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El Telégrafo
Fander Falconí

House of Cards

21 de mayo de 2014 - 00:00

En el capitalismo, las políticas internas, sean de educación o salud o la construcción de una refinería, no son un accidente, sino la lógica y natural consecuencia de una política dedicada a favorecer los intereses de los más ricos y de las grandes corporaciones, lo cual llega, en muchos casos, a niveles delictivos.

House of Cards (Castillo de naipes) es una adaptación de la novela escrita por Michael Dobbs, sobre un jefe del partido conservador británico en la ultraneoliberal época de la señora Thatcher, y de la miniserie del mismo nombre, transmitida para la BBC a inicios de los años noventa. Con dos temporadas a cuestas y una tercera en preparación, es un drama político que se origina en Washington D.C. La serie goza de gran popularidad, e incluso Barack Obama se ha declarado admirador de la misma.

Los protagonistas centrales de la serie son Francis Underwood –interpretado por Kevin Spacey–, un hábil y maquiavélico congresista demócrata, y su esposa Claire –representada por Robin Wright–, una mujer ambiciosa, que dirige la ONG Clean Water Initiative. Los dos representan, con imagen triunfadora, al poder político y sus múltiples ramificaciones. Se trata de figuras creadas por los medios del sistema, que encubren el egoísmo, la vanidad, la codicia, la corrupción y el asesinato.

La saga transcurre en la capital de los Estados Unidos, donde prima el ‘toma y daca’, la negociación política, la subordinación de los medios de comunicación a los políticos y corporaciones y la presencia de intensos lobbies. El actor Mahershala Ali –el personaje Remmy Dalton– interpreta a un lobbista profesional, que funge como uno de los nexos centrales entre el Congreso y los grandes empresarios (el superclub de millonarios).

Sin duda, la acción de los lobbistas expresa el interés de las grandes corporaciones (industria del armamento, fármacos, alimentos, automóviles, petróleo). Esa es la política de verdad, muy lejana de la romántica idea del ‘bien común’ como motivación básica de la sociedad política.

En la serie, el ritmo de deshumanización de los personajes avanza a pasos apresurados. Las intrigas aumentan episodio tras episodio. Nada ni nadie detendrá a los Underwood en su camino triunfal hasta la Casa Blanca. Todo se sostiene gracias a la extensión de las creencias y los valores de la ‘democracia’, la que está fuertemente marcada por los patrones culturales y de vida de la sociedad estadounidense, que se caracteriza por un altísimo individualismo y valores de cambio (‘todo tiene un precio’). El mercado libre como condición necesaria de la libertad individual, como decía el gurú neoliberal Milton Friedman.

Varios capítulos están dedicados a describir la compleja relación comercial, financiera y política entre la Casa Blanca y China. Los empresarios chinos aparecen como los nuevos yuppies globales, encerrados en ambiciones y en las orgías de sexo. En el mundo real, en breve, China tomará la posta de la hegemonía mundial del capitalismo, y la serie advierte las tensiones futuras que generará, al parecer, este imparable ascenso.

Al ver la serie, es imposible dejar de pensar en los tenues límites que separan la ficción de la realidad.

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