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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

La Rotonda

19 de octubre de 2017 - 00:00

“Esta vida de Portoviejo, mezclada a la vez de quietismo y animación, tiene el misterio de sernos grata, sin saber por qué. Aquí o allá, todo sería para nosotros lo mismo, indudablemente, pero ese pasar indiferente de las cosas, ese lento o monótono modo de ser bajo un oceánico baño de luna, encierra el secreto de cautivar embriagadoramente; como que el espíritu urbano se amoldó a ese caprichoso sistema de vida, cansada e incansable pero al fin buena”. (Revista Argos. 1924)

Portoviejo, un asiento colonial alicaído, inició un ciclo de bonanzas producto del rápido proceso de inserción al comercio mundial, que experimentó la región Manabí desde finales del siglo XVIII. Las nuevas condiciones permitieron a la élite enfrentar a las autoridades foráneas que ingresaron para cobrar tributos y rivalizar con el cabildo, una vez roto el pacto de dos siglos, mediante el cual la Corona había delegado amplias competencias a los poderes locales. Poco después, los criollos de Portoviejo declararon la independencia (18 octubre 1820) y con la misma fuerza que apoyaron a Guayaquil, resolvieron luego, en 1821, adherirse al proyecto de Simón Bolívar, contrariando a los grupos del puerto.

A pesar de la dinámica, Portoviejo tuvo dificultades para consolidarse como el centro de la provincia de Manabí, caracterizada por su estructura polinuclear, y debido a que el siglo XIX fue muy convulsionado por la guerra de guerrillas. Entrado el siglo XX y más calmadas las aguas, la élite local puso en práctica su estrategia para definir el rol de Portoviejo, no solo como centro político de la región, sino, además, como la urbe moderna y jerarquizada, respondiendo a los fundamentos del liberalismo ilustrado, cuya mentalidad ya se reflejaba en los edificios de dos pisos y la densidad asombrosa de torreones, en relación al pequeño espacio, que vivía también la gran novedad del tren.

Pero la ciudad del siglo XX requería de un nuevo referente espacial; la magna obra sería, pues, el parque con verjas art nouveau, importadas de Hamburgo, ilusión de una belle époque. No se trataba de una mera obra estética, sino del reflejo de una nueva ideología que demandaba la creación de espacios públicos donde todos pudieran ser mirados, sitio de encuentro para la fluidez social. El parque, construido alrededor de 1918 en el mismo lugar donde antes estuvo la polvosa Plaza de Armas, sintetizaba un momento de transformación política, económica y cultural, que además dio lugar a movimientos literarios propios de una modernidad tardía y periférica, por ello mismo, rica y particular.

Cien años después de aquel acontecimiento art nouveau, hoy tiene lugar un hecho similar, que inicialmente parece responder al proyecto de modernidad funcional, por medio de la cual Portoviejo buscaría afirmarse como nudo articulador de la región, fortalecer el espacio público y atraer al turismo cultural para adaptarse a los cambios económicos mundiales. Sin embargo, el envés de la nueva obra descansa en un propósito intangible y superior: la cohesión social, la armazón hecha con el cuerpo y el imaginario de la gente, que al final de cuentas es lo único que garantiza la intemporalidad de una ciudad en tiempos de tempestades capitalistas.  

El día que se abrió la Rotonda, se colocó todo el barroco en el cielo cargado de luces y color, pero poco antes de ese instante, miles de gentes nos miramos entre sí, reconociéndonos como parte de un lugar humano, desde donde se ve siempre la montaña campesina y se siente el salitre del mar. Todos juntos estuvimos,  “bajo un oceánico baño de luna”. (O)

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