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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Las otras violencias

12 de diciembre de 2016 - 00:00

El Acuerdo de Paz logrado en Colombia hizo correr distintas opiniones acerca de los hechos de la guerra en pueblos corroídos por la desigualdad estructural. Y el Premio Nobel de la Paz entregado a Juan Manuel Santos, este sábado, también ha generado reacciones en torno a la axiología de la violencia. Hoy, me parece, es útil revisar otras violencias en el seno de esa misma colectividad.

La violencia en Colombia se ha apoderado, en varias etapas históricas, del imaginario de sus generaciones. Y no solo del imaginario sino de gran parte de su realidad concreta. Por eso saludar la paz, en sus múltiples formas, aunque sea un pacto con una institucionalidad que no alcanza la absoluta confianza de los sectores abusados por ella, es un logro que encauza deliberaciones sobre el devenir de las nuevas luchas sociales y políticas. Aunque eso no signifique que la violencia, aupada por razones no necesariamente relacionadas con la subversión, el paramilitarismo o el narcotráfico, declare un frenazo a raya.

Otras violencias, en apariencia domésticas o derivadas de un contexto de patología individual, también socavan a Colombia –y al mundo-, y durante la semana pasada puso alertas desgarradoras en ese país: un hombre violó y asesinó a una niña de una manera cruel e indescriptible. El hecho, que no ha de verse como algo aislado, sacó a relucir la dinámica de conductas reprochables, pero, al mismo tiempo, la dinámica de la tolerancia social machista. Ese constructo cultural primario –el machismo- domina innumerables espacios: medios, diversión, música, moda, fiestas privadas y públicas, lenguaje, chistes, etc. Su influjo crea un ambiente de inercia y resignación que solo un suceso atroz como el aludido, por un instante, consigue algún grado de pasmo y análisis macro. Luego, silencio. Peor: el encubrimiento social general. Un encubrimiento que tiene soportes que van más allá de lo moral –o lo que se estima moral- y más acá de las licencias sexuales que brinda una sociedad construida sobre el referente pater familias.

La violencia sexual y el femicidio son fenómenos que la vida social moderna intenta reprimir de diferentes modos. Pero la comprensión y tratamiento de su incidencia e incremento van de la mano con una cultura de masas que ha relativizado, sin ninguna demarcación ética, el ejercicio de la sexualidad como espacio de humanización. Así, la sexualidad humana, que tanto ha costado a generaciones y pensadores entender y explicar sin rigores morales religiosos, se ha visto alterada por la idea normalizadora de la sobre exposición mediática y, además, del espectáculo en vivo, en los que las mujeres, de disímiles estratos, son presas de carne listas a ser despachadas por cualquier idiota con ganas. La genitalización de la sexualidad, además, impide a los espectadores/usuarios/comensales/victimarios conocer las enormes cualidades del erotismo, la seducción o el afecto.

Las otras violencias, socialmente minimizadas como la sexual, obligan a profundizar la crítica cultural, las acciones de la cotidianeidad y los usos institucionales que se hacen de una violencia que poco tiene que ver con las clases sociales altas o bajas. (O)

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