Ecuador, 02 de Junio de 2024
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El Telégrafo
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Un pequeño instante de lluvia que les durará toda una vida

El ruido incesante que se produce en una ciudad que vive a toda máquina apenas se atenúa en la noche. Y ni siquiera en ese momento. Aunque culmina una jornada de labores, el regreso a casa parece ser el justo premio, pero el trayecto se convierte en una travesía en las denominadas horas “pico”.

Ese diario trajín de cientos de miles de individuos, que avanzan a paso acelerado, contribuye al matiz frenético en una urbe como Guayaquil, a medida que avanzan los últimos minutos de la tarde.

El intenso congestionamiento vehicular crispa los nervios, el servicio urbano se embotella por calles estrechas, mientras los conductores de automóviles se apoderan de las avenidas. Se evidencia en ese momento la desesperación cuando se disparan las bocinas con la creencia errónea de que esa acción contribuirá a que fluya el movimiento vehicular.

A esto se suma la llegada de la estación invernal. El calor sofoca y parece que el mismo asfalto y cemento de las calles y avenidas castigaran a la gente con su “vaho” caliente hasta apoderarse del entorno citadino.

De repente llueve. Las primeras gotas que caen refresca la ciudad, pero luego el cielo se torna “agresivo” y un impetuoso aguacero empapa a los pocos segundos a los transeúntes que, desesperados, corren a refugiarse bajo el portal de un edificio o inmueble.

Otros, algo precavidos, abren sus paraguas y continúan su camino. No pasan más de dos minutos y las aceras de las calles del centro de la urbe ya están anegadas.

De pronto una pareja de jóvenes rompe el esquema. Los chicos salen de una cafetería y, juntos de la mano, caminan lentamente hacia la plaza San Francisco. Su cabellos chorrean sobre sus rostros, sus ropas están casi pegadas a sus cuerpos, pero no parece importarles.

Al contrario de los desesperados que en vano evitan mojarse, ellos se detienen por unos segundos y se funden en un abrazo,  disfrutando de ese pequeño instante que les durará toda una vida. (O)

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