El presidente de Estados Unidos ha hecho pública hace poco su “Estrategia de Seguridad Nacional”. En ella Trump identifica a Rusia y China como los principales antagonistas de su país: aquella principalmente en lo político y bélico, esta sobre todo en lo económico. Y, en enfoque reduccionista, cataloga a América Latina como fuente de dos amenazas a la seguridad de su país: el tráfico de drogas y la inmigración ilegal.
Pero, en evocación de la política de “hablar suave y llevar un gran garrote” del primer Roosevelt, al mismo tiempo insta a “los Estados democráticos del continente” a “enfrentar las amenazas a su soberanía”, constituidas por el apoyo de Rusia a Cuba y Venezuela, y a esta última también el de China; país que, además, estaría atrayendo a su órbita a los países de la región mediante inversiones y empréstitos estatales.
La nueva estrategia de Trump también evoca a la Doctrina Monroe, que parece reeditarse ahora en nueva versión, también reminiscente del superado TIAR: como Estados Unidos mantuvo a raya a Rusia, Prusia y Austria en 1823, así también “los Estados democráticos del continente” deben repeler a Rusia y China en 2017. Pero mientras tanto, duro con los delincuentes y los inmigrantes ilegales, que provienen de los mismos países cuya ayuda se demanda.
La incoherencia de la estrategia, que ya se comienza a llamar la “Doctrina Trump”, es la misma de todo populismo: con el propósito de cumplir con su agenda de política interna, el presidente estadounidense utiliza la política exterior. Algo de esto lo vivimos en Ecuador en la década reciente. La diferencia radica, sin embargo, en que, dado el peso específico de Estados Unidos, que, salvo prueba en contrario, sigue siendo potencia hegemónica, hacer populismo internacional puede significar cargarse la paz mundial.
Y, para botón de muestra, baste la decisión de Trump de mudar su embajada en Israel a Jerusalén. Con exabruptos populistas así, no hay estrategia de seguridad que pueda servir. (O)
