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Miguel Díaz Cueva cumplirá 100 años y su biblioteca aún crece

Cerca de su centenario, con menos fuerza para movilizarse entre los libros,  Miguel Díaz Cueva cumple parcialmente el deber de empastarlos.
Cerca de su centenario, con menos fuerza para movilizarse entre los libros, Miguel Díaz Cueva cumple parcialmente el deber de empastarlos.
Fotos: Fernando Machado / El Telégrafo
19 de diciembre de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano

Cuando el padre Aurelio Espinosa Pólit empezó a formar su biblioteca les pidió a todos los jesuitas y libreros del mundo conocidos que cuando tuvieran a su alcance una publicación sobre Ecuador se la hagan llegar. Quería formar la más grande de las bibliotecas históricas sobre el país. “Usted debe hacer lo mismo”, le recomendó a Miguel Díaz Cueva, hijo de una familia cuencana, cuando él, un colegial del Benigno Malo, apenas había empezado a separar los libros de autores ecuatorianos de la gigantesca biblioteca de leyes que tenía su padre.

“En 2018 empiezo a vivir los 100 años”, dice Díaz Cueva en la sala de espera de su casa, donde hace más de cincuenta años reemplazó el huerto del que comía duraznos para situar en su lugar la cosecha de su búsqueda sobre historia, literatura y viajes sobre Ecuador que llevan entre páginas libros de todo el mundo. Sintiéndose cerca de su centenario, con menos fuerza para movilizarse entre los libros y cumpliendo parcialmente el deber de empastarlos, como ha hecho con los tomos especiales, cree que la universidad sería un buen destino, siempre y cuando construyan un edificio con una placa que lleve su nombre y así queden resguardados todos los libros, “porque si se separan, desaparecen”, dice Díaz Cueva. Sus hijos, quienes tendrán que buscarle un destino, no tienen claro quiénes podrían ser los compradores. A poco del centenario de Miguel Díaz Cueva, sus libros no tienen un destino definido y “habrá que trabajar en un inventario”.

De entrada, en su despacho, cuelgan grabados del Guayaquil de principio del siglo XX de José María Roura Oxandaberro frente a una vitrina de sellos, medallas y monedas de colección, guardados bajo el diploma de haber asistido a la Primera Exposición de Filatelia, Numismática y Cartofilia, en 1957, en la cual fue premiado como Director General de Correos.

En el centro, entre su escritorio y sus sellos, se abre la pared con un pequeño escalón que, al bajarlo, encierra al visitante entre columnas de libros repletas de arriba a abajo, de la A, en la primera estantería a la izquierda, hasta la Z, en la quinta columna hacia el fondo del pasillo a la derecha. En el centro hay un espacio dedicado para la literatura y la historia de Cuenca y al fondo otro para las publicaciones de los 215 tomos de la Sociedad de Amigos de la Geneología, a la que pertenece. Al terminar el pasillo hay un rincón en el que las estanterías no llegan al techo y los libros alcanzan el metro cúbico desde el piso. “Al menos tengo aquí 20.000 libros”, dice a cada visitante antes de permitirle ingresar.

Miguel Díaz Cueva seleccionaba cuidadosamente los libros que quería que le comprara su padre, “siempre de buena pasta”. Uno de sus lugares concurrentes era la librería de don Isaac Ulloa, un miembro del clérigo cuencano.  Para no perderse las publicaciones de su tiempo también elaboró una circular que enviaba a cada autor que publicara un nuevo libro. “Haga el favor de enviar un ejemplar para la biblioteca que estoy trabajando”. Quienes respondían a su solicitud lo hacían hasta con dedicatoria.

Cuando se graduó del colegio Benigno Malo, donde sus antecesores fueron rectores históricos, además de nombrarlo Mejor Bachiller con el Premio Juan Bautista Vásquez lo nombraron amanuense en la secretaría del colegio y empezó a ganar 120 sucres que dedicaba casi enteros a comprar más libros cada quincena. “Ya tenía para invertir por mi cuenta en libros”.

Desde entonces creó conexiones con posibles proveedores. La primera fue con un agente librero colombiano que distribuía textos en el país y tenía contactos con bibliotecarios en Estados Unidos. Compraba libros bajo pedido y los enviaba a Estados Unidos, de acuerdo a sus solicitudes, considerando en su venta un margen de ganancia del 25%, “para que el negocio funcione y comprar más libros”.

Después de amanuense del Benigno Malo se convirtió en el primer empleado de la Casa de la Cultura de Azuay, cuando se abrió su sede en Cuenca, en 1946. Su trabajo era enviar las cuentas por pagar después de recitales y conciertos a Quito para que el tesorero emita el pago. Cuando la administración se descentralizó un tanto manejó solo los pagos y pidió también que la matriz le envíe ejemplares de los libros que publicaba. En cada sesión del directorio, Díaz Cueva repartía los libros que llegaban en una caja, entre las autoridades, destinaba uno a la biblioteca del núcleo y se reservaba uno para él.

Una tarde de rutina, a la hora del almuerzo, pasó por la Gobernación y vio cómo del techo caían libros con cédulas reales, de inicios de la república. “No podemos dejar perder esto. Y como había una ley que decía que los libros de antigüedad mayor a los 60 años debían ir a la Casa de la Cultura, pedí que así sea, pero que no vayan a la matriz, sino que se quedaran en casa”.

Con esos libros creó el Archivo Histórico de la Casa de la Cultura, donde trabajó 24 años también como director editorial, cuando la sede empezó a publicar sus propios títulos y él se compró un libro de arquitectura tipográfica para ajustar las publicaciones a las especificidades técnicas internacionales, tanto de margen alto, como de margen bajo y ancho. “Me preocupaba de que todas las ediciones salgan bien hechitas, no como ahora que los libros tienen cualquier margen y no se puede leer”. Desde entonces, probablemente nació su afición a empastar los libros con su propia mano.

Otra de las conexiones que estableció fue con la librería Cima, de Quito, donde compraba obras a crédito y el bibliotecario dejaba un cajón libre en cada nueva tanda que llegaba, para venderle a crédito -en una cuenta que solo a veces estaba en cero- las últimas novedades ecuatorianas que se publicaban. Así fue hasta que un día llegó a Quito y se enteró de que habían puesto la librería en liquidación.

Las historias de viajeros que llegaron de Europa a interpretar el ‘nuevo mundo’, el libro de Cantuña, la colección de Luis Cordero, la primera edición de Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes con la firma de Juan Montalvo, todo lo que escribió Manuela Espejo y lo que dijeron sobre ella; los libros olvidados de Hugo Mayo; crónicas de Indias de hace dos siglos, las publicaciones de Alberto Sarmiento, de los escritores ecuatorianos que no vivieron nunca en Ecuador, están en la librería  de Miguel Díaz Cueva. Residen en su biblioteca también porque cuando alguien muere en Cuenca y él sabe que tuvo a su haber textos con historias de Ecuador y sobre él, es el primero en comprarlos, como pasó con algunos de los libros de  Manuel Veintimilla, un exalcalde de la ciudad.

“Esta es la biblioteca más importante del Austro ecuatoriano”, dice Alexandra Kennedy Troya, quien, como muchos investigadores, espera que tenga un buen destino para su conservación y que Miguel Díaz Cueva llegue a su centenario para constatarlo. (I)

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