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El Telégrafo

Derecho penal para el enemigo

31 de enero de 2013 - 00:00

Con el nombre de derecho penal del enemigo, o mejor dicho, para el enemigo, se conoce una perversa y antidemocrática corriente doctrinal que postula que a aquellos individuos que rechazan el orden jurídico no se les pueden reconocer las mismas garantías que las leyes contemplan para las personas integradas dentro de una sociedad regida por el derecho. Estas personas, sostiene esta doctrina, deben ser tratadas como enemigos y, en consecuencia, para ellos, un terrorista por ejemplo, no regirían las normas que limitan los plazos de detención policial, ni la presunción de inocencia ni el derecho a un proceso judicial con todas las garantías, pues estas garantías solo han sido pensadas para el buen ciudadano que circunstancialmente puede haber delinquido.

La Constitución del Ecuador no reconoce a ningún poder la facultad de calificar o definir a una persona como enemigo. Reconoce, eso sí, en los artículos 167 y siguientes, al Poder Judicial, esto es a los jueces y tribunales, la facultad de definir a una persona como delincuente, pero única y exclusivamente en una sentencia condenatoria que ha de ser el resultado de un juicio oral y público en el que la persona acusada, blindada por la presunción de inocencia, goza del derecho a defenderse. En un Estado constitucional de derechos y justicia esa facultad de definición es un privilegio del juez que solo puede ejercerlo en un contexto de garantías para todas las personas.

En cambio, en un modelo de derecho penal del enemigo, cuya instauración sería hoy constitucionalmente imposible en  Ecuador, el objeto del proceso de definición, es decir lo que debe ser definido, se amplía. Ya no se trata solo de definir al delincuente sino también al que genéricamente se llamará el enemigo. El juez conservará su poder de definición del delincuente, pero la definición del enemigo recaerá en otros órganos de control social, como la Policía o el Ejército, que como  no tienen asignada legalmente esa función actuarán con la más absoluta arbitrariedad con el consiguiente riesgo de que cualquier ciudadano pueda ser tratado como enemigo, es decir como terrorista, guerrillero o narcotraficante. Bastará con que un miembro de uno de estos órganos de control se le ocurra, quizá porque crea que tiene un sexto sentido, que una determinada persona pertenece a un grupo comprendido dentro del término vago e impreciso de enemigo, para que la sustraiga al derecho a un proceso con todas las garantías y quede en una situación de riesgo para su vida, salud y dignidad.

Históricamente, conforme nos lo indica el Informe de la Comisión de la Verdad,  Ecuador vivió un período en que el modelo de derecho penal del enemigo estuvo plenamente vigente. En la década de los años 80 el Gobierno desarrolló una política represiva contra lo que en términos genéricos se denominaba terrorismo.

La ejecución de esta política se confió a un órgano especialmente creado al efecto que la coordinaría. El resultado fue, según lo destacó la Comisión de la Verdad, más de 100 casos de violaciones de los derechos humanos que pueden dar lugar a responsabilidades individuales de los que, ignoramos con qué criterios, en su momento definieron a las víctimas como “terroristas” o “subversivos”, es decir en términos de esta doctrina, como enemigos para detenerlos, someterlos a torturas, hacerlos desaparecer o matarlos. Los ejecutores de esa política negaron a sus víctimas el derecho a un proceso con todas las garantías.

La doctrina del derecho penal del enemigo al otorgar y permitir ejercer arbitrariamente un poder de definición a órganos estatales o paraestatales coloca a toda la ciudadanía, a cualquier persona, no solo al opositor social o político, en una situación de riesgo para su vida, salud y dignidad. Por eso, se equivocan quienes dicen que las garantías judiciales que se contemplan en los ordenamientos jurídicos democráticos están para los delincuentes y que al propiciar la impunidad son un factor de inseguridad ciudadana. La mayor inseguridad ciudadana en estos casos no suele venir de la delincuencia común, sino de los aparatos del Estado cuando, colocándose al margen de la Constitución, bajo el amparo de una pretendida defensa del orden social, asumen tareas que corresponden al Poder Judicial.

En este contexto fue que la Policía ecuatoriana, en enero de 1988, como se comprobó judicialmente, detuvo a dos niños, los menores Santiago y Andrés Restrepo, miembros de una familia que por lo demás adhería a la consigna de libertad y orden del gobierno de la época. Esa detención se produjo cuando iban a despedirse de un amigo que se trasladaba a estudiar a Estados Unidos. En el conmovedor documental “Con mi corazón en Yambo”, dirigido por María Fernanda Restrepo, hermana de los menores, hay testimonios que dejan constancia de que fue su ascendencia colombiana la que llevó a encasillarlos arbitrariamente por la Policía como subversivos, narcotraficantes o guerrilleros, es decir, como enemigos. A la detención siguió la tortura y muerte de Santiago y Andrés. Sus cadáveres hasta el día de hoy no han sido encontrados.

*Catedrático de Derecho Penal. España. Experto protección penal de los derechos humanos. [email protected]

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