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El Telégrafo
Jorge Núñez Sánchez - Historiador y Escritor

Pensar la ciudad (1)

20 de octubre de 2016 - 00:00

Las ciudades son quizá el más acabado producto de la cultura humana. Desde los más lejanos tiempos, ellas marcaron la voluntad del hombre por romper con el aislamiento impuesto por la naturaleza, para vivir en sociedad. Por eso, su presencia marcó el ascenso de las culturas y el poder de las civilizaciones.

Pero con las ciudades llegó también la complejidad de la vida social urbana, la acumulación acelerada de capital, el enriquecimiento exponencial de unos a la par que el empobrecimiento visible de otros. Asomaron también los filósofos, los negociantes, los viajeros, los juglares, las cantinas y las prostitutas, antes elementos inexistentes o disimulados bajo la paz del villorrio.

De ahí que los teólogos de la Edad Media llegaran a sostener que las ciudades no figuraban entre las cosas creadas por Dios y citadas en las Sagradas Escrituras, concluyendo que, por tanto, eran una evidente creación del demonio.

Pero lo cierto es que las ciudades fueron el espacio ideal para el levantamiento de los grandes templos y catedrales, que vinieron a constituirse en signos de identidad urbana, alrededor de los cuales se levantaban palacios y edificios del poder y también barrios especializados por su función: de tratantes y comerciantes, de universidades y centros educativos, de residencias de ricos, de habitáculos de pobres.

Cuando los europeos llegaron a América, se encontraron con grandes y pequeñas ciudades indígenas. La mayor de ellas era la mexicana Tenochtitlán, que al momento de la conquista tenía cien mil habitantes y triplicaba en población a las dos mayores ciudades europeas, París y Sevilla, que tenían treinta mil habitantes cada una.

Fundar poblaciones, villas y ciudades se convirtió para los conquistadores españoles en tarea fundamental. Muchas veces lo hacían siguiendo las Ordenanzas de Poblamiento del rey Felipe II, que instruían sobre la búsqueda de terrenos aptos para ello, que fueran planos, fáciles de defender, fértiles, con agua corriente y buenos aires.

Otras veces lo hacían sobre las ruinas humeantes de las poblaciones indígenas conquistadas por la fuerza.

Esas ordenanzas instruían también sobre el trazado esencial de las nuevas ciudades, que debía ser hecho en cuadrícula a partir de una plaza central, alrededor de la cual se debían ubicar los símbolos del poder: la iglesia o casa de Dios, la casa o palacio real, la casa cural o palacio episcopal y la casa municipal, para representar al poder divino,  al poder real, al poder eclesiástico y al poder de la ciudadanía, en su orden.

De este modo, con la colonización española nació un nuevo trazado de ciudad, concebido tras una idea teológica del orden, expresada en calles rectas, entrecruzadas entre sí mediante ángulos rectos, para simbolizar la vida recta que debían llevar sus habitantes. Un cabildo de ciudadanos, pero dependiente del poder real, administraba la vida urbana.

En cuanto a la población indígena que vivía aisladamente en el campo, fue forzada a vivir en pueblos o reducciones que facilitaran su adoctrinamiento religioso y el fácil manejo de la mano de obra. También esos pueblos fueron trazados mediante el sistema cuadricular y tuvieron un cabildo menor para su administración. (O)

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