José Rafael Avilés lleva a cuestas todos los días una pequeña rueda de esmeril, un gastado bolso de cuero color café y 72 años por las calles capitalinas.

El hombre, originario de la provincia de Los Ríos, asegura que descansa únicamente en 1 de enero, Viernes Santo (es devoto de la imagen de Jesús del Gran Poder) y el 25 de diciembre.

Sus vivaces ojos azules se iluminan y los surcos que una vida de trabajo le han dejado en el rostro de tono rojizo por la constante exposición a la intemperie se acentúan cuando ríe.

Lo hace de buena gana cuando se le hace notar que, muy probablemente, sea “el último afilador que existe en Quito”. Acciona la manivela que hace girar la rueda y acerca lentamente el cuchillo que le ha entregado una vecina del noroccidente de la ciudad.

El contacto entre la piedra y el metal genera una estela de chispas que se asemejan a la cola de alguno de los cometas que, de cuando en cuando, se acercan a la Tierra.

Imperturbable por el efecto luminoso de la labor sobre su rostro acciona una y otra vez la desgastada hoja de corte contra el material de desbaste.

De tanto en tanto, acerca el cuchillo a unos ojos que -afirma- todavía son capaces de leer sin necesidad de lentes. Observa el metal con el aire de conocedor que le otorgan 42 años dedicado al oficio.

Cerca de ambos lagrimales hay rastros claros de un antiguo pterigium. Insiste, sin embargo, en que tiene tan buena vista como “cuando era un muchachito”.

Dice que el negocio no rinde igual que hace dos o tres décadas. “Ahora todo es desechable y la gente no se toma la molestia de arreglar cosas”.

Sin embargo recorre las calles de la ciudad cuatro o cinco horas al día en busca de clientes pues nunca tuvo un empleo formal y, por tanto, no puede optar por una jubilación.

Prefiere los barrios de la periferia a los residenciales “porque -asegura- los ricos aunque necesiten, no afilan”. (I)