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Fronteiras: el lugar del tiempo sin tiempo

Fronteiras: el lugar del tiempo sin tiempo
24 de agosto de 2013 - 00:00

Carla Badillo Coronado


Uno

“Si la gente quiere ver solo las cosas que puede entender, no tendría que ir al teatro: tendría que ir al baño”. Así pensaba el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht. Intuyo que los integrantes de Fronteiras también comparten esa idea, porque su obra no se trata de una representación sino de un rompecabezas: el laberinto que encierra la enorme cabeza de la humanidad.

Fronteiras es una coproducción entre el Grupo de Teatro Malayerba y el Colectivo Âmbar, bajo la dirección de Arístides Vargas y la participación de 12 artistas de Argentina, Brasil, Costa Rica, Ecuador, México y Perú. La obra propone un encuentro con los límites mentales y territoriales que se impone el ser humano.

No hay esquema. Los textos fueron escritos por Camila Guilera, Ixchel Castro, Rubén Darío Romero y Sebastián Eddowes, quienes también actúan en la obra. El escenario es una enorme casa sin lógica ni tiempo donde el público confrontará sus propias  ilusiones, pero también sus miedos y  miserias.

Dos
19:40. La función empezará en veinte minutos, pero ya se escucha por toda la casa un coro de voces. Todos ayudan. Entonces los papeles se mezclan: actores, ayudantes y director se confunden entre las escaleras. Salta un interruptor, quedan a oscuras. Los ánimos se tensan. Varios actores se vuelven electricistas tratando de resolver el problema. Esto también es parte del teatro, pienso, contar con lo imprevisto, saber que todo puede pasar y de una u otra forma resolverlo. Afortunadamente la luz regresa.


Tres

Son casi diez los escenarios. El primero, paradójicamente, es en el patio donde el público espera. La obra inicia con tres niñas  jugando a las escondidas. Una mujer  nos advierte -con su farol en  mano- que los seres que habitan en la casa no tienen  tiempo ni espacio, pueden cambiar de sólido a líquido y  además no tienen color, son aire y luz. —Bienvenidos al lugar del tiempo sin tiempo, dice, mientras nos invita a mirar a los seres a través de las ventanas. Entramos por  grupos de 13. La mujer cierra la puerta. Cruzamos la primera frontera.

Cuatro
Una cámara cuyas paredes están hechas de papel. En ellas, pequeños huecos por donde  espiar. Adentro: una banca y dos personas sentadas en  los extremos. Un hombre y una mujer. No se dicen nada. Ella está visiblemente incómoda, el hombre la acosa. Suenan los Nocturnos de  Chopin. Ahora somos 13 ojos más   los que, a su vez, también la observan. Tengo la sensación de convertirme en una voyeur, de invadir un espacio. De pronto la mirada del hombre apunta a mi ojo. ¿Trata de intimidarme? Sostengo la mirada, pero llega un punto en que no sé diferenciar si son ellos los que están adentro  o soy yo.

Cinco
Un cuarto oscuro, apenas iluminado con una lámpara de luz verde. El objeto principal es una  jaula sin base y cuyas rejas son hileras de pájaros de papel que se extienden hasta el piso. Me recuerda al poema que Alejandra Pizarnik le dedicó a León Ostrov, que dice: “Señor / La jaula se ha vuelto pájaro /y se ha volado”. Esta jaula no vuela, pero casi. Hay una sensación de movimiento aun en lo estático. Un joven nos invita a tomar asiento y bajo la jaula nos cuenta la historia de su abuelo, un exiliado amante del cine. “Reconstruía vidas soñadas. Se levantaba temprano y salía a caminar para recibir el rocío de la mañana con la vieja creencia de curar de su vista las imágenes producidas por la guerra. Llegando a América, el bombardeo se convirtió en un río de pájaros haciendo del paisaje música para sus oídos. (...) “Su único límite fue el paro cardíaco que lo llevó, irremediablemente, de la realidad a la ficción”.

Seis
Hasta el momento, las escenas  se mueven como si fueran hilos,   imperceptibles, que al menor movimiento nos descolocan. Estamos en las escaleras —¿Qué miras cuando ves?- nos dice una de las voces que resuenan en la casa. —¿Y qué miras cuando dices que ves?- nos increpa  otra. Parecería que ambas preguntan lo mismo, pero no. El acto de nombrar marca distancia o la acorta. Todo es relativo. —Hay que bailar para romper el silencio-, grita una tercera voz.  Seguimos dentro del juego, porque todo al final es un juego -imprevisible- como la vida.

Siete
En un mismo cuarto se cuentan varias historias. O se cuenta la misma, pero en otro idioma. Estoy en un camerino, muchos espejos y una luz azul. Una madre trata de enseñar a su hija a volar. Empieza con ternura, pero mientras la “entrena” para ser bailarina, la madre se vuelve dura y agresiva. “Yo nunca pude volar, ni siquiera tenía el cuerpo para ello. Pero tú sí, hija, tú  tienes  alas”. La madre le ajusta un  lazo,  la sube en una silla y la golpea con una regla en la mano cada vez que se equivoca.

Ocho
La misma muchacha nos invita a pasar a otra sala. Su rostro denota tristeza. Para qué tengo alas si no puedo volar, dice. Pero enseguida se anima, abre la ventana, y ya con medio cuerpo afuera vuelve a gritar: “Hay que bailaaar para romper el silenciooo”. En un impulso casi la agarro de la pierna por miedo a que  cayera desde el tercer piso. Todo ha sido tan intenso que pensé que en verdad se atrevería a volar.

Nueve
Tres jóvenes deciden fundar una diarquía matriarcal. El erotismo y la racionalidad se ponen a prueba. “El bar y el refigerador serán embajadas en territorio hostil”, dice una de las diarcas. Eso significa que la música y el alcohol nos pertenece”.

Diez
Literalmente una frontera. Tres viajeros son tratados como maleantes “¿Por qué me tengo que quitar las botas? ¿Ser extranjero es un delito? Argentino. Brasileña. Peruano”. Un mantra desesperado. “Fueron más de 70 mil  muertos entre terroristas y el Estado. ¿Por qué no puedo abrir los ojos?”.

Once
Estamos en un velorio surreal. Un altar colorido escolta la escena. Dos hombres con escasa ropa nos invitan a solicitar los servicios de la funeraria “Última frontera”. “Ofrecemos servicio de maquillaje y diversos paquetes. Combo número 3: orquesta  sinfónica, un día de luto nacional, un stand  con café y bizcochos, una mujer desconocida, un hijo no reconocido y un enano que baila”. La muerta, de origen mexicano, se levanta y reflexiona de una manera sarcástica y mordaz sobre el mundo moderno. La muerte, como tal, es la única  que logra congregar a todo el público. En adelante la trama se aligera y se produce un remolino de voces y diálogos que ponen a prueba al espectador. Risas y dolor, todo se conjuga. El final sorprende porque no se sabe, a ciencia cierta, si en realidad llegamos al final.

Doce
Hay mucho de exorcismo en Fronteiras y su vitalidad radica, precisamente, en el riesgo. Si algo mantiene esta obra  es la anarquía organizada de sus símbolos, raíz de toda poesía. Fronteiras logra llevarnos a un estado de trance, pero sobre todo nos devuelve -como planteaba Antonin Artaud- nuestro derecho a la imaginación.

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