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El Telégrafo
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De cómo las antologías poéticas crecen y otras cotidianidades

De cómo las antologías poéticas crecen y otras cotidianidades
27 de mayo de 2012 - 00:00

El titular, a tres columnas, dice Poemas de 33 ecuatorianos, en una antología bilingüe. A continuación se da  el nombre del volumen: Apartar lo blanco de la luz (Separer le blanc de la lumiere) y se explica que el proyecto nació el año 2005 durante una tertulia en la que “Miguel Angel Donoso, un escritor guayaquileño” incentivó a los jóvenes interesados en realizarla a poner en marcha la idea.

Los antólogos indican que la intención original era la de hacer una antología con textos de 10 o 15 autores nacidos entre las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado, pero que conforme fueron  trabajándola el número de autores aumentó considerablemente y llegó a treinta y tres.

Es decir, los antologados se triplicaron como por arte de magia. Si así llueve que no escampe habrán pensado los poetas, pero la  pregunta obvia es cuántos de la mitad aumentada  eran antologables y cuántos meros colados por la puerta de la cocina.

Una segunda inquietud es averiguar de dónde salió el “escritor guayaquileño Miguel Angel Donoso” que incentivó a que el proyecto se pusiera en marcha.

Misterios de nuestra cotidianidad intelectual que ojalá alguien nos los explique y una sola verdad: los poetas aumentan en las antologías a la “mardita sea”, como diría el gitano de verde luna, es decir, Antoñito el Camborio.

Pasemos ahora a otra mangajada (por qué manga y por qué ajada). Esto último pásenlo por alto (o por bajo), y ahí les va la nueva, que es estrictamente familiar.

Recibo un libro dedicado así: “Para Miguelito con mucho cariño, de su prima”. No la ubico, pero estoy seguro de que es mi pariente. Tengo ochenta abriles (más bien, o peor, noviembres) y no creo que  ella sea mayor que yo. Pero me dice Miguelito, y eso garantiza el parentesco. ¿Por qué? Muy simple. El único Miguelito de mi familia soy yo.

Así, yo soy “el tío Miguelito”, “el niño Miguelito”, “Migüelito”, como me decían los ingleses en Ancón, “el señor Miguelito”, “el capitán Migüelito”, como me llamaba Edwina, mi amiguita inglesa de infancia, “Miguelito” a secas, “el doctor Miguelito”, “el abogado Miguelito”, “el joven Miguelito”, “don Miguelito”, “el jefe Miguelito”, siempre terminado en ito y no porque fuera un hito, ni mucho menos.

Esto me resultaba confuso: no sabía si el ito era por cariño o por insignificante. Preferí pensar que era por ser el único, esto es, por amor.

Hagamos ahora un breve registro de las burradas que oímos y decimos todos lo días. Primero una grandota, oída en una radio: “Todas las otras demás cuestiones”. Y: “Llovía durísimo” (¿piedras?); “Puede ser que a unos les guste y a otros también no les guste”; “Vuelvo a repetir”.

O esta, que es de poca madre: “Se le adelantó primero”. O decir “hacer pininos” por “hacer pinitos” (los pinos del juego de bolos cuando se tambalean). O: “No detener a los pillos, con lo que se garantiza el éxito de la delincuencia”. También: “Es un perfecto idiota” (porque la perfección no existe).

Nada raro resulta, por lo demás, que una mujer haga lúcidas críticas a ciertos medios de información, pero sí sorprende y hace gracia que la susodicha se llame “Vivita” López. Ni que solo en España hubiera “hidalgos”, que quiere decir “hijos de algo”, pues tras los siglos de dominación mora la paternidad era una ausencia y había que ser hijos de algo, además de la pobre madre.

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