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El Telégrafo
Fander Falconí

Crónica de una invasión anunciada

13 de julio de 2016 - 00:00

La participación británica en la invasión estadounidense a Irak tuvo mucho de manipulación de la derecha y una pizca de gratitud histórica mal entendida. Pero el pueblo del Reino Unido demandó una investigación exhaustiva del tema y al fin, tras siete años de iniciado el proceso, sale a la luz el informe Chilcot, la versión oficial de lo sucedido. No es una crítica externa, es una autocrítica severa.

Desde el resumen del documento llega la mayor sorpresa: el líder laborista y entonces primer ministro Tony Blair no aceptó la intervención por mala información de sus servicios de inteligencia, sino todo lo contrario. Cuando él justificó su decisión por las supuestas armas iraquíes de destrucción masiva, lo hizo en contradicción con los informes de la inteligencia militar británica. Esta institución, prestigiosa en su especialidad, había advertido al primer ministro 1) que no existían evidencias de las armas de destrucción masiva, y 2) que la intervención en Irak desataría actos terroristas en todo el mundo, acompañados de una actitud hostil antiestadounidense, tanto en Asia como en las comunidades musulmanas de Occidente.  

Si el resumen introductorio del informe Chilcot ya pone mal parado al líder laborista, el texto bien documentado de más de dos millones de palabras lo crucifica. Por ejemplo, hay una carta de Tony Blair a George W. Bush, entonces presidente de Estados Unidos y artífice de la invasión. Estas frases revelan la actitud de Blair: “Estaré contigo, pase lo que pase”; “deshacerse de Saddam es lo correcto”; “si ganamos rápido, todos serán nuestros amigos”. Peor resulta leer las opiniones individuales de altos funcionarios de inteligencia. Uno de ellos, Richard Dearlove, dice directamente al primer ministro y al gabinete que el Gobierno estadounidense estaba consciente del engaño que presentaba como la causa de la guerra.  

Bush quería derrocar por la fuerza a Saddam justificando sus actos en la doble acusación de apoyar al terrorismo y de poseer armas de destrucción masiva. Para eso manipulaba datos de su propia inteligencia. Por eso, Blair inventó la causa de la guerra y la sugirió a Bush. Había que dar un ultimátum a Saddam Hussein, para que permitiera la entrada de inspectores a Irak. Pero Bush no necesitaba muchas excusas para invadir ese país. Desde la guerra de Corea, hace 65 años, Estados Unidos ya no pelea las guerras hasta la victoria final, como hizo en la Segunda Guerra Mundial. Es ahora una actividad cíclica del capitalismo, como en la novela 1984 de George Orwell.

Tal como resume el político demócrata inglés Tim Farron: “Blair tenía la obsesión de unirse a Bush en ir a la guerra contra Irak, pese a la evidencia en contra, a la ilegalidad y a las graves consecuencias… los conservadores se cruzaron de brazos… esta guerra ilegal causó la muerte de muchos de nuestros soldados y de miles de iraquíes… lejos de ser un pasajero de la agresión de Bush, Blair fue su copiloto”.

La destrucción de Irak tal vez era inevitable, aunque los británicos no hubieran participado en la coalición, con un Bush empecinado en destruirlo. Pero al dar el visto bueno a la manipulación estadounidense de la información, Blair contribuyó a darle apariencia de dignidad a la invasión. De paso, golpeó la credibilidad de su propio país y abrió las puertas a la derecha británica. El electorado se preguntó: si eso hacen los laboristas, ¿en qué se diferencian de los conservadores? (O)

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