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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Sangre y misericordia

02 de mayo de 2016

Desde que la tecnología llegó a nuestras manos compactada en un teléfono celular, se empezó a creer que las convenciones comunicacionales habían cambiado —¿para siempre?— la vida de los consumidores de móviles. Poseer el adminículo devino en el dominio de las cosas del orbe y en una falacia empírica: ‘el conocimiento es poder’. Así, el conocimiento/información, tal y como lo forjan los actuales propietarios de smartphones, es eso que divulga internet en sus enlaces, redes sociales y en la atosigante virtualidad de datos y fotos.

Si algo no está en la red no es que no suceda, pero hay que hacerlo existir, inmediatamente, para que la multitud virtual satisfaga su pulsión de saberlo todo en tiempo real. Es aquí cuando el embeleco de la tecnología triunfa de modo apoteósico: las generaciones contemporáneas asumen que el tiempo —como relación humana y social— ha cambiado en función de las necesidades de los que acceden a tecnología de punta, o sea, en función de aquellos que han podido adquirir un teléfono inteligente. Y lo han hecho muchísimos porque el quid del negocio es la masiva estandarización de telefonía inteligente para todo tipo de consumidores y la comercialización de una idea seductora: transar información y cercanía.

En ese contexto, una de las críticas luego del terremoto —la misma noche del suceso— es que no hubo información rápida en los medios tradicionales: radio y televisión; por tanto, la gente solo pudo informarse a través de las redes sociales. De tal manera que la invisibilización de semejante tragedia debía leerse como una incompetencia ¿informativa, política? de las altas esferas oficiales. Pero enseguida se implantó, como reemplazo, la preeminencia de las sensaciones de la realidad virtual: la conversión de las redes sociales en redes civiles. ¿Primor de los nuevos ‘cientistas’ que copan los habitáculos virtuales de la piedad?, seguramente.

Sin embargo, allí subyace una cuestión clave: el dominio del tiempo real. Es posible que quienes operan con tanta solvencia el internet, sepan más de aplicaciones tecnológicas (y también de piratería virtual), y menos de la labor científica construida en el seno mismo de cada una de esas ‘aplicaciones’. Ergo, una de las facetas de esos avances es que nuestra relación con el tiempo, desde cualquier aparato inteligente (computador o celular), es una relación artificial —el satélite del tiempo real, por ejemplo—, y a partir de ese tratamiento sofisticado de la temporalidad humana, se elabora la alucinación de que estar informados, al instante, es, sobre todo, un abono de poder.

¿Somos hoy entes virtuales que se relacionan con el mundo de acuerdo con el grado de dependencia visual y emocional que avivan hechos trágicos y/o sugestivos?
En el caso del sismo, mutatis mutandis, debíamos saberlo en tiempo real, y, si fuera factible, ¡ver la transmisión del terremoto por televisión en vivo y en directo!

Si nuestra relación con el tiempo se ha visto alterada irremediablemente, es obvio que nuestra relación con la realidad también; o sea, no se reclamaba información posterremoto, se suplicaba sangre, sudor y lágrimas. Y, después del gran drama visual, borbotearía a raudales la misericordia. (O)

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