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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

Derecho a la confrontación

23 de marzo de 2015 - 00:00

Sí, a la confrontación, porque la política se construye con el disenso permanente; con la diferencia, con la diversidad. La confrontación destapa las contradicciones de una sociedad a todo nivel; destapa las hipocresías de las acciones como de las palabras. Y bien sirve para poder esclarecer el rumbo de las aspiraciones de la sociedad en su conjunto. La confrontación nunca puede ser exclusiva de un sector, por el contrario, es patrimonio de todos los ciudadanos.

Confrontarse pone en juego diferentes lógicas, sentidos y valores. Lo que hace de la confrontación una práctica vital es que la misma requiere una exigencia máxima de principios; de una ética colectiva por sobre cualquier interés individual o corporativo. De esta manera, confrontarse no es una práctica egoísta, sino la expresión y representación de lo que una mayoría quiere frente a una minoría que no logra superarse a sí misma y pensar en el bienestar de la nación e incluso más allá, cuando pensamos a nivel de los intereses entre países. Confrontarse exige tener claridad ideológica y política para denunciar permanentemente las asimetrías del poder; que no solo está en el poder del Gobierno, sino en los poderes tradicionales que aún persisten en nuestro país. Si alguien cree que el poder solo radica en el ejercicio de las funciones del Estado o peor aún en el Ejecutivo, no ha entendido el campo de disputas históricas de los pueblos.

El poder toma diferentes formas, espacios, lugares, tiempos, actores, y se reparte en diferentes niveles de una sociedad. Los poderes tradicionales son los que convirtieron a la política en la práctica exclusiva del consenso, de la paz perpetua. Fueron esos poderes los que recrearon la imagen del Ecuador como una isla de paz: con miseria, desigualdad, migración forzada, marginación, explotación laboral, violación de derechos, desapariciones y torturas. Esa imagen del país pacífico fue el escenario ideal para difamar las luchas sociales y beneficiar al neoliberalismo.

Es ese mismo cuento el que nos siguen vendiendo los banqueros, los importadores, ciertos sectores de comerciantes que invocan al diálogo pasivo, al buen tono, a las buenas maneras de mesa, pero por otro lado siguen extrayendo ganancias, no de producir sino de intermediar, vendiendo productos suntuarios. Son aquellos que venden la tonta idea de que abrir toda la economía del país nos hará más competitivos, más emprendedores, etc.

Tenemos derecho a confrontarnos para desenmascarar las hipocresías del libre mercado, las hipocresías de una derecha mercantilista como de una izquierda hiperideologizada que no ha podido asumirse como agente de la transformación sino de vivir de ser la eterna oposición.

Tenemos derecho a indignarnos cuando, con todos los avances que se han logrado en estos ocho años, aún somos testigos de que culturalmente poco hemos avanzado en ser más responsables con la historia, con la memoria de los explotados históricamente. Toda confrontación tiene sus reglas básicas y la fundamental es la legitimidad que otorga ser coherentes entre lo que se dice, se piensa y se hace. Legitimidad que radica en la voluntad del pueblo: el soberano, al fin y al cabo.

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