidad, el ser efímeros. Reivindican el dolor, la animalidad, el cuerpo, el estómago. Un cuerpo que tiene hambre y quiere devorarlo todo. Y esa es la sensación que me causó al leerlo: hambre (física y metafísica). Miller es el hambre.